sábado, 16 de octubre de 2010

El empresario

Recuerdo que cuando era un niño, mi abuelo me llevaba todos los domingos por las mañanas a la plaza del pueblo para intercambiar cromos. Mi destreza para conseguir los mejores y más raros hacía reír a mi abuelo, que al llegar a casa le decía a mi madre que yo tenía un don especial para los negocios y que llegaría muy lejos.

Una vez terminé el bachiller con sobresaliente, mi padre me ofreció ir a Deusto a estudiar la carrera de económicas. Después, mi padre insaciable y por sacar de mí todo mi potencial, me mandó a los Estados Unidos para hacer un master en dirección de empresas.

Fueron unos años maravillosos, llenos de esfuerzo en los estudios pero con múltiples y gratificantes experiencias.

Llegué a España con mi título flamante y como el rey Midas los negocios que emprendía florecían. Fue una época dorada para mí, viajaba por toda Europa, visitaba ciudades fascinantes y era feliz.

En un viaje a París, de los muchos que realizaba a la Ciudad de la Luz, conocí a una bella modelo sueca, alta, rubia y con unos ojos preciosos de un azul intenso. Su mirada se cruzó con la mía y hubo flechazo. Nos conocimos más profundamente y decidimos comenzar una nueva vida juntos. Todo era maravilloso. Con su espléndida belleza, mi mujer era requerida en fiestas y era mi mejor relaciones públicas.

Yo no le negaba ningún capricho porque lo tenía todo muy bien controlado, el mundo era mío.

Un día, me encontraba comiendo en un restaurante lujoso de Madrid y unos empresarios me sorprendieron cuando en los postres se acercaron a mí para pedirme el dinero que les debía. La mercancía servida hacía seis meses no se había abonado.

Me sentí marear y me despedí apresuradamente no sin antes prometerles que tendrían su dinero lo antes posible.

Al llegar a mis oficinas y comprobar los archivos de compradores y abastecedores me quedé atónito, debíamos más de lo que teníamos.

Me encontraba tratando de digerir la verdad cuando llamaron a la puerta y dos hombres forzudos me cogieron por los brazos invitándome por la fuerza a seguirlos. Los latidos de mi corazón se debían oír desde muy lejos porque antes que los dos individuos me arrastraran hasta su coche aparecieron dos oficiales del juzgado con una carta en la mano de desahucio. Me habían embargado.

Quise reaccionar pero ya estaba solo, sentado en el último peldaño de la escalera que daba acceso a mis oficinas y evoqué aquellos días felices en que mi abuelo me llevaba de su arrugada pero fuerte mano…y una lágrima resbaló por mi mejilla.

Mi mujer desapareció al mismo tiempo que mi fortuna.

Era el momento de ponerse en marcha y empezar de nuevo.

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