sábado, 16 de octubre de 2010

El encuentro

Una tarde otoñal, con el cielo plomizo y a punto de llover, paseaba sin rumbo pisando la crujiente alfombra dorada de las hojas muertas. Mi mirada se fijó en él.
Alto y de complexión delgada, iba vestido de manera informal con unos tejanos azules un tanto anchos, una camisa vaquera y una chaqueta de pana color caramelo. Su tez era clara y su cara angulosa. Su  pelo rubio oscuro se revolvía al viento y le ocultaba parcialmente unos ojos azules en los que mi pupila se quedó clavada. En ese instante el mundo pareció detenerse…
Pasó el tiempo y no volví a verlo aunque sus ojos azules llenaban mis sueños de fantasías, eran como luceros en una noche estrellada, pero al alba todo se desvanecía.
Lo vi de nuevo en una cafetería, una mañana de primavera en que yo estaba con mis compañeras de la facultad. Estaba solo, sentado a una pequeña mesa redonda de mármol con patas de hierro torneadas pintadas de negro. Sobre la mesa, un café con leche y un libro de poesía. Con su mirada enigmática, parecía buscar algo con insistencia en el suelo, cerca de él.
Me olvidé de mis compañeras, que relataban divertidas lo bien que se lo habían pasado en el concierto del sábado, me acerqué a él y, sin pensarlo, me agaché para coger del suelo unas gafas graduadas de pasta.
En el momento en que se las di, los dedos de nuestras manos se rozaron a la vez que nuestras miradas se cruzaron. Su rostro se sonrojó al ponerse las gafas de nuevo.
Quizás pensó que había perdido encanto, que las gafas le afearían su rostro, pero en mí hizo el efecto contrario, me pareció el hombre más interesante que jamás había visto.
Y, sacando de mi bolso un estuche, lo abrí y me puse las mías. Nuestros ojos se hicieron cómplices y salimos de allí juntos a disfrutar de la primavera.

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