miércoles, 20 de octubre de 2010

El Ordenador

Llevo más de tres años viuda y aún no consigo olvidarlo.
Entro en su despacho donde su tiempo transcurría cuando se encontraba en casa. Su biblioteca es tan extensa que no me atrevo a ojear ningún libro, todo tan ordenado que me da miedo encontrar algo entre sus amarillentas hojas.
Entro y salgo de la habitación  mil veces al día.
Mi hermana Melinda, tres años más joven que yo, viene de camino desde el norte  para ayudarme a recoger los enseres de mi marido en cajas  ya que yo no me atrevo a pesar del tiempo transcurrido. Su fuerte personalidad, aún después de muerto, sigue intimidándome.
Me siento ante el ordenador, últimamente su más íntimo amigo.  Tecleo con temor pero al mismo tiempo con una extraña curiosidad que me da el desasosiego.
Tiene una carpeta que nombra “asuntos personales” con una clave de acceso.
Pienso y tecleo los nombres de mis hijos, la fecha en la que nos casamos pero nada. En estos momentos llama a la puerta mi hermana Melinda que generosamente viene a ayudarme. Me da un abrazo impetuoso y pasamos al salón donde nos tomamos un oloroso café. Más tarde entramos en el despacho y mi hermana mira la estantería con curiosidad exagerada. Cogiendo un libro con tapas de piel lo abraza y me pide que se lo regale. Yo no le doy importancia al hecho de que quiera un libro.
Por la noche no puedo dormir. Me obsesiona no poder abrir los archivos personales de mi marido. Me levanto a media noche y voy de nuevo al despacho donde se me antoja puede haber algún misterio que mi marido guardaba con celo que yo estaba dispuesta a descifrar. Encendiendo de nuevo el ordenador  me vienen a la memoria mil cosas que en la soledad no me parecen gratas.  Tecleo por casualidad el nombre de mi hermana y  prodigiosamente  tengo ante mí los secretos mejor guardado de mi querido esposo.
Leo con estupor el correo que mantenía mi marido con mi hermana. Mi garganta se vuelve un estropajo reseco y las manos me tiemblan.
En mi caos mental no oigo abrir la puerta. Mi hermana entra con una fina media en las manos, se acerca a mí fingiendo cariño y poniéndome la media en el cuello aprieta sin piedad riendo con desenfreno.
Ya casi no puedo respirar y alargando la mano busco con ansiedad algo encima de la mesa. Solo encuentro el abrecartas y con una precisión que solo  da el pánico, se lo clavo en la pierna perforándole acertadamente la femoral.
La sangre inunda la alfombra que un día trajo mi marido de oriente en uno de sus viajes que hacia cada dos meses… y que él tenía en gran estima.

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