miércoles, 8 de diciembre de 2010

Mi Casa

Regreso en este momento de visitar a tres vecinos que sospecho me darán más de un motivo de preocupación. Sus campos lindan con mi hacienda que lleva mucho tiempo abandonada.
La comarca en la que tengo la mansión heredada de mis antepasados es un verdadero paraíso, tal como un soñador no la hubiera encontrado en ningún lugar que no fuera Extremadura.
Entro por el gran portón de mi casa y tres sirvientes me esperan sonrientes. Yo hubiera preferido dos o tal vez cuatro, porque tres (aunque es uno de mis números preferidos) siempre pensé que al ser impares no me encajarían en ningún destino que les tenía preparado.
Cuando cae la tarde y el último rayo de sol penetra en mi aposento, me siento cómodamente en un sillón y espero la hora de la cena bebiendo una copa de Jerez pausadamente. Mientras, el cigarrillo se consume lentamente entre mis dedos amarillentos.
La cena en soledad se hace monótona, triste, sin tener con quien hablar. La madera del suelo del pasillo cruje a cada paso que dan los criados en sus idas y venidas de la cocina al comedor.
Cuando termina la cena se presentan ante mí para desearme las buenas noches, los miro sin saber que decir y los saludo con la mano en alto invitándoles a que se vayan a descansar.
Más tarde, cuando mis parpados se cierran y no me dejan leer por el cansancio, me voy a mi alcoba y allí en una cama del siglo XIX echo mi cuerpo cansado, pero el sueño no es suficiente para dormir. Doy vueltas y más vueltas en la alta y ancha cama. Mi desasosiego es cada vez mayor. En el reloj oigo las tres, las cuatro y pienso en ese maldito artilugio con su incansable minutero que va marcando los instantes de mi vida preguntándome cuándo dejara de dar la hora para poder dormir.
Un llanto entrecortado se escucha en la habitación de al lado. Pongo el oído con atención para cerciorarme si lo estoy soñando pero una voz masculina se oye dando órdenes mientras, de nuevo, un quejido sale de la garganta de una mujer.
Me levanto con sigilo, no sin antes coger el atizador de la chimenea como arma defensiva, me acerco a la habitación.
Los tres criados están allí, de pie, observando la escena de una mujer en la cama con las entrañas abiertas dando paso a la vida. Yo quedo atónito, es un milagro y quiero ayudar pero un hombre alto y arrogante me invita a salir.
Me voy conmocionado, ya no puedo volver a dormir.
Es mi casa y hay un desconocido trayendo al mundo un nuevo ser.
Por la mañana cuando me levanto me dirijo de nuevo a la habitación, pero está cerrada, no tengo la llave y llamo a los criados a los cuales pregunto sin hallar respuesta.
El día pasa lento para mí. Ordeno a uno de los criados me abran la puerta misteriosa. Entro y la penumbra me hace estremecer. Miro a mi alrededor y veo una cama y una gran cómoda con una fotografía de mi tío-abuelo Avelino, que fue un famoso terrateniente en la comarca por sus muchos actos caritativos con sus vecinos. Miro con más detenimiento y en la colcha que tapa la cama reposa un camisón de mujer amarillento por el paso del tiempo. Sigo mi investigación y abro un armario que está repleto de juguetes infantiles donde algo se mueve tras la puerta. Con sigilo me acerco y un caballito de madera se mece con ritmo.
Aquella noche el pasillo de nuevo es un hervidero de pisadas en idas y venidas precipitadas. Yo no lo puedo creer, es mi casa y por la noche cobra vida.
Como no puedo dormir ni descansar decido dejar la casa por unos días hasta averiguar lo que está pasando. Me saco un billete de autobús y me voy a Málaga pensando que el ambiente festivo que allí se prodiga me viene bien por unos días.
Ya en Fuengirola, al anochecer y después de deambular por la solitaria playa a la luz de la luna me siento en el muro de un espigón que guarda las embarcaciones. Siento una gran paz espiritual mientras el viento despiadado lanza su furia sobre mi espalda.
Alguien sacude mi cuerpo con brusquedad. Despierto y estoy tumbado en el sofá de mi apartamento con un médico inclinado sobre mí tomándome el pulso.
La niña ha nacido bien, las dos están estupendamente.
Me froto los ojos y siento que por primera vez era el amor él que me había hecho delirar.

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