lunes, 14 de febrero de 2011

La Siega (I Parte)

El siete de Septiembre de 1945, un coche avanza por una carretera comarcal cacereña, se dirige a toda velocidad hacia la finca El Zarzal.
El fresco del otoño se empieza a notar y ya estremece la mañana. Mientras, un viento cortante del noroeste atraviesa los campos trigueños que ahora se exhiben desnudos después de la recogida de la cosecha.
Desde el camino se puede ver un inmenso mar dorado que aún segado se ondula como las olas del mar a la menor brisa.
Todavía el cielo azul no se extiende sobre la ciudad de Cáceres impidiéndoselo una masa grisácea nubosa.
El coche sube raudo por una escarpada calleja protegida a ambos lados del camino por lujuriosos zarzales que acompañan al caminante que con sus innumerables agujas silvestres y punzantes, protegen su jugoso fruto.
Una ráfaga de viento hace mecer los herbales y se oyen cerca los ladridos de los canes.
En el auto viajan cuatro hombres. Un regidor con tres agentes: uno judicial, otro de la brigada secreta y un secretario encargado de recopilar todos los datos.
Cuando llegan a la finca los cuatro hombres, una enorme verja de hierro aparece ante ellos abierta de par en par.
Entran por ella y siguen un sendero losado de pizarra. Aparcan bajo un madroñal aún preñado por su colorido y jugoso fruto.
Desde fuera se ve la estructura de la casa rectangular de dos plantas, en la fachada una placa gravada en piedra en la que se puede leer que fue construida en la mitad del siglo XVIII. Por su aspecto se ve que en su restauración han respetado y conservado su fisonomía original.
Los hombres miran el entorno donde se encuentran, como para orientarse dirigiéndose a grandes zancadas hacia la entrada de la casa, un portón de dos hojas tachonado; en medio, una aldaba de hierro representa una rama de un zarzal que avisa de intrusos a los habitantes de la casa solariega.
Un labriego que los espera dentro de la casa les abre la puerta invitándolos a pasar al zaguán. Segundos después, desaparece sin hacer ruido, dejándolos solos.
Mientras esperan ser conducidos al lugar de los hechos, los hombres miran con curiosidad el zaguán que derrocha un lujo para ellos desconocido.
El suelo de piedra de granito está limpio y bien conservado, en la pared luce un zócalo de coloridos azulejos hidráulicos, y desde él arranca una escalera con la barandilla de hierro forjado, ricamente trabajado por la mano de un experto herrero.
A pesar de no gustarles que les hicieran esperar, siguen con la mirada todo lo que allí se exhibe para distraer la mente. Frente a la puerta una bonita consola antigua. Sobre ella, un espejo con marco lombardo de ébano. En un lateral, un majestuoso armario catalán de los años veinte.
Una vieja viga de escombrera sujeta con tornapuntas un farol del siglo XVIII.
Los hombres ya empiezan a impacientarse, la casa está en absoluto silencio, cuando se presenta ante ellos un gendarme que se disculpa por la tardanza.
Salen de la casa y son conducidos ante el lugar de los hechos.
Después de ver el cadáver hacen las pertinentes diligencias.
Entran en una casa adosada a la casa principal, dentro está Eufrasio, primer capataz de la finca, manigero y encargado de buscar a los amos de la finca los braceros necesarios para la recogida y, una vez contratados, dar a cada uno de ellos una manija (una especie de guante de cuero para proteger las manos de los pinchazos de las aristas o filamentos del fruto). Por ahora es el principal sospechoso aunque no hay evidencias por el momento que lo demuestren. Éste ve cómo el secretario escribe ante él en un cuaderno de pastas negras, con un lápiz cuya mina humedece con saliva, todo lo que allí se habla.
En medio de la habitación, en una mesa, había un trozo de pan y media cebolla con aspecto lánguido. Y el secretario anota; día de autos siete de septiembre, martes, a las diecisiete horas, es efectuado el levantamiento de un cadáver.
Sexo varón, de complexión fuerte, cabello castaño claro, identidad aún desconocida. Sí se sabe el alias, (el leonés).
El resultado, por las primeras indagaciones del forense, es muerte por causa desconocidas. Por la rigidez del cuerpo la muerte se produjo aproximadamente hacía ocho horas y hay que resaltar que alguien le dio antes de matarlo una paliza. Las muñecas tienen hematomas como consecuencia de haber sido maniatado.
No hay más anotaciones hasta los nuevos análisis del forense.
Fuertes escalofríos sacuden el delgado cuerpo de Eufrasio que a veces y durante los minutos del interrogatorio pierde la conciencia.
El médico forense, que está presente, después de reconocerlo con el fonendoscopio y tomarle las pulsaciones, no detesta patología alguna, sólo se atreve a diagnosticar ansiedad producida por los hechos, acontecidos y por la situación de encontrarse como primer sospechoso del caso en cuestión.
De repente, la cabeza del presunto acusado que descansa sobre su pecho, se levanta como un rayo.
La enfermedad de Eufrasio desaparece fugaz ante los ojos atónitos del médico forense.
Eufrasio, después de un insólito salto de la silla en la que se encuentra sentado, se lamenta por lo sucedido trágicamente y en voz alta.
Un silencio cortante se hace notar en la habitación, dos hombres están sentados sobre una cama pegada a la pared, con sábanas grises por donde asomaba un mugriento colchón. Estos callan, sólo sus manos se mueven nerviosas mientras ven cómo acusan a su patrón.
De repente entran dos agentes que en voz baja, hablan con el regidor mientras le presentan unos documentos comprometedores para Eufrasio hallados escondidos bajo la cónica piedra en desuso del molino.
Con lágrimas en los ojos Eufrasio se lamenta de nuevo por lo sucedido y con voz firme reclama su inocencia. Mientras, las nubes flotan en el aire de última tarde con el blanco teñido de arrebol por el ocaso y las aves planean graznando sobre las peñas y los árboles.
Los policías salen de la habitación junto al regidor, un policía les informa que tienen una habitación dispuesta para deliberar sobre el hallazgo de los nuevos documentos.
Después de leer con detenimiento el documento el regidor, se dirigen de nuevo a la habitación en donde se encuentra el presunto acusado, lee textualmente y con voz clara, que en 1940 a las diecinueve horas del día cinco del mes de Marzo y estando la tarde de autos Eufrasio López Gutiérrez en compañía de Trinitario Delgado Santoña. Fue brutalmente apuñalado por la espalda, falleciendo a los dos días del suceso.
Eufrasio fue sospechoso por ser el único que lo acompañaba y por no haber ningún testigo de los hechos.
Una semana después fue declarado inocente al de aparecer el culpable que arrepentido, confesó su delito.
Sintió un roce de viento muy frío en su cuerpo cuando se abrió la puerta y entró un nuevo policía. Eufrasio es de nuevo interrogado por sus más hondas emociones.
Desde que la policía ahondara en su pasado sus labios quedaron sellados y levantó firmes muros para guardar su intimidad, siente el corazón como si nunca hubiera estado abierto, ahora lo ahoga y lo oprime una atmósfera que no le deja respirar.
Algo en su interior le dice que puede que sea el chivo expiatorio de la tragedia.

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