miércoles, 9 de marzo de 2011

Las nieves de Gredos

Llego a la Sierra de Gredos desde Cáceres para acudir a la cita de mi hermano. Miro, siempre que regreso a mi casa, el inmenso panorama que desde la sierra se divisa. Me sobrecoge como la primera vez.
Subo la empinada y amplia curva y veo la entrada de la gran casona de piedra y madera donde mis padres se refugiaron después de una agitada vida en sociedad. La miro y recuerdo cuánto la añoré en mis noches solitarias de estudiante, cuando era un adolescente y la miraba tras el cristal del coche de camino a la Ciudad.
Un montón de nieve flanqueaba la vereda rematada por una hilera de enebros, esparcillas, el espárrago de lobo, la maleagria y la lúcida, todas ellas plantas autóctonas del lugar de las cuales mi madre le gustaba rodearse.
Las ramas de los árboles cubiertas de nieve lanzaban destellos rosados con las luces del ocaso. A unos metros el camino se ensanchaba y allanaba.
Aparco el Land Rover bajo una techumbre de madera y subo con parsimonia saboreando la panorámica que desde la escalera de piedra y madera de roble se puede admirar. Me impresiona como si viviera por primera vez el esplendor de la naturaleza. Las volutas de humo gris-azulado se elevan hacia el cielo desde una enorme chimenea que domina el gran salón. El calor se nota fuera mientras espero que alguien abra la puerta.
Una voz ronca responde “va” con acritud y se abre la puerta que estaba atrancada con una gruesa cadena.
Mi hermano cierra de nuevo la puerta sin apenas saludarme. Entro en el salón sin quitarme las botas manchadas de nieve y echo una ojeada a mí alrededor después de tantos años ausentes. Veo el piano que tantas veces oí tocar a mi madre abierto al lado de la ventana. Una partitura descansa en el atril como esperando que alguien toque una melodía.
El polvo reina en toda la estancia.
Me acerco para entrar en calor y la chimenea está impoluta. Esa chimenea que por sus grandes dimensiones calienta toda la casa. El chisporreteo de los troncos que escupen cenizas están ausentes porque mi hermano limpia una y otra vez con la escoba y el recogedor cualquier brizna de ceniza que pueda salir de la embocadura de la chimenea. Después de sentir el calor, agradecido me quito las botas y dejo que los pies ateridos de frío sientan el placer acercándolos a la lumbre.
Subo a mi habitación y me sorprende el orden. La alfombra, las cortinas, la colcha color caramelo y el viejo escritorio. Todo está perfectamente colocado.
Me tumbo encima de la cama y me pregunto qué hago de nuevo en la casa.
Desde que murieron mis padres nunca más había vuelto a subir.
Cuando me estoy quedando dormido oigo que llaman a la puerta y una voz casi irreconocible para mí llama con familiaridad por su nombre a mi lacónico hermano.
- Tirso ¿Cuánto tiempo? Espero que tengas una buena razón para hacerme subir aquí, al techo del mundo.
Mientras, Faustino se quita el anorak y lo cuelga en la pequeña entrada donde hay una percha y un banco de madera para poner las botas. Ésta es tan pequeña que yo la llamaba el confesionario al estar hecho de madera y ser la antesala al gran salón donde toda la familia se reunía cada día.
Recuerdo a mi madre sentada ante su piano amenizando las tardes de invierno cuando nos quedábamos aislados por las nieves y las ventiscas.
Mi padre nos daba clases de historia y de matemáticas, todo nos parecía fantástico y casi irreal. Éramos los únicos que por allí habitábamos y eso hacía sentirnos parte de la naturaleza.
Después de divagar con los recuerdos me levanto de la cama con desgana y bajo al salón para ver al invitado que acababa de llegar. Fue toda una sorpresa para mí, pero desagradable. Era Faustino, el enemigo número uno que tuve en el colegio, siempre incordiando y ridiculizándome cada vez que tenía ocasión.
Su enorme ego le hacía creer que era gracioso y yo siempre lo odié por su arrogancia. Ahora estaba obeso y descuidado, de su frente perlaban gotas de sudor al calor de la chimenea. Nos saludamos fríamente.
Llaman a la puerta de nuevo y mi hermano la abre. Entra Juan y hace el mismo ritual. Cuelga la pelliza de borreguito, se quita las botas de goma y entra en el salón donde estábamos sentados Faustino y yo. Nos saludamos con la mano en alto como si los allí presentes no nos hubiéramos ausentados tanto tiempo y hablamos de cosas intranscendentes.
A los pocos minutos y cuando estábamos a punto de preguntar a mi hermano por el motivo de la reunión, de nuevo llaman a la puerta. Era Samuel, alto, enjuto y con su clásica nariz de picaporte colorada como un pimiento morrón. Acostumbrado a estar siempre en los sepelios, era propietario de un tanatorio y un crematorio.
Y aunque la tristeza no le venía de su profesión, siempre fue un hombre gris, enigmático y poco comunicativo que nunca tuvo éxito con las mujeres.
Samuel se sacude las botas y protesta a modo de saludo por el mal tiempo y por la ventisca que se aproxima. Se sienta al lado de la chimenea para entrar en calor no sin antes hacer un comentario sobre las gárgolas que la adornan. Mi hermano repite el ritual de barrer la ceniza.
Miro hacia el comedor y me sorprende ver la mesa dispuesta para seis personas. El olor que sale de la cocina es tentador para el sentido del olfato e invade la estancia.
Un teléfono móvil suena y la voz de mi hermano responde hueca. Es Fernando para disculparse, no puede reunirse con nosotros porque la nevada se lo impide.
Todos nos miramos y yo pienso qué demonios pintaba allí Fernando, el mecánico del pueblo si nunca quisimos jugar con él por lo bruto que era.
A mi hermano siempre le gustó la espeleología. Cuando era un niño, mi padre le acompañaba por la sierra y los dos descubrían grutas y lagos. Muchas veces se perdían en las cumbres nevadas y hacían acampadas. Cuando los dos se llenaban de naturaleza volvían a casa satisfechos y siempre traían a mi madre un ramillete de cuernecillos azules que proliferan en lo alto de la sierra. Ella lo ponía con primor en un jarrón de cerámica encima del piano.
Un día mi padre y hermano descubrieron la Laguna Grande en el Circo de Gredos que prolonga su elevado escarpe sobre la fosa del río Tiétar. Fue para ellos todo un descubrimiento y mi hermano desde entonces no tuvo más afición que bajar por las depresiones graníticas hasta inspeccionar las oscuras grutas. Más tarde empezó a dirigir un grupo de especialistas en espeleología.
Era muy feliz con su trabajo y afición y los tres invitados allí presentes formaron parte de algunas expediciones. Yo fui por otros derroteros.
En un fatídico día que exploraban unas pozas, Lorenzo, su mejor amigo desapareció inexplicablemente y desde entonces mi hermano nunca más volvió a hacer ninguna incursión en la Laguna de el Circo de Gredos.
Miro analíticamente a Faustino y creo recordar que se dedicaba a los negocios, no muy claros porque vivía con ostentación, que se casó con una mujer derrochadora sin mesura a la que no le importaba tirar el dinero pues lo ganaba con facilidad. El, con su arrogancia y su enorme tripa daba la sensación de ser un hombre sin escrúpulos. Paso la mirada por Samuel, hombre enjuto, de tez anacarada y nariz transparente que no daba el aspecto de ser un hombre en quien confiar. Sus manos largas y blancas se movían constantemente sin control.
Fernando, el mecánico, era hombre charlatán e insulso de aspecto tosco con el cual no se podía mantener una conversación coherente, hasta el punto que ninguno quería estar con él. No terminó ninguna carrera a pesar de haber empezado tres diferentes. Abandonó todas en el primer curso. Siempre fue un holgazán con suerte que se casó con Teodora, la chica más guapa que jamás he visto yo y a la que conocimos en una verbena del pueblo.
La decisión de Fernando de no presentarse me alegró. Así no tendría que verlo pavonearse presumiendo de lo mucho que había prosperado en la vida.
Yo, Marcial, que aún no me había presentado, soy el que menos pega en esta reunión si no fuera porque ésta es mi casa en donde viví con mis padres. Nunca subí a las cumbres porque sentía vértigo pero encontré la forma de divertirme en un pequeño laboratorio que mi padre hizo en la buhardilla. Allí pasaba muchas horas investigando la flora que me ofrecía el entorno.
Ahora soy profesor en la Universidad de Extremadura, en Cáceres. Llevo una vida tranquila con mi mujer que también es profesora y juntos hacemos un buen tándem.
Mi hermano Tirso, después de dejar su brillante carrera de espeleólogo se especializó en la cocina creando auténticos manjares con las hierbas de la montaña y animales que cazaba en el entorno.
El aire se impregna cada vez más por el denso aroma del venado.
El anfitrión nos llama para que entremos en el comedor y todos acudimos atraídos por el aroma de la comida. Con asombro veo que cada uno de los comensales tiene sobre la mesa su nombre especificando el sitio donde tiene que sentarse. A todos les pareció gracioso pero yo me intranquilicé.
La cena fue exquisita. El venado en su punto de cocción exacto, el vino excelente pero el postre…de eso hablare más tarde…o quizás ahora. Era un licor rosado que me produjo un vuelco en el corazón. Era parecido a uno que utilizaba en mi laboratorio para hacer experimentos. Recuerdo que las dos únicas cobayas que me había comprado mi padre perecieron con la ingesta.
Un presentimiento me hace estremecer ¿de dónde ha sacado mi hermano ese líquido?
Me levanto de la mesa y me voy nervioso hacia mi pequeño laboratorio. Miro con mucha atención pero no veo nada anormal aunque siento que el ambiente está enrarecido y algo está pasando. Una mano se posa en mi hombro, me sobresalto y es Tirso que me dice que me necesita abajo.
Después de la cena y un rato de charla, Faustino empieza a sentirse mal porque la copiosa ingesta había sido mayor que la de los demás. Casi arrastrando lo llevamos a una habitación curiosamente preparada para los invitados.
Después de ayudar recoger la vajilla y lavarla, nos sentamos alrededor de la cálida chimenea con una copa de coñac ofrecida por mi hermano. Unos minutos después las manos de Samuel empiezan a temblar perceptiblemente hasta derramar el líquido de la copa en el suelo. Le ayudo a recostarse en el sillón y se queda dormido al instante, normal después de una suculenta cena y el calor de la chimenea.
Más tarde Juan, que estaba sentado al lado de Samuel empieza a ventosear y babear como si hubiera bebido un vaso de agua con detergente antes de desmayarse.
Sólo quedamos mi hermano y yo frente a frente bajo los destellantes chisporroteos de los troncos quemándose. Nos miramos y mi hermano empieza a hablar. De su boca salen palabras que para mi son incoherentes y a la vez poco tranquilizadoras.
Charlamos de mil y una cosas que nos acontecieron siendo jóvenes, anécdotas intrascendentes sin sentido. Hablamos de la libertad que teníamos para hacer lo que nos placía, de lo que hicimos una noche calurosa de verano en la que entramos por la ventana en casa de la chica más fea de la clase. Cuando cándidamente dormía en brazos de Morfeo le pusimos una serpiente de goma en la cama y esperamos agazapados oír los gritos que salieron de su trémula garganta. Desde entonces nunca más supimos de ella.
Yo siempre me arrepentí de aquella acción, quedándose grabado en mi memoria su voz desgarrada.
Tirso me pide que le ayude a llevar a los tres a la cima de la Laguna Grande en el Circo de Gredos.
Yo me quedo perplejo sin saber qué decir. Quería que le ayudase a encubrir un crimen ¿Qué le pasa a mi hermano? Quizás en la soledad de la montaña se ha vuelto loco. Lo miro aterrado y con su voz ronca habitual dice; si no me ayudas, tú también irás con ellos, no puedo dejar ningún cable suelto.
Mis piernas tiemblan tanto que se puede oír el tintineo de mis huesos, como la cola de una serpiente de cascabel cuando se dispone a atacar.
Caigo desplomado en un sillón y las fuerzas me abandonan, no puedo levantarme. Mi hermano me mira con desprecio y con gran agilidad mete a los compañeros de cena de uno en uno en sacos de plástico que tenía dispuestos para la ocasión. Miro de nuevo a Tirso y unas lágrimas acusadoras resbalan por mis mejillas.
Mi hermano arrastra con calma hasta la explanada de la casa los sacos mortuorios.
Yo sigo sin mover ningún músculo de mi cuerpo.
A Juan, al ponerlo sobre los troncos de la ardiente chimenea que crepitaba, lo rocía con keroseno. Empieza a arder como una tea humana.
Mi hermano me mira a los ojos y me dice que tiene que hacerlo. Me empuja al interior del salón donde se sienta invitándome a hacerlo a su lado.
Mientras, en el cuerpo de Juan, con el calor de la chimenea, van explotando sus órganos cual traca de feria.
Mi hermano saborea con sorbos pequeños su copa de coñac.
- Ellos fueron los que mataron a nuestros padres - dijo Tirso lacónico.
Un día, mientras papá y mamá paseaban cerca de la cumbre, aparecieron los cuatro y los invitaron a pasear en una pequeña embarcación por la laguna verde, cerca de una gruta que todavía no había sido bien explorada. Cuando admiraban la gran belleza natural y paseaban por las transparentes y tenebrosas aguas fueron golpeados en la cabeza y cayeron de la barca hasta ahogarse.
No obstante, parecía una explicación verosímil.
- Pero, ¡cómo puedes saberlo si tú no estabas allí!
- ¡Te equivocas!, desde un saliente rocoso y protegido por la oscuridad filmé todo lo que allí pasó pero no pude hacer nada por ellos. Había un quinto hombre que daba órdenes y al cual no le vi la cara. Lo resbaladizo de las rocas me impedía acercarme y ese hombre llevaba en su mano una carabina que los apuntaba constantemente. No pude ver su cara por estar preso del pánico y eso me desconcierta. No sé si él me vio a mí…De repente, un fogonazo me hizo sospechar que la muerte de nuestros padres podía ser por algo que contenía una mochila que se encontraba en el saliente de una pared rocosa. Desde entonces no dejé de pensar en la venganza y guardé la cinta hasta llegar mejor ocasión. Después de proyectarla una y otra vez observo que en un saliente de la roca había una mochila de color rojo. Me intrigó tanto que volví a los tres días pero con sorpresa para mí, la mochila había desaparecido.
Por eso cuando lo recuerdo creo que tiene relación con la muerte de mi compañero en el Lago Verde. Seguro que fueron ellos los que cortaron la guía cuando él hacía una incursión por el lago Verde. Se quedó para siempre en la profunda oscuridad de la gruta.
- Y el licor ¿cómo lo conseguiste?
- Por unos apuntes que tenías en el laboratorio. Sólo tuve que esperar el momento oportuno para utilizarlo. Ahora me tienes que ayudar.
Saco fuerzas de flaquezas y me montó en el coche fúnebre donde llevamos a los dos hombres que habían pagado por sus crímenes.
El coche sube con dificultad la empinada vereda mientras la espesa niebla nos engulle.
Siento una gran paz espiritual inconcebible en mí mientras veo como los cuerpos enfundados en los sacos de plásticos se hunden lentamente hasta desaparecer en el fondo de la Laguna Grande del Circo de Gredos.
Más tarde, cuando llegamos a la casa, retiramos las cenizas de la chimenea y después de limpiarla ponemos troncos nuevos. Empieza a arder con toda la potencia del leño seco.
Nos tomamos un oloroso café sentados los dos frente a frente mirando como arden los robustos troncos. Miro a mi hermano Tirso, que me devuelve la mirada agradecido por la ayuda que le he prestado.
Un desvanecimiento hace que se caiga del sillón hacia la embocadura de la chimenea. Solo tuve que empujar el cuerpo y enseguida empezó a arder. De nuevo el keroseno estaba haciendo su cometido.
Limpio la ceniza derramada por el suelo y subo a mi alcoba. Recojo la mochila roja repleta de los minerales que me reportarán una suculenta fortuna.
Tirso había sido un buen hermano al ayudarme desinteresadamente.
Mientras salgo de la casa oigo, como en un susurro, tocar el piano de mi madre.
Fernando me espera en la explanada con el motor del coche encendido y una sonrisa se dibuja en mi cara.
El coche rueda carretera abajo y nos reímos regocijándonos en el placer de la maldad. Al tomar una curva cerrada Fernando pisa el freno pero éste no responde y después de rodar algunos kilómetros el coche se precipita por un acantilado donde pasan tranquilas las aguas del río Tiétar.
¿Qué sería la vida sin sorpresas?

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