domingo, 27 de marzo de 2011

La fábula de los ciegos

Era un hospital de ciegos donde reinaba la democracia. Todo se resolvía votando y aunque les faltaba el sentido de la vista, habían desarrollado con destreza el resto de los sentidos para conseguir conocimientos.
Un día, un ciego que decía saber de los colores consiguió hacerse jefe de los ciegos. Todo empezó a torcerse.
Obligó a todos los ciegos a darle la limosna y a vestir de un determinado color para distinguirse, pero como no veían, cada uno se vestía de un color diferente. La gente, en la calle, se reía de ellos, los cuales enfadados se rebelaron contra el dictador y formaron otro partido.
Los colores provocaron tal enfrentamiento que decidieron no opinar acerca de ellos.
Un sordo, al leer ésta fábula, pensó que el error de los ciegos estaba en creer saber sobre los colores. Sin embargo él sí creía que los sordos son los únicos entendidos en música.

lunes, 21 de marzo de 2011

Hola a todos los lectores

Los relatos que en estos momentos se están emitiendo constituyen un paréntesis de lo que hasta ahora os tengo acostumbrados, solo será hasta terminar mi último trabajo que en breve podréis leer, como siempre, en relatos individuales.


MIENTRAS ÉL SE PEINÓ HACIA ARRIBA LAS PUNTAS DE SU BIGOTE Y OBSERVÓ A SU ALREDEDOR....

martes, 15 de marzo de 2011

Traición

En ningún rincón del planeta habría lugares peores en los que cumplir condena que en la cárcel. Richard se conformaba con estar sentado en su mugriento camastro, recordando su vida anterior…
Un día de abril, cuando el sol brillaba en todo su esplendor, eran a las doce del medio día. Richard caminaba por un sendero admirando el bucólico paisaje extremeño. Llegaba a la finca desde Londres donde le habían invitado junto a su mujer su compatriota Peters.
Antes de llegar y en un cruce de caminos, se encontró a un hombre que amablemente le saludó haciendo alusiones al tiempo tan maravilloso que estaban disfrutando.
Cuando sus miradas se cruzaron, con una precisión casi absoluta, el hombre sacó una navaja e inexplicablemente intentó asestarle un navajazo cerca del corazón.
Antes de poder siquiera reaccionar y pedir auxilio, dos hombres más se sumaron al ataque al saber que Richard resistía la embestida como un jabato.
En la confusión de la pelea cayó uno de los atacantes abatido por un pinchazo mortal que recibió equivocadamente.
Un guarda rural apareció montado en su caballo y al ver la trifulca y un hombre inerte en el suelo le acusó de asesinato. Mientras, un malherido Richard se quedó mudo de estupor.
Uno de los atacantes llamado “el Chato” llegó a la finca sin resuello y le contó al dueño de la finca lo sucedido. Le pidió lo acordado a Peters. Éste levantó la fusta que llevaba en su mano y le asestó un latigazo quedándolo sin sentido. Después le pidió a los criados que se lo llevaran lejos de su vista…
Richard se sienta dejando caer los pies por el lateral del catre y en el silencio se oyen unos pasos lentos que se acercan a su celda. Se levanta de un salto cuando ve unos ojos negros, brillantes. La voz de Peters se hace sonar con una desagradable carcajada:
- Nunca pensaste que podía venir a verte.
Richard empieza a temblar barruntando que algo grave está pasando, y ese algo, está relacionado con su mujer.
- Ahora no tienes nada que temer- Peters le dice a Richard.
El alivio que le invade es una asombrosa medida de su ansiedad.
La taza de latón cae ruidosamente al suelo rodando hasta los pies de Peters.
El rostro de Peters es tan inconmovible que apenas se le marca una arruga en el rostro. No existía palpitación alguna en los músculos de la cara cuando le dice a Richard:
- Tu mujer está bajo mi protección.
Richard tiene la boca reseca y con una rabia contenida salta a bocajarro y sin pensarlo dos veces:
- ¡Cuando salga de aquí te mataré con mis propias manos!
De nuevo la risa aparece en la boca blanquecina y pegajosa de Peters.
Richard respira con inspiraciones cortas, rápidas, con las fosas nasales bien abiertas como si le faltara el oxigeno del ambiente. El cuerpo le tiembla como una cuerda de guitarra después de ejecutar una melodía.
Peters le da espalda y se despide con un:
- Tu mujer esta en buenas manos.
Estas palabras retumban en el cerebro de Richard como un trueno en la tormenta en los oídos.
Elise, la mujer de Richard de un manotazo se aparta de la cara un mechón del normalmente perfecto peinado. La inquietud le hace pensar y no le gustan para nada los resultados.
Tiene que encontrar una solución. Está convencida que su marido no es ningún criminal y piensa que todo es una equivocación. Si hubiera sido una trampa urdida de antemano…No quería desconfiar de Peters porque estaba alojada en su casa y la había protegido pero Elise notaba un comportamiento en él algo extraño desde que su marido estaba preso en la cárcel. La obsequiaba a menudo con halagos repentinos que a ella le repugnaban.
La cerradura de su alcoba se había roto y por ese motivo no descansaba tranquila al carecer de intimidad.
Una noche la puerta de su alcoba se abrió con sigilo, dando paso por ella a un Peters perfumado y con un batín de seda. Elise no sale de su asombro cuando ve que acercándose a ella le ofrece una copa de champaña.
Elise se levanta de la cama de un salto y con agilidad mental de su cuerpo y de su mente se apodera de ella una rara calma.
-Hola Peters- dice Elise que puede ver la humedad sobre el labio inferior , sus ojos oscuros parecen dos ascuas encendidos por la lujuria.
Elise con una calma irracional, se bebe el champaña pidiéndole charlar un rato. Peters, poseído que tenía encantos ocultos babea cada vez más.
Elise le pregunta por su marido, dándole a entender que ya no le interesa.
Si no hubiera sido por la situación real en la que estaba viviéndole hubieran dado un oscar por su interpretación.
Por su mente pasa una película e interpretando una de sus escenas se acerca a él con coquetería llevándoselo hacia el balcón donde unas opacas cortinas se recogen con unos gruesos cordones de seda.
Y mirándole a los ojos le dice:
-¿Tu, me quieres?
- Todo lo he hecho por ti- responde Peters con énfasis.
- ¿Y mi marido?
- De él no te tienes que preocupar, lo he preparado con mi abogado para que nunca pueda salir de la cárcel.
Elise sigue con su coquetería, coge el cordón de la cortina, se burla de su impaciencia y haciendo que parezca un juego lo asfixia con el cordón.
Minutos después yace tendido en el suelo con la ridícula bata de seda y una mueca de felicidad.
Elise permanece sentada. No sabía cuanto tiempo había pasado ante el cadáver de su enemigo.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Las nieves de Gredos

Llego a la Sierra de Gredos desde Cáceres para acudir a la cita de mi hermano. Miro, siempre que regreso a mi casa, el inmenso panorama que desde la sierra se divisa. Me sobrecoge como la primera vez.
Subo la empinada y amplia curva y veo la entrada de la gran casona de piedra y madera donde mis padres se refugiaron después de una agitada vida en sociedad. La miro y recuerdo cuánto la añoré en mis noches solitarias de estudiante, cuando era un adolescente y la miraba tras el cristal del coche de camino a la Ciudad.
Un montón de nieve flanqueaba la vereda rematada por una hilera de enebros, esparcillas, el espárrago de lobo, la maleagria y la lúcida, todas ellas plantas autóctonas del lugar de las cuales mi madre le gustaba rodearse.
Las ramas de los árboles cubiertas de nieve lanzaban destellos rosados con las luces del ocaso. A unos metros el camino se ensanchaba y allanaba.
Aparco el Land Rover bajo una techumbre de madera y subo con parsimonia saboreando la panorámica que desde la escalera de piedra y madera de roble se puede admirar. Me impresiona como si viviera por primera vez el esplendor de la naturaleza. Las volutas de humo gris-azulado se elevan hacia el cielo desde una enorme chimenea que domina el gran salón. El calor se nota fuera mientras espero que alguien abra la puerta.
Una voz ronca responde “va” con acritud y se abre la puerta que estaba atrancada con una gruesa cadena.
Mi hermano cierra de nuevo la puerta sin apenas saludarme. Entro en el salón sin quitarme las botas manchadas de nieve y echo una ojeada a mí alrededor después de tantos años ausentes. Veo el piano que tantas veces oí tocar a mi madre abierto al lado de la ventana. Una partitura descansa en el atril como esperando que alguien toque una melodía.
El polvo reina en toda la estancia.
Me acerco para entrar en calor y la chimenea está impoluta. Esa chimenea que por sus grandes dimensiones calienta toda la casa. El chisporreteo de los troncos que escupen cenizas están ausentes porque mi hermano limpia una y otra vez con la escoba y el recogedor cualquier brizna de ceniza que pueda salir de la embocadura de la chimenea. Después de sentir el calor, agradecido me quito las botas y dejo que los pies ateridos de frío sientan el placer acercándolos a la lumbre.
Subo a mi habitación y me sorprende el orden. La alfombra, las cortinas, la colcha color caramelo y el viejo escritorio. Todo está perfectamente colocado.
Me tumbo encima de la cama y me pregunto qué hago de nuevo en la casa.
Desde que murieron mis padres nunca más había vuelto a subir.
Cuando me estoy quedando dormido oigo que llaman a la puerta y una voz casi irreconocible para mí llama con familiaridad por su nombre a mi lacónico hermano.
- Tirso ¿Cuánto tiempo? Espero que tengas una buena razón para hacerme subir aquí, al techo del mundo.
Mientras, Faustino se quita el anorak y lo cuelga en la pequeña entrada donde hay una percha y un banco de madera para poner las botas. Ésta es tan pequeña que yo la llamaba el confesionario al estar hecho de madera y ser la antesala al gran salón donde toda la familia se reunía cada día.
Recuerdo a mi madre sentada ante su piano amenizando las tardes de invierno cuando nos quedábamos aislados por las nieves y las ventiscas.
Mi padre nos daba clases de historia y de matemáticas, todo nos parecía fantástico y casi irreal. Éramos los únicos que por allí habitábamos y eso hacía sentirnos parte de la naturaleza.
Después de divagar con los recuerdos me levanto de la cama con desgana y bajo al salón para ver al invitado que acababa de llegar. Fue toda una sorpresa para mí, pero desagradable. Era Faustino, el enemigo número uno que tuve en el colegio, siempre incordiando y ridiculizándome cada vez que tenía ocasión.
Su enorme ego le hacía creer que era gracioso y yo siempre lo odié por su arrogancia. Ahora estaba obeso y descuidado, de su frente perlaban gotas de sudor al calor de la chimenea. Nos saludamos fríamente.
Llaman a la puerta de nuevo y mi hermano la abre. Entra Juan y hace el mismo ritual. Cuelga la pelliza de borreguito, se quita las botas de goma y entra en el salón donde estábamos sentados Faustino y yo. Nos saludamos con la mano en alto como si los allí presentes no nos hubiéramos ausentados tanto tiempo y hablamos de cosas intranscendentes.
A los pocos minutos y cuando estábamos a punto de preguntar a mi hermano por el motivo de la reunión, de nuevo llaman a la puerta. Era Samuel, alto, enjuto y con su clásica nariz de picaporte colorada como un pimiento morrón. Acostumbrado a estar siempre en los sepelios, era propietario de un tanatorio y un crematorio.
Y aunque la tristeza no le venía de su profesión, siempre fue un hombre gris, enigmático y poco comunicativo que nunca tuvo éxito con las mujeres.
Samuel se sacude las botas y protesta a modo de saludo por el mal tiempo y por la ventisca que se aproxima. Se sienta al lado de la chimenea para entrar en calor no sin antes hacer un comentario sobre las gárgolas que la adornan. Mi hermano repite el ritual de barrer la ceniza.
Miro hacia el comedor y me sorprende ver la mesa dispuesta para seis personas. El olor que sale de la cocina es tentador para el sentido del olfato e invade la estancia.
Un teléfono móvil suena y la voz de mi hermano responde hueca. Es Fernando para disculparse, no puede reunirse con nosotros porque la nevada se lo impide.
Todos nos miramos y yo pienso qué demonios pintaba allí Fernando, el mecánico del pueblo si nunca quisimos jugar con él por lo bruto que era.
A mi hermano siempre le gustó la espeleología. Cuando era un niño, mi padre le acompañaba por la sierra y los dos descubrían grutas y lagos. Muchas veces se perdían en las cumbres nevadas y hacían acampadas. Cuando los dos se llenaban de naturaleza volvían a casa satisfechos y siempre traían a mi madre un ramillete de cuernecillos azules que proliferan en lo alto de la sierra. Ella lo ponía con primor en un jarrón de cerámica encima del piano.
Un día mi padre y hermano descubrieron la Laguna Grande en el Circo de Gredos que prolonga su elevado escarpe sobre la fosa del río Tiétar. Fue para ellos todo un descubrimiento y mi hermano desde entonces no tuvo más afición que bajar por las depresiones graníticas hasta inspeccionar las oscuras grutas. Más tarde empezó a dirigir un grupo de especialistas en espeleología.
Era muy feliz con su trabajo y afición y los tres invitados allí presentes formaron parte de algunas expediciones. Yo fui por otros derroteros.
En un fatídico día que exploraban unas pozas, Lorenzo, su mejor amigo desapareció inexplicablemente y desde entonces mi hermano nunca más volvió a hacer ninguna incursión en la Laguna de el Circo de Gredos.
Miro analíticamente a Faustino y creo recordar que se dedicaba a los negocios, no muy claros porque vivía con ostentación, que se casó con una mujer derrochadora sin mesura a la que no le importaba tirar el dinero pues lo ganaba con facilidad. El, con su arrogancia y su enorme tripa daba la sensación de ser un hombre sin escrúpulos. Paso la mirada por Samuel, hombre enjuto, de tez anacarada y nariz transparente que no daba el aspecto de ser un hombre en quien confiar. Sus manos largas y blancas se movían constantemente sin control.
Fernando, el mecánico, era hombre charlatán e insulso de aspecto tosco con el cual no se podía mantener una conversación coherente, hasta el punto que ninguno quería estar con él. No terminó ninguna carrera a pesar de haber empezado tres diferentes. Abandonó todas en el primer curso. Siempre fue un holgazán con suerte que se casó con Teodora, la chica más guapa que jamás he visto yo y a la que conocimos en una verbena del pueblo.
La decisión de Fernando de no presentarse me alegró. Así no tendría que verlo pavonearse presumiendo de lo mucho que había prosperado en la vida.
Yo, Marcial, que aún no me había presentado, soy el que menos pega en esta reunión si no fuera porque ésta es mi casa en donde viví con mis padres. Nunca subí a las cumbres porque sentía vértigo pero encontré la forma de divertirme en un pequeño laboratorio que mi padre hizo en la buhardilla. Allí pasaba muchas horas investigando la flora que me ofrecía el entorno.
Ahora soy profesor en la Universidad de Extremadura, en Cáceres. Llevo una vida tranquila con mi mujer que también es profesora y juntos hacemos un buen tándem.
Mi hermano Tirso, después de dejar su brillante carrera de espeleólogo se especializó en la cocina creando auténticos manjares con las hierbas de la montaña y animales que cazaba en el entorno.
El aire se impregna cada vez más por el denso aroma del venado.
El anfitrión nos llama para que entremos en el comedor y todos acudimos atraídos por el aroma de la comida. Con asombro veo que cada uno de los comensales tiene sobre la mesa su nombre especificando el sitio donde tiene que sentarse. A todos les pareció gracioso pero yo me intranquilicé.
La cena fue exquisita. El venado en su punto de cocción exacto, el vino excelente pero el postre…de eso hablare más tarde…o quizás ahora. Era un licor rosado que me produjo un vuelco en el corazón. Era parecido a uno que utilizaba en mi laboratorio para hacer experimentos. Recuerdo que las dos únicas cobayas que me había comprado mi padre perecieron con la ingesta.
Un presentimiento me hace estremecer ¿de dónde ha sacado mi hermano ese líquido?
Me levanto de la mesa y me voy nervioso hacia mi pequeño laboratorio. Miro con mucha atención pero no veo nada anormal aunque siento que el ambiente está enrarecido y algo está pasando. Una mano se posa en mi hombro, me sobresalto y es Tirso que me dice que me necesita abajo.
Después de la cena y un rato de charla, Faustino empieza a sentirse mal porque la copiosa ingesta había sido mayor que la de los demás. Casi arrastrando lo llevamos a una habitación curiosamente preparada para los invitados.
Después de ayudar recoger la vajilla y lavarla, nos sentamos alrededor de la cálida chimenea con una copa de coñac ofrecida por mi hermano. Unos minutos después las manos de Samuel empiezan a temblar perceptiblemente hasta derramar el líquido de la copa en el suelo. Le ayudo a recostarse en el sillón y se queda dormido al instante, normal después de una suculenta cena y el calor de la chimenea.
Más tarde Juan, que estaba sentado al lado de Samuel empieza a ventosear y babear como si hubiera bebido un vaso de agua con detergente antes de desmayarse.
Sólo quedamos mi hermano y yo frente a frente bajo los destellantes chisporroteos de los troncos quemándose. Nos miramos y mi hermano empieza a hablar. De su boca salen palabras que para mi son incoherentes y a la vez poco tranquilizadoras.
Charlamos de mil y una cosas que nos acontecieron siendo jóvenes, anécdotas intrascendentes sin sentido. Hablamos de la libertad que teníamos para hacer lo que nos placía, de lo que hicimos una noche calurosa de verano en la que entramos por la ventana en casa de la chica más fea de la clase. Cuando cándidamente dormía en brazos de Morfeo le pusimos una serpiente de goma en la cama y esperamos agazapados oír los gritos que salieron de su trémula garganta. Desde entonces nunca más supimos de ella.
Yo siempre me arrepentí de aquella acción, quedándose grabado en mi memoria su voz desgarrada.
Tirso me pide que le ayude a llevar a los tres a la cima de la Laguna Grande en el Circo de Gredos.
Yo me quedo perplejo sin saber qué decir. Quería que le ayudase a encubrir un crimen ¿Qué le pasa a mi hermano? Quizás en la soledad de la montaña se ha vuelto loco. Lo miro aterrado y con su voz ronca habitual dice; si no me ayudas, tú también irás con ellos, no puedo dejar ningún cable suelto.
Mis piernas tiemblan tanto que se puede oír el tintineo de mis huesos, como la cola de una serpiente de cascabel cuando se dispone a atacar.
Caigo desplomado en un sillón y las fuerzas me abandonan, no puedo levantarme. Mi hermano me mira con desprecio y con gran agilidad mete a los compañeros de cena de uno en uno en sacos de plástico que tenía dispuestos para la ocasión. Miro de nuevo a Tirso y unas lágrimas acusadoras resbalan por mis mejillas.
Mi hermano arrastra con calma hasta la explanada de la casa los sacos mortuorios.
Yo sigo sin mover ningún músculo de mi cuerpo.
A Juan, al ponerlo sobre los troncos de la ardiente chimenea que crepitaba, lo rocía con keroseno. Empieza a arder como una tea humana.
Mi hermano me mira a los ojos y me dice que tiene que hacerlo. Me empuja al interior del salón donde se sienta invitándome a hacerlo a su lado.
Mientras, en el cuerpo de Juan, con el calor de la chimenea, van explotando sus órganos cual traca de feria.
Mi hermano saborea con sorbos pequeños su copa de coñac.
- Ellos fueron los que mataron a nuestros padres - dijo Tirso lacónico.
Un día, mientras papá y mamá paseaban cerca de la cumbre, aparecieron los cuatro y los invitaron a pasear en una pequeña embarcación por la laguna verde, cerca de una gruta que todavía no había sido bien explorada. Cuando admiraban la gran belleza natural y paseaban por las transparentes y tenebrosas aguas fueron golpeados en la cabeza y cayeron de la barca hasta ahogarse.
No obstante, parecía una explicación verosímil.
- Pero, ¡cómo puedes saberlo si tú no estabas allí!
- ¡Te equivocas!, desde un saliente rocoso y protegido por la oscuridad filmé todo lo que allí pasó pero no pude hacer nada por ellos. Había un quinto hombre que daba órdenes y al cual no le vi la cara. Lo resbaladizo de las rocas me impedía acercarme y ese hombre llevaba en su mano una carabina que los apuntaba constantemente. No pude ver su cara por estar preso del pánico y eso me desconcierta. No sé si él me vio a mí…De repente, un fogonazo me hizo sospechar que la muerte de nuestros padres podía ser por algo que contenía una mochila que se encontraba en el saliente de una pared rocosa. Desde entonces no dejé de pensar en la venganza y guardé la cinta hasta llegar mejor ocasión. Después de proyectarla una y otra vez observo que en un saliente de la roca había una mochila de color rojo. Me intrigó tanto que volví a los tres días pero con sorpresa para mí, la mochila había desaparecido.
Por eso cuando lo recuerdo creo que tiene relación con la muerte de mi compañero en el Lago Verde. Seguro que fueron ellos los que cortaron la guía cuando él hacía una incursión por el lago Verde. Se quedó para siempre en la profunda oscuridad de la gruta.
- Y el licor ¿cómo lo conseguiste?
- Por unos apuntes que tenías en el laboratorio. Sólo tuve que esperar el momento oportuno para utilizarlo. Ahora me tienes que ayudar.
Saco fuerzas de flaquezas y me montó en el coche fúnebre donde llevamos a los dos hombres que habían pagado por sus crímenes.
El coche sube con dificultad la empinada vereda mientras la espesa niebla nos engulle.
Siento una gran paz espiritual inconcebible en mí mientras veo como los cuerpos enfundados en los sacos de plásticos se hunden lentamente hasta desaparecer en el fondo de la Laguna Grande del Circo de Gredos.
Más tarde, cuando llegamos a la casa, retiramos las cenizas de la chimenea y después de limpiarla ponemos troncos nuevos. Empieza a arder con toda la potencia del leño seco.
Nos tomamos un oloroso café sentados los dos frente a frente mirando como arden los robustos troncos. Miro a mi hermano Tirso, que me devuelve la mirada agradecido por la ayuda que le he prestado.
Un desvanecimiento hace que se caiga del sillón hacia la embocadura de la chimenea. Solo tuve que empujar el cuerpo y enseguida empezó a arder. De nuevo el keroseno estaba haciendo su cometido.
Limpio la ceniza derramada por el suelo y subo a mi alcoba. Recojo la mochila roja repleta de los minerales que me reportarán una suculenta fortuna.
Tirso había sido un buen hermano al ayudarme desinteresadamente.
Mientras salgo de la casa oigo, como en un susurro, tocar el piano de mi madre.
Fernando me espera en la explanada con el motor del coche encendido y una sonrisa se dibuja en mi cara.
El coche rueda carretera abajo y nos reímos regocijándonos en el placer de la maldad. Al tomar una curva cerrada Fernando pisa el freno pero éste no responde y después de rodar algunos kilómetros el coche se precipita por un acantilado donde pasan tranquilas las aguas del río Tiétar.
¿Qué sería la vida sin sorpresas?

miércoles, 2 de marzo de 2011

Virus

Caía la tarde y en el horizonte se asomaba el sol que se despedía tímido hasta el nuevo día.
Lisa, cierra la ventana de su apartamento cansada del ajetreado día que había vivido en el laboratorio.
Su agotamiento no era otro que el no poder dar con la formula exacta que tanto le martilleaba en su cabeza desde algunos meses.
Desde entonces no había tregua para ella en el trabajo.
Su cerebro bullía repleto de ideas pero a la hora de exponer en la práctica , su ofuscación contradictoria de poner un elemento u otro le hacía vacilar, sin llegar a ninguna conclusión.
Esto la exasperaba de tal forma que llevaba noches sin conciliar el sueño.
Una noche en el laboratorio se encontraba sola, sumida en cuerpo y alma en su investigación -creía estar a punto de llegar a su gran descubrimiento -.
Un grupo de cuatro hombres enmascarados y silenciosos como serpientes, en esos momentos vigilaban todas las dependencias del inmueble vacío. Una tenue luz les alerta que habían dado con lo que buscaban.
Lisa no oía nada que no fuera el latido de su corazón acelerado por la emoción que le hacía vivir en otra galaxia que no era la terrenal.
Y cuando estaba trabajando y pasando del bacón de destilación al tubo de refrigeración la materia prima de la vacuna... un grito ahogado salió de su garganta cuando uno de los cuatro hombres encapuchados le tapó la boca con un paño empapado de cloroformo. Al instante, su cuerpo cayó inerte al suelo ante la complacencia de los desalmados.
El más alto con voz de mando, ordenó que se destruyera todo lo relacionado con la investigación. En esos momentos, el ordenador personal de Lisa transmitía escuetamente los logros de Lisa.
Uno de ellos avisó de lo que estaba pasando en el portátil y segundos después el preciado contenido de éste era destruido con un golpe certero que lo dejaba hecho añicos.
Por su aspecto se podía deducir que no eran científicos ansiosos de robar una fructífera formula. Eran hombres que se alquilaban por su fuerza y maestría en el arte mercenario y que se vendían al primer y mejor postor que les pagaba generosamente.
Los apuntes y cuadernos que se apilaban en la mesa de despacho fueron rotos y esparcidos por el suelo como después de una batalla.
Uno de ellos, con un bate de béisbol que llevaba en su mano como arma defensiva , rompió de forma despreciativa y sin miramientos un frasco de Etanol, que cayó al suelo esparciendo su contenido inflamable que llegó al pequeño infiernillo que encendido hizo que gorgoreara la sustancia preparada para la investigación.
El laboratorio en unos momentos se convirt5ió en una bola de fuego.
Los cuatro hombres salieron corriendo fuera del edificio satisfechos por el trabajo bien realizado.
Mientras, Lisa era despedida por la explosión a una dependencia protegida por paredes de acero y cemento. Al entrar su cuerpo inerte en la habitación, las puertas de seguridad se cerraron automáticamente salvándola de una muerte segura.
Cuando llegaron los bomberos todo estaba destruido a excepción del pequeño cuarto donde se guardaban importantes y valiosos documentos de investigación avanzada. Allí se encontraron con la investigadora que fue rescatada con vida aunque su cuerpo mostraba más del treinta por ciento de quemaduras de primer grado.
La recuperación de Lisa fue lenta y dolorosa pero eso no le impidió que perdiera la ilusión por su trabajo inconcluso. Entonces más que nunca estaba segura de que su hallazgo era muy importante para la humanidad. Por eso había alguien interesado en que no saliera a la luz.
En cuanto se encontró con fuerzas, lo primero que hizo fue una llamada.
-¿Alfonso?, soy Lisa. ¿Recuerdas los documentos que te di para que los guardaras en tus archivos?
-¡Cómo no! Aquí están a tu disposición. Y me alegra que estés de nuevo entre nosotros.
- Gracias, eres un tesoro.
-Cuando quieras te los llevo a tu casa.
-No es necesario Alfonso, mandaré a mi hermano Jorge a recogerlos.
-Te agradezco lo que has hecho por mí. Gracias a ti, mi trabajo no ha sido en vano.
Una hora después se miraba al espejo satisfecha. Su cara ya no era la misma que se veía cada mañana al levantarse tan solo hacía un año.
Pero estaba satisfecha ahora y se veía más atractiva que nunca. Su peluca hecha a medida importada de Londres le daba un aspecto más juvenil le favorecía exageradamente. Su nariz, antes respingona, ahora lucía pequeña y perfecta. Sus labios carnosos parecían de una estrella de cine.
Solo le había quedado una secuela, sus piernas… que ella sabía disimular con unas preciosas medias y sus lesionadas manos, que con elegantes guantes de Dolce & Gabbana pasaban desapercibidas.
Lisa en todo el tiempo que paso en su recuperación seguía entusiasmada por volver a retomar su trabajo.
Un viernes alguien le mandó a casa una invitación para asistir a una interesante conferencia con respecto a las últimas investigaciones logradas.
Lisa se puso más elegante que nunca, entró en la sala de conferencias y se sentó al lado del Doctor Bernat. Este la miró de soslayo sin reconocerla.
La conferencia fue muy interesante, la disertación amena. Su contenido era dar a conocer aspectos de los avances de la ciencia.
Nadie mencionó el atentado de los laboratorios Centrales, ni de los valiosos documentos que allí se guardaban y que desaparecieron con el incendio cuando ella trabajaba en ellos.
En el cóctel de clausura alguien se acercó a Lisa y se presentó como el Doctor Oliva. Después de charlar de nimiedades y de tomarse más de dos copas de champagne, empezó a comentarle con sorna que una osada y entrometida investigadora se atribuyó el haber descubierto la vacuna contra la enfermedad de la piel azul. Hasta se había atrevido a decir que lo presentaría en el simposium internacional que se celebró en Toledo ante los más prestigiosos científicos del mundo.
También le comentó que no pudo hacer efecto su locura por un accidente fortuito que la quitó de la circulación. Su boca se abrió con una sonrisa vacía de gracia.
Al oír esas palabras, Lisa sintió un repentino escalofrío.
Todos los allí reunidos sabían que la investigadora había estado realizando milagros obteniendo unos avances tan asombrosos que hacían cambiar el mundo de la enfermedad epidérmica que podían tener efectos cuantificables en nuestro mundo físico.
Lisa lo miró y le sonrió coqueta.
Pidieron otra copa de champagne y salieron los dos a la terraza desde donde se podía disfrutar de una puesta de sol inenarrable por su belleza.
Charlaron con desenfado y cuando el Doctor Oliva intentó besar los carnosos labios de Lisa, una jeringuilla llena del contagioso virus de la enfermedad de la piel azul fue inoculada en el brazo derecho del Doctor. Éste no reaccionaba, solo pudo abrir los ojos desmesuradamente mientras le invadía un gran terror.
A lisa se le encharcó el corazón dejándola casi sin respiración. Mientras, una sonrisa de desprecio asomó por sus sensuales labios.
Una sola acción del ser humano puede literalmente transformar el mundo.
Y aprendió que entre la demencia y la genialidad hay una frontera muy fina.