viernes, 23 de marzo de 2012

El estanque (1ª parte)

Dejo mi Suzuki todo terreno aparcado en un recodo del camino y subo a pie por la pedregosa vereda cubierta de retamas y zarzales repletos de jugosas moras.
Todo está en estado salvaje y solitario desde que mis hermanos y yo dejamos la casa paterna para ir a estudiar a un internado de Cáceres, ahora al volver el entorno se me antoja desolador.
Las paredes de piedra que confinan el camino aparecen en estado lamentable y están casi derruidas, pero a pesar de todo, yo sigo mi camino ansioso de llegar a mi casa tantos años añorada.
Un perro con aspecto cansado y solitario acompaña mis pasos y camina junto a mí. Ni siquiera ladra, sólo me mira de vez en cuando.
Se divisa la casa, está estática, sin vida, vacía. No muy lejos, el estanque cenagoso y solitario me recuerda las tardes de verano cuando con mis hermanos solía bañarme.
De esto hace ya más de veinte años y ahora, frente a la casa, todo me parece diferente, más pequeño que en mis recuerdos. Los viñedos a los pies de la casa hacen filas como los soldados en un cuartel y los olivos coronan un montículo desde donde se divisa el pueblo. Allí mi padre hizo construir un mirador que le llamábamos “el mirador del cielo” porque mi madre decía que si alargabas los brazos lo podías tocar.
Separo las hojas secas que taponan el umbral de la casa y abro con decisión pero con respeto porque mi corazón se desboca. Observo la escalera empinada y sus peldaños desiguales. Por un instante no me parece mi escalera, el zaguán aparentaba haber menguado y todo me parecía muy extraño.
Subo a la alcoba que ocupaban mis padres y todo está igual. La chimenea a un lado de la habitación mantiene, en su repisa de madera, los mismos adornos de siempre, aquellos que a mí nunca me dejaron tocar.
Entre ellos estaba la cajita de color rojo que mi madre cerraba celosa con una llave que llevaba colgada del cuello.
Salgo del dormitorio y me invade la curiosidad morbosa que siempre tuve por saber qué es lo que puede haber dentro de la misteriosa caja roja que mi madre guardaba con tanto celo.
Me voy a la cocina cierro los ojos por unos instantes y mis sentidos recuerdan el olor a pan recién horneado que solía hacer mi abuela, y de el frite de cordero que tanto le gustaba a mi padre, también imagino el chisporreteo que hace la carne en el sofrito.
Sigo mi ruta por las estancias de la casa como si fuera un turista ávido de descubrir cosas nuevas.
Entro en la habitación de mi hermano mayor. Está igual que siempre. Todo en orden. El barco con que jugábamos en el estanque, aunque lleno de polvo, parecía estar esperando que lo utilizasen. Allí también están el balón, los patines, la raqueta de tenis con la que jugábamos a veces con pequeñas piedras haciendo el gamberro.
Miro por la ventana el campo empapado de sol, donde emerge fina, tenue, una cadena de colinas donde se transforman al mirarlas en un día limpio de otoño.
La visión de la panorámica me sobrecoge haciéndome estremecer.
Entro en mi cuarto donde he vivido antes de salir huyendo. En las estanterías están los libros de aventuras que solía traer mi padre de sus viajes a la ciudad, inculcándonos así el hábito de la lectura.
Todos los leía con voluntad y buen deseo. Cuando empecé a comprar los libros con mi dinero empecé a elegir los autores modernos que más me gustaban aunque algunos no los adquirí muy honradamente. Eran prestados y yo no los devolví porque no quería privarme del placer de tenerlos en mi biblioteca, que ahora miro con nostalgia.
Tomo uno de los libros en mis manos y lo ojeo intentando leer. Pero lo echo a un lado. Dentro hay pasajes señalados con lápiz. Las lágrimas acuden a mis ojos.
Hay cuadernos donde en la tapa garabateada se puede leer con dificultad mi nombre y los recuerdos se van juntando. Hojas, cuadernos, cartas. Ahí estaba toda mi niñez en una habitación desde cuya ventana se podía ver el infinito.
Al anochecer veo como las sombras corren como espectros de tronco en tronco de los castaños estáticos recoloreándolos hasta recorrer todo el campo y morir en el horizonte.
Recuerdo que de pequeño siempre me perdía en el juego de matices suaves de sombras transparentes hasta el punto de no oír nada más que el pálpito de mi corazón.
Mi vida ha viajado tiempo atrás porque todo lo veo con extraordinaria nitidez, salgo a la calle y me siento en el poyete que precede a la puerta de la casa.
Y otra vez la dichosa cajita roja que tanto me obsesionaba cobra de nuevo mi interés, saber que había dentro. Subo la escalera decidido y busco algo con lo que pueda abrirla y encuentro en un cajón del cuarto de baño una lima metálica, hago palanca y abro lo que tanto me obsesiono cuando era niño.
Dentro de la caja y en un pequeño saquito de terciopelo hay cerrado con una cinta de color verde una pequeña piedra que brillaba como una estrella en una clara noche de verano. Tan hermosa que mis pupilas se dilatan de emoción porque nunca mis ojos habían visto nada parecido
Recuerdo que mis padres, marcados con el hallazgo de la piedra, empezaron a distanciarse tanto que nunca antes habían discutido y desde entonces empezaron ha llevarse mal, sus diferencias se hacían cada vez más notables, discutían por todo. Así de la noche a la mañana cambió en el ambiente de la casa, mis progenitores llegaron a mirarse con odio cuando creían que nadie los veía. Mi madre prohibió las risas y a veces nos miraba como si fuéramos extraños a mis hermanos y a mí.
Mi abuelo tampoco escapó de la influencia de la piedra, parecía amargado y ya no jugaba con nosotros. La casa que siempre antes me pareció bonita ahora se me antojaba fea y desagradable desde los tormentosos momentos que viví en ella con desconsolada angustia infantil.
Fue todo desagradable, sin entender qué desencadenó la tragedia familiar y qué era lo que pasaba para que ningún miembro de la familia volviera a sonreír Yo cada día soñaba con escapar a un sitio lejano para nunca más volver.
En mi cabeza de niño nunca comprendí porque una tarde de otoño y cuando regresaba del colegio, unos señores con sombrero negro se llevaban a mi abuelo, subiéndolo a un coche y él ,con una sonrisa que más bien parecía una mueca, nos decía adiós.
Mi madre nunca nos habló de ello y cuando preguntábamos por él su respuesta era siempre la misma, que había tenido que ir de viaje al extranjero por un trabajo muy importante y que pronto regresaría. Pero eso no paso y nos empezamos a hacer mayores. Nunca jamás mis hermanos y yo volvimos a preguntar por él.
Ahora, con la piedra en la mano, me vienen muchos recuerdos escondidos en mi pequeña cabeza y mis piernas de hombre maduro se agitan como las hojas de un árbol en una brisa suave.
Mi madre siempre fue mujer altiva, y estaba poseída de tener una belleza excepcional, siempre le gusto el lujo, era la mujer más bonita y mejor vestida del pueblo cuando asistía a la misa dominical. Mi padre, nunca le quitaba ningún capricho y le gustaba exhibirla como un preciado trofeo. El abuelo que vivía con nosotros dejaba vivir.
Un día, mi padre viajaba en el tren camino de casa después de estar unas semanas en Barcelona. Había ido por asuntos de la finca y se sentía angustiado por que no le habían salido los negocios como el esperaba. La finca, en esos momentos, se encontraba con un déficit casi imposible de recuperación. Por eso tuvo que ir a Barcelona para que sus parientes catalanes le ayudaran a remontar la situación. La cosecha había sido mala, la aceituna escasa, la almendra casi toda se perdida por falta de riego… y así metido en sus pensamientos, no se dio cuenta que unos hombres se sentaban en el asiento frente a él.
De pronto, en el vagón en el que el viajaba se forma una trifulca en el que se ve envuelto sin querer. Las pistolas y las navajas aparecieron en manos de sus compañeros de viaje y mi padre atemorizado sin saber qué hacer, se esconde debajo de un asiento desde donde ve cómo un hombre herido de bala cae a su lado. Le alarga una mano manchada de sangre pidiéndole auxilio pero mi padre no pudo moverse paralizado por el miedo. La mirada de ese hombre nunca la pudo olvidar.
El terror que vivió mi padre hasta la parada de la próxima estación donde esperaba la policía, fue para él interminable, como si viajara en un carrusel desbocado y sin control. En la angustiosa espera agazapado bajo el asiento, algo le cayó en la cabeza y con temor lo cogió y lo guardó en su bolsillo sin saber que era ni porqué lo hacía. Más tarde, cuando llega a casa y le enseña a mi madre lo que ha encontrado ésta lo guarda con avaricia hasta que vinieran tiempos mejores. Desde entonces una ambición desmedida se apoderó de ella y eso hizo que mi padre por temor a su enojo no dijera nada a la policía. lo guardó bajo llave dentro de una cajita roja (la que ahora tengo en mis manos)y que me quema como si fuera un hierro incandescente.
A la mañana siguiente la prensa se hizo eco de un robo en la casa del Cónsul de Turquía en Cataluña y hubo un gran revuelo en una pequeña localidad del Ampurdán donde se buscaban los atracadores de la casa solariega.
Mi padre ajeno a todo lo que estaba pasando y sin querer enterarse de nada siguió con su trabajo sin apreciar que estaba siendo observado muy de cerca por un hombre desconocido y que a éste al mismo tiempo, le seguía la policía pisándole los talones.

Continuará...

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