jueves, 10 de mayo de 2012

El estanque (final)

Al día siguiente no podía mover la pierna el hinchazón pues el dolor no me lo permitía. Decidí ir al hospital antes que se despertaran los invitados,  pero lo pensé mejor y me tomé la medicina que le había recetado el médico a Linda. Ella había mejorado y me animó pensar que quizás a mí me pasaría lo mismo.
Dos días después, los invitados se fueron satisfechos por conocer mi encantadora tierra. Los días que siguieron fueron en soledad, monótonos, pues nos quedamos los dos solos en la finca y la doncella de servicio había librado unos días para descansar después del ajetreo.
Yo no me encontraba bien y Linda tampoco. Cuando creía que no la miraba, la encontraba con los ojos puestos en el horizonte, perdidos y esto no me parecía nada normal. Linda no era la misma o quizás era yo porque ya dudaba si vivía el pasado o el presente, todo en mi cabeza estaba confuso.
Hasta aquel día en que Linda encontró la rosa habíamos gozado de mucha felicidad pero luego la casa me empezó a obsesionar y el jardín pletórico de bellezas de color y aromas se me antojaba gris y reseco.
Una noche y cuando el insomnio hacia mella en mí vi como el labriego paseaba por la vereda de pizarra que conduce a la puerta principal de la casa. Desde mi balcón lo oí hablar con alguien por el teléfono móvil y señalaba la casa. Después colgó, lo miró con furia y fue a parar al suelo donde lo pisoteó. Me quede sorprendido ante semejante actitud.
Eran ya las cuatro de la madrugada y  me fui a la cama.
 Desde que observé esa escena, tuve miedo y decidí marcharme de la casa lo antes posible. Podíamos vender la finca y volver a Nueva York. Se lo comuniqué a Linda e intentó persuadirme de lo contrario aunque yo cada día que pasaba estaba más decidido a marcharme.
Mi herida había cicatrizado de un día para otro, igual que le pasó a Linda pero  desde entonces yo no me veía el mismo. Me empezó a gustar todo aquello que antes odiaba y mi obsesión por lo bello desapareció. No quería subir al mirador y las aguas transparentes de la piscina se volvieron verdosas con una capa de asquerosa nata grisácea producto de las hojas muertas. Las golondrinas no bajaban ya con su jolgorio trinar en grupos a beber de ella, nadie le limpiaba el fango al almendro que daba sombra a los relajados bañistas, estaba reseco y ya no daría nunca más flores blancas, se había marchitado.
Todo empezó a deteriorarse y yo mismo me veía como si fuera un viejo al que no le interesaba nada, cansado hasta de soportar el peso de su propio cuerpo.
Linda había perdido su encanto y su bello pelo de color azabache se estaba blanqueando por las canas.  Sus ojos rasgados lucían casi cerrados y su cuerpo, antes esbelto, aparentaba veinte kilos de más. Todo cambió en muy poco tiempo y cuando quisimos salir de la finca ya no podíamos, no teníamos fuerzas en las piernas. La doncella de servicio nunca más apareció por la casa, nos quedamos solos en medio de la nada. El único que quedaba era el labriego que un día llego y se quedó sin yo preguntarle de donde venía.
Una tarde otoñal y cuando los árboles se desnudan para estrenar un nuevo ropaje en la primavera, entro en el salón de la casa y me siento cansado en un sillón que hay frente a la chimenea. Miro con detenimiento el cuadro que está encima de la chimenea frente a mí. Nunca había reparado en él pero mirándolo con detenimiento veo que es el retrato de mi abuelo. Veo sus ojos negros acusadores y un temblor me recorre el cuerpo. Asustado, bajo la mirada a la chimenea y el chisporreteo de la leña al arder me hace ver una caja.
¡Era la caja roja! Miro sin querer el retrato y los ojos de mi abuelo parecen acusarme de algo muy grave.  No sabía qué hacer, no podía moverme del sillón donde estaba sentado, las fuerzas me habían abandonado. Miro hacia un lado y veo a Linda en estado indolente, pasa un segundo y la veo con horror desmadejada con los brazos caídos y la boca abierta. En ese momento yo me siento atrapado como una mosca en la tela de una araña.
 ¡Está muerta!
Subo la mirada de nuevo hacia el retrato y una sonrisa sádica se refleja en los labios de mi abuelo. Quiero levantarme pero no me puedo mover, sigo estando atado al maldito sillón.
 La carta con la rosa roja todavía la llevaba en el pantalón y me quema la pierna. El dolor es horroroso y no lo puedo soportar. Mi abuelo ya no sonríe, ríe a carcajadas.
El rostro pálido de cadáver de Linda me asusta y se me nubla la vista, siento ahogo.
Desde el cuadro arrojan a mis pies una rosa repleta de espinas, oigo voces, voces discordantes.
Eran las voces de mis hermanos que como siempre discutían por todo. Después de un estruendoso portazo, una voz gélida los hace callar.
Es la voz de mi madre, y yo sin salir de mi asombro descubro que estamos todos en la casa. Pero no oigo a mi padre, ¿donde está?, mi querido padre…
 Cuando alzo la mirada hacia el retrato de mi abuelo su mirada es amarga, no sonríe y una lágrima humedece el lienzo.
La puerta del salón se abre y el labriego se acerca a mí, recoge la rosa y un sudor frió recorre mi maltrecho cuerpo.
- Es suya señor.
Y me da la rosa mientras me mira de soslayo el retrato de mi abuelo.
El corazón en ese momento me falla y cuando mi alma flota en el ambiente esperando me lleven a mi nueva morada, veo con estupor como mi abuelo juega con el labriego una partida de mus.
En ese momento creo haber resucitado o lo que quiera que sea la vida después de la muerte. Oigo a mi abuelo hablando como un alma muerta mientras a mí me lleva una suave corriente ascendente y placentera y arriba una mano blanca con una herida en medio me llama en susurros de extramundo.
En ese preciso instante, en que mi abuelo ya había reunido a toda la familia y nos tenía a todos bajo su poder, los cerezos impregnaron el aire con su intenso y sensual aroma, ese olor que se transportaba con nosotros al más allá.

No hay comentarios :

Publicar un comentario