jueves, 7 de junio de 2012

La convención (parte final)

La situación se hizo tan insostenible  que nos tuvieron que dar sedantes para controlar la histeria colectiva cuando la noche extendía su negrura como un pájaro negro extiende sus alas sobre las cavilaciones.
Yo sentía, en esos momentos transcendentales, un amasijo de pasiones incontroladas contra todos aquellos hombres.
La policía a las seis horas siguientes a la muerte del congresista alemán, afirmó que a la hora de su muerte estaba drogado y borracho, incluso que había tomado pastillas para dormir.
Todo parecía que era una confabulación para derivar las sospechas sobre otras cuestiones.
Pero esto no llevaba a la conclusión de las pesquisas.
Desde el primer suceso se había puesto en marcha una maquinaria que no se sabía quien la conducía.
La noche siguiente tampoco se pudo dormir, algo extraño estaba pasando que nadie sabia aclarar, y de nuevo, cuando cayó la noche nos reunieron en una sala cercana a la cocina. La luz se apagó de repente, eran las doce de la noche, el viento soplaba haciendo temblar los cristales de las ventanas, alguien dijo, casi gritando de terror, que era la hora de las brujas.
Nos quedamos en la oscuridad más absoluta durante unos minutos ya noche era negra como el brocal de un pozo. De pronto, el viento cesó y todo parecía pender de la nada. Un grito apagado suena en una esquina de la sala pero nadie se atreve a abrir la boca cuando a uno de los congresistas le cae encima un cuerpo que se aferra fuertemente a su brazo. Unos minutos después se encienden las luces, deslumbrando nuestros ojos cegados. En una esquina del salón uno de los farmacéuticos aparece ahogado con una naranja atascada en la garganta.
Los hombres que se encontraban en aquella sala ya no eran hombres importantes, ahora eran simples mortales ante una amenaza invisible.
Un ruido extraño y tenebroso nos hace enmudecer, segundos después la tierra empezó a temblar y la lámpara que pendía del techo cayó con estrépito al vacío llenando el suelo de la sala de diminutos cristales.
Nadie se movió de donde se encontraba, solo se podían apreciar ojos desorbitados por el espanto.
Aquello parecía una auténtica pesadilla. Nos sentíamos acorralados y alguien tenía que ser el culpable.  Todos nos mirábamos con recelo y nadie confiaba en nadie, la situación se hizo insostenible.
Aquel día la policía decide trasladar a Madrid a todos los congresistas que quedaban con vida por su seguridad. Por la mañana y después del desayuno, un furgón blindado de la policía, se paró ante el hotel para llevar a todos los congresistas que quedaban vivos a Madrid.
Una vez todos acomodados dentro del vehículo, parecían más calmados. Yo me quedé en el hotel por orden de la policía, para interrogarme y saber si había oído alguna conversación fuera de lugar entre ellos.
Mientras estábamos en el interrogatorio, suena un teléfono en alguna parte y yo levanto la cabeza sorprendido de que nadie lo cogiera.
El comisario de policía después de reflexionar unos minutos me dijo que creía que había varias cosas que no le había contado y él lo sabía. Yo me quede mudo dominado por la sorpresa y tembloroso por la acusación que veía venir.
Algo en mí se escapaba a la capacidad de entendimiento.
Minutos después, el jefe de policía coge el teléfono indolente para ser informado por su interlocutor del nuevo suceso acaecido en el itinerario que hacían en esos momentos los congresistas. Le oí decir: ¡No puede ser! y en su garganta se percibió un suave estrangulamiento.
El policía consternado comentó que el chofer del coche celular, era nuevo y no había hecho nunca ese recorrido, desconocía las peculiaridades de la carretera la cual era estrecha y bordeaba un precipicio. Cuando faltaba muy poco tramo para llegar al desvío y coger la autovía de Madrid, una enorme piedra se desprendió de la montaña y cayó en medio del camino interceptándolo. De repente, una copiosa lluvia que empezó a caer del cielo  y el coche se balanceaba por la desigualdad de la carretera que, a consecuencia de la lluvia, se convierte en una riera improvisada de agua y barro.
El silencio dentro del coche se hace patente, se encuentran en una situación muy peligrosa. El camino se empieza a deshacer como un terrón de azúcar y despacio, lentamente, el furgón se desliza hasta quedar suspendido en una cornisa que milagrosamente había puesto la naturaleza.
La lluvia ya había cesado y una niebla pertinaz y espesa amenazaba con engullir todo lo que estaba a su alrededor.
El conductor pulsa tembloroso el botón que da la alarma a la comandancia para casos de emergencias pero no recibe contestación.
Estuvieron suspendidos de la cornisa más de una hora que se les hizo una eternidad.
De repente, una mano misteriosa agita con brío la rocosa cornisa, sintiendo que de un momento a otro se puede desprender la roca y caer al vacío. El silencio se podía masticar.
Más tarde, un helicóptero de la policía al no tener noticias de furgón sale en su búsqueda. El rescate fue laborioso por lo abrupto del terreno.
Después de saberse en el hotel lo sucedido, mis piernas empezaron a flaquear, no me sostenía en pie y mi cuerpo empezó a temblar como una hoja en día de viento. Caí al suelo con desmayo.
Horas después despierto en mi habitación, y siento de nuevo esa ráfaga de viento helador.
Ante mí, un cuaderno abierto me pedía que lo leyera, me encuentro solo y bajo los efectos de un suave sedante. Abro el cuaderno y con temblor en las manos leo:
El 4 de septiembre del 2001 se experimentó una vacuna destinada a combatir la enfermedad llamada “Escorpión” en una tribu perdida de Brasil. Se hizo el experimento sin el consentimiento de las autoridades sanitarias, dado que no estaba totalmente perfeccionada. Esto ocasionó que la mitad de la tribu pereciera bajo sus efectos nocivos.
El brujo de la tribu al ver como su pueblo moría después de ingerir esa poción que le daban esos extranjeros que se hacían llamar sanitarios, hizo un hechizo para los culpables y cumplió su venganza haciendo que murieran uno a uno devorados por su ambición.
 Cerré el cuaderno. Lo guardé sin saber que hacer con él, sintiendo como una tempestad se estaba desenvolviendo en los paisajes recónditos de mi corazón.
Mi idea nunca fue el verme involucrado en la fatalidad de la muerte                  .
A la mañana siguiente y después del desayuno Margarita me esperaba en su Mercedes clase A.
Entro en el coche y me siento a su lado pensando en los congresistas, esos hombres que se creen ilustres, haciendo experimentos con seres humanos y que  ahora se me antojan fantasmas, impertinentes sombras que tienen el mal gusto de mostrarse ante la gente.
Tal vez yo salvé mi vida pero desde ahora nunca seré la misma persona.
Después de rodar unos metros que me alejan del siniestro escenario, miro hacia atrás para ver de nuevo el castillo que hacía de hotel. Veo con horror como una nube gris parda, se posa sobre las torres y en unos segundos desaparece el edificio.
Dentro del coche y con la mirada perdida entre las sombras intenté apartar de mi mente el motivo que me angustiaba y miré de frente. La magia nunca había sido mi fuerte.
Margarita puso su calida mano sobre la mía con una sonrisa extraña que aún no he olvidado
A los sueños, sucede el despertar y al despertar, la realidad. Cuando te miras al espejo del lavabo para despejar tus legañas, sólo te queda el consuelo de que, quizás los sentimientos hayan sido, eso, solo un sueño.
Esta experiencia onírica, será la que me haga sentar la cabeza, para no buscar más aventuras.

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