jueves, 19 de julio de 2012

La coleccionista de arte

Casi toda la vida de Magdalena Contreras se prestó a ser envuelta por la luz de su leyenda. Era una mujer joven, rica y atractiva, enamorada  coleccionista del arte hindú. Aunque su residencia la tenía en la ciudad de Cáceres, ella frecuentaba los más altos y exquisitos ambientes de Madrid, siendo siempre una importante invitada en las recepciones ofrecidas  por la embajada de la India en España. En una de estas reuniones, al pasar por un grupo de caballeros oyó que preparaban una  expedición por las Indias Orientales. Magdalena escuchó hasta el final de la conversación disimulando mirar unos de los cuadros colgados en la pared que estaba junto a ellos. Mientras, se entusiasmaba con la idea de poder ir a la tierra que siempre la fascinó.
Y puso inmediatamente en movimiento el mecanismo de amistades influyentes  para poder ser incluida en la expedición. Poco tiempo después, complacida, recibe la carta de admisión en la expedición. Y en apenas dos semanas emprendió el viaje que resulto  a pesar de sus dudas, placentero y lleno de anécdotas agradables por los compañeros de la expedición.
Emprendió un viaje en tren entre numerosas tormentas de primavera. Los rayos hacían que se iluminase el vagón una y otra vez. Abundantes gotas de agua se deslizaban por los cristales de las ventanillas en precipitado tropel, haciendo un velo semejante a una tela de araña distorsionando el paisaje.
Días después llegan al estado de Maharashtra. Al día siguiente de su llegada y para su sorpresa el conserje del hotel le entregó en mano un sobre que contenía una invitación para asistir a una cacería de tigres.  Ella no era partidaria de ese mal llamado deporte pero aceptó para así poder escudriñar de cerca los lugares que para ella tanto misterio guardaban en sus entrañas.
Al amanecer, la expedición se dirigió a Ajanta en el distrito de Aurangabad, localidad célebre mundialmente por sus grutas artificiales, pintadas y esculpidas por el culto budista.
 En la cacería hace amistad con un joven porteador. Magdalena le cuenta sus inquietudes por saber los misterios de esa tierra, y con astucia lo  sobornó para que la apartase de la partida sin ser vista y así poder recorrer los parajes más pintorescos de la región. El muchacho complacido acepta la propina y una vez solos se dirigen a un lugar donde desde un promontorio se podía divisar una amplia garganta en forma de herradura.
Después de caminar  un largo trecho, cansada, decide descansar, pero al apartar con sus manos unas ramas que tapaban una pequeña roca para sentarse, de repente ve que tras unos matorrales había una gigantesca estatua de Buda, tallada en un gran risco que parecía mirarla fijamente con sus grandes ojos de color topacio que parecían sorprendidos al verse descubierto. Las manos del Buda empezaron a moverse con el gesto de estar impartiendo una muda bendición.
Impresionada, llamó al muchacho pero éste no la escuchó. Un gran tigre de Bengala se encontraba vigilante en lo alto del promontorio y la miraba fijamente mientras un color inundaba el espacio, un azul denso, resplandeciente, rutilante,  que hacía empequeñecer el cielo de la mañana.
En el silencio se oyó un disparo dirigido al tigre que al errar hizo huir a la fiera. La intensa  emoción que sintió Magdalena hizo que su pecho se inflamara por la agitación de su respiración.
De nuevo llama al muchacho con voz trémula y acude ente ella disculpándose por no haber podido abatir al animal y protegerla. Recuperada de las emociones, observa que junto al Buda había parcialmente tapada  una oscura entrada que penetraba en las entrañas de la montaña.
 Magdalena ayudada por el muchacho, aparta las ramas secas de la entrada de la cueva y entran con sumo cuidado,  Los primeros pasos son por un lecho de hojas secas que crujían a cada paso que daban. Dos antorchas ancladas en la pared parecen esperar que las enciendan. Una vez encendidas proyectaban en la oscuridad un trémulo resplandor rojizo.
Caminan unos cuantos metros y  el estrecho pasillo se ensancha, el tronco de un árbol carcomido les impide el paso hacia la amplia estancia que aparece ante ellos. Todo era tan bello y a la vez tan extraño que los dos vibraron de emoción.
Abigarrados frisos  de personajes se mostraban en la pared, radiantes de belleza. Deslumbrados, admiran dos inmensos elefantes que esculpidos en la roca en posición de alerta flanqueaban la fachada. Un asombroso júbilo apareció en la cara de Magdalena, había encontrado un tesoro oculto. Se adentran y ante sus ojos aparece un océano de columnas que hacían de pasillo hacia un altar donde solemne. Sentado, estaba representado un Buda.
Las paredes pintadas contaban episodios de la vida de Buda y de sus ”játakas” o reencarnaciones. También quietos, estáticos, estaban los llamados ”compasivos” o ”bobhisattvas”, que son los que alcanzan la iluminación. Esculpidas en el suelo, figuras de “apsaras” o bailarinas celestiales que con el movimiento de sus cuerpos parecían querer alcanzar el cielo. En la contemplación de tanta belleza a Magdalena  le invadió una suave calma.
Las columnas también  se mostraban pintadas con figuras de gran realismo y riqueza cromática, todas ellas expresaban una espiritualidad destinada a despertar la devoción de todo aquel que lo contemplaba. De repente, de las columnas empezaron a desprender luces blancas como estrellas de plata que quedaron eclipsadas ante la iluminación que empezó a irradiar de la figura de Buda, de un azul intenso cristalino, perfecto, como un cielo iluminado que se difundía por toda  la estancia. El joven ante tanta manifestación de luces se trastornó y dando alaridos llenos de pavor, salió de la cueva desapareciendo.
Magdalena confusa, no conocía, ni siquiera recordaba el haber alcanzado semejante grado de percepción, porque dudaba si lo que estaba viviendo era real o simplemente se había convertido en una sustancia pensante, inmaterial. Se sentía en esos momentos suspendida en el vacío de un vasto universo.
Asustada sale precipitadamente del Santuario llamando a gritos al muchacho, pero el joven no está, se encontraba sola, perdida ante un impresionante paisaje boscoso. Desorientada, caminó sin rumbo. El terror empezaba a dominarla porque pronto la noche tendería su manto negro. De repente, creyó escuchar un torrente, tenía que tener cuidado, estaba anocheciendo y cerca de los torrentes siempre  suele haber un considerable desnivel de terreno. El murmullo del agua estaba cada vez más cerca y a unos metros ante ella aparecen unas cuantas cascadas, que el agua, en su caída, se difumina proyectando miles de maravillosos colores.
Abajo y desde el valle, apenas logra ver los contornos irregulares de una superficie rugosa y de color gris- Asombrada  ve que sobre las abruptas paredes de la hondonada hay grutas escalonadas que se entrecruzan partiendo desde el fondo de la roca.
Con la voz quebrada por la emoción de pensar que las cuevas podían estar habitadas, llama una y otra vez,  pero nadie se asoma a la balconada que atraviesa  la roca de lado a lado.
Decide subir en algún sitio  porque tenía que pasar la noche. De repente, una esperanza renació en ella.
 ¡Tenía que haber algún habitante!
¿Y si no hay nadie?, se preguntaba para darse ánimos. Mientras, pensaba en la posibilidad de que alguien tenía que haber que la ayudara. Dentro de la cueva una figura de hombre, se  movía sigilosamente. Llena de terror, al saber que se encontraba sola, escaló la pared por unos peldaños esculpidos en la roca, mientras era bañada por el vapor que desprendían las cascadas, y la neblina la envolvía en el ascenso.
Al entrar en una de las cuevas, todo era oscuridad, por un extraño ventanuco entraba un foco de claridad lunar. Afuera un paisaje sobrecogedor hace sonreír a la luna. Allí todo es silencio solo roto por el ruido del agua al precipitarse al vacío. Entra en una estancia  y esta le parece como una sala de reuniones, en las paredes esculpidas hay dos hileras de escaleras, el zócalo está pintado con figuras adorando a Buda.
Magdalena, sale de la gran sala para adentrarse por un estrecho corredor donde tiene la esperanza de encontrar a alguien, observa las paredes están llenas de huecos o nichos escavados en la roca, de nuevo da  voces para consolarse,  pero está sola nadie la oye. Decide pasar la noche en una de las oquedades del siniestro pasillo, el ruido del agua  de las cascadas al caer, no la deja dormir ni descansar.
 Un rumor de voces coordinadas la alerta, ¿había habitantes?
Corre hacia el ventanuco que había visto en la sala que ella llamo de reuniones. La noche y el horror que sentía habían caído sobre ella, el crepitar de la madera carcomida al paso de la comitiva, una  hilera de antorchas que acompañados de cánticos litúrgicos caminaban por el tétrico corredor que comunicaba las cuevas de la fachada. Todos se dirigen hacia la sala  donde ella se encontraba. Aterrada se mete de nuevo en una oquedad del pasillo.
Cuando la comitiva se acerca de donde ella se encuentra,  agazapada y amparada por la oscuridad, se da cuenta  de que son incorpóreos, la cabeza la tenían rapada, los párpados entornados sobre las hundidas órbitas, y sus cuerpos flotaban embutidos en mantos harapientos de color azafrán.
Durante unos instantes creyó  ser vista porque,  por unos minutos permanecieron inmóviles parpadeando como si fueran grandes pájaros nocturnos deslumbrados por la luz del día.
La magia que vivió en esos momentos hizo que le embargara una fuerza que la hizo trascender a las leyes de la naturaleza y del entendimiento humano. Aterrorizada, permaneció encogida como una niña asustada y con el corazón apunto de salírsele por la boca, sin ni siquiera atreverse a respirar.
No podía llorar, el miedo que sentía era visceral, tan potente como no lo había sentido nunca, ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quiénes  eran esos extraños seres musitando salmos religiosos por los pasillos?
Tenía que salir de su escondrijo como fuera, aunque fuera reptando como una serpiente hasta las escaleras del acantilado, antes que de dieran cuenta de su presencia. De pronto una mano enorme se posó en su hombro, sintiendo como la garganta se le estrangulaba del pavor que sintió perdiendo el sentido.
Nunca supo de quién fue esa mano, pero minutos después, un grito de agonía retumbó en el acantilado, mientras un hombre caía al vacío. Los monjes en esos momentos cambiaron los salmos por cánticos de gloria.
 Fuera y con el murmullo de las cascadas los rastreadores que vieron caer al hombre, la llamaron de nuevo pero ella ya no podía oír se había desmayado,  la procesión de los monjes se había parado ante ella, entre ellos estaba el tigre de Bengala, como un líder militar.
Por la mañana, al despertar, se encuentra en el hotel donde estaba hospedada. A su lado un médico le sonrió, quedando abrumada por las emociones contradictorias, como si cada parte de su cuerpo y de su mente hubiera quedado fundida en la imagen que le había quedado grabada de ese lugar, llenando el vacío con absoluta naturalidad.
En su mano, un pequeño Buda se aferraba a ella. Días más tarde y ya en su finca a diez kilómetros de Cáceres, desde un promontorio donde tiene ubicada su casa, recuerda lo que vivió, saboreando el espectáculo de ver planear una magnifica ave rapaz por el espeso bosque que rodea su casa.
Escribió sus memorias, unas memorias que muchos creyeron que fueron fantasías  de una mujer que se creía una iluminada. Pero en la vitrina de su salón y entre su colección de arte hindú, destacaba una sola pieza  que por sí sola resplandecía sobre las demás.
Era un pequeño Buda que parecía sonreír.                  

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