martes, 11 de septiembre de 2012

Recuerdos

Por la estrecha ventana entraba la luz mortecina de una farola como puñales de luna que se alargaban trepando por la pared. La lluvia lavaba las infamias arrastrándolas por los desagües del olvido.
Raimunda, en la soledad de su alcoba, sentada ante el tocador, se mira fijamente interpretando a su manera las arrugas que el tiempo implacable y sin permiso se había encargado de cincelar sobre su rostro como un experto escultor.
Con un gesto de desdén, rechaza esos pensamientos y empieza a recordar tiempos si no más felices, al menos gratos de guardar, como aquel viaje que la llevó a Turquía una maravillosa primavera. Sus ojos, ante el recuerdo, se iluminaron y su cuerpo flácido y arrugado se irguió como un mástil hasta sentirse joven.
En aquel viaje, conoció que el mundo era diferente a lo que ella siempre había vivido, todo era tan cosmopolita, tanto las razas como las almas, había musulmanes, judíos, otros ortodoxos, cristianos…
Todos conviviendo en aparente armonía, tanto, que en la imaginación de Raimunda, sintió que a todos ellos, en ese conglomerado de lenguas y religiones, les faltaba un rey que los gobernara con sabiduría para que ese remanso de paz durara siempre.
Aquel viaje lo hizo acompañada por Lupe, su amiga de la infancia, alegre y dicharachera, y Ramona, compañera de estudios, seria y miedosa. Agregándose al grupo a última hora Ernesto, un chico simpático y atractivo, poco conocido por ellas, pero que fue aceptado de buen agrado.
Una tarde, haciendo un recorrido turístico por el puente Gálata, y cuando Raimunda extasiada miraba las embarcaciones que sin cesar surcaban las aguas por el Cuerno De Oro, al volver la cara vio un tumulto. Los musulmanes que son muy dados a las lamentaciones en voz alta, miraban con desprecio hacia el otro extremo del puente y cuando curiosos se acercaban a ver lo sucedido, se llevaban las manos a la cabeza, profiriendo toda clase de improperios, Raimunda miró hacia donde estaba la razón de tanta injuria y vio atónita a Ernesto, su compañero de viaje que se retorcía en el suelo de dolor ante su mano derecha cercenada y lucía un enorme cartel en el pecho que decía en varios idiomas: LADRÓN, mientras con la mano que le quedaba la señala y acusa de tener ella en su bolso el objeto robado en la Mezquita de Sta. Sofía.
Lo mira y no entiende nada, cree que se había vuelto loco. Raimunda aún no había visitado la Mezquita y, por unos momentos, se queda perpleja y cuando reacciona sus amigas han desaparecido, la han dejado sola. Mira asustada en todas las direcciones pero no las ve, solo sabe que ahora todo aquel tumulto va contra ella.
 Sale corriendo sin rumbo fijo llena de terror y en su locura se precipita por una calle estrecha y tortuosa, repleta de tabernas y bazares donde se puede comprar de todo, alfombras, abrigos…
En su carrera precipitada no sabe donde se encuentra y se acerca a un hombre cargado con pequeñas alfombras:
-         ¿Sabe cuál es el nombre de esta calle?- le pregunta en un atropellado inglés.
            El hombre, con un gesto de no entender lo que decía, le contesta a voces en griego.
En su huida, ve a un tártaro cubierto de pieles de cordero, parecía querer entorpecer su carrera pero se hace a un lado mientras la mira insistente con sus ojillos negros.
Sigue adelante su carrera pero ahora es más sosegada. Empieza a tener visiones incoherentes que acrecientan aún más su soledad, porque al estar perdida en un país que no se conoce, todo puede pasar. Pronto anochecería y al volver una esquina aparecieron ante ella como fantasmas ondulantes y ligeras, unas jóvenes musulmanas que bajo sus velos impenetrables, parecían reír a coro, cuando regresaban a sus casas antes del ocaso.
Desesperada, cree que está perdida sin remedio y su corazón se acelera tanto que su latido retumba en las sienes, y piensa, que tienen mucho miedo, que sería horrible que pudiera tropezar con alguien que quisiera hacerle daño, algún asesino acechando al doblar un recodo de la laberíntica calle.
De pronto, una voz la hace detenerse y antes de mirar intenta serenarse. Apresura sus pasos y de nuevo la voz, profunda pero suave, se acerca a ella hasta rozar su oreja, se vuelve y era “él”.
Ahora y en la soledad de su alcoba, evoca, aquella época de huidas, intriga y amor junto a un pirata genovés cuyo barco surcaba por el Mármara.
La sonrisa volvió a su marchita cara y sólo se trunco al volver a la realidad.
Pudo haber sido muy feliz con aquel hombre que la salvo sacándola del país cuando era acusada de un delito que no cometió, pero el cuerpo del delito ahora reposaba en un cajón de la cómoda, como lo que era, una reliquia, que si hubiese sido recuperada por la Mezquita, le hubiera costado su mano derecha. Ernesto no supo lo que hacía al guardar el objeto robado en su bolso.
Lo que más separa a los hombres son las religiones, que no quieren entender que el nombre de Dios es único, que no sabe de fronteras. Por esa razón el genovés se quedó en Turquía. Raimunda no pensaba que en esta época de libertad todo hubiera sido diferente, porque el presente, ya no es el mismo que era, pero el futuro tampoco es lo que será.
A los sueños les sucede el despertar y con el despertar se vuelve a la realidad. Esa realidad solo te la devuelve el espejo del lavabo cuando cada mañana te lavas la cara, quedándose los sentimientos, que quizás, también hayan sido eso, sólo un sueño.

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