lunes, 8 de octubre de 2012

Siempre hay un culpable (1ª parte)

En una reunión de periodistas, y cuando disfrutaba de uno de los descansos habituales, oí que en uno de los grupos se hablaba de una mujer llamada Elisa que viajó por medio mundo. Puse toda mi atención, y escuché una historia que confieso me fascinó. Y poco tiempo después busqué en las hemerotecas, encontrándola entre las mujeres viajeras más intrépidas del siglo XIX.
Elisa vivió una vida plena de disfrute, sacando de ella todo el jugo que le fue posible, hasta llegar a convertir el infortunio en algo provechoso. En una época difícil de su vida, y sumida en plena crisis existencial, se dedicó a hacer diversos viajes por tierras lejanas.
Cuando decidió dar por terminado el que fuera su último viaje, en la habitación del Hotel Tigris de Bagdad y mientras esperaba que recogieran su equipaje para regresar a Londres, Elisa escribe una carta. Su pluma corre veloz por el blanco papel.
Días después se encuentra de nuevo en su casa de Londres, en la calle Oxford Street y mira abstraída por su ventana el ir y venir de los atareados transeúntes que hacen sus compras por el centro comercial que siempre fue el más concurrido de la capital. Con la cabeza llena de recuerdos, se sienta ante su escritorio y se dispone a escribir una carta dirigida a una amiga imaginaria.
Querida amiga:
Mi vida cambio cuando mi esposo, un célebre psiquiatra, sin motivo aparente, me abandonó por una paciente rica y trastornada. Desapareció días después misteriosamente y recayeron sobre mí todas las sospechas de la policía.
 Como el cadáver, después de numerosas pesquisas, no aparecía, yo seguía vigilada por la policía a pesar de ser inocente. Un buen día, decidí dar a mi vida un giro de ciento ochenta grados para así poder realizar mis más profundos sueños y emprendí en solitario mil y unas aventuras. Quedé tan atrapada por ellas que llegué a olvidar mí verdadero motivo de  huida.
En el errar por el mundo, en una ocasión y para mi sorpresa, fui invitada por un arqueólogo, amigo de mi esposo a visitar las excavaciones que estaba realizando en Irak.
No entendí en esos momentos el interés que despertó en mí el visitar una excavación en un sitio lejano y enigmático como Irak, pero como era un reto más, acepté sin reparos.
Cuando llegue a Irak, y mientras esperaba ser recogida por mi anfitrión, recorrí con la vista las dos orillas del Río Tigris, pero ni su belleza mística consiguió apaciguar mi corazón que se consumía en mis propios enfrentamientos internos.
Un hombre vestido de árabe, se acercó a mí y pronunciando mi nombre en un pésimo inglés, me pidió que le siguiera. Mientras recoge mi equipaje se identifica como el asistente de Mr. Carey y su mirada me resulta desagradable y acerada. Llevaba una barba tan extraña que le colgaba como si fueran mocos. Y me sentí por primera vez desde que salí de Londres como se apoderaba de mí un extraño sentimiento de consternación.
Lo miré a la cara y a modo de saludo le dije:
-Mr. Carey ha sido muy amable al mandar que me recogiera - y mi voz sonó hueca de desolación.
Salimos de la ciudad y cuando llevábamos rodado unos cien kilómetros, nos desviamos de la carretera para seguir por un camino de tierra llena de baches y rodadas de camiones.  Cuando el viaje se estaba haciendo insoportable por el polvo y el calor, el árabe me indica un montículo bastante elevado, hacia donde nos dirigíamos y que  estaba situado a la orilla de un río de escaso caudal. Yo distinguí a lo lejos unos puntitos negros que se movían en fila como si fueran hormigas, eran los obreros de las excavaciones.
El conductor, siempre en silencio, dobló una esquina poblada de palmeras, después de un largo tramo del camino, pasamos por una estrecha vereda, aparcando el vehículo en un oculto ensanche del camino.  Nos apeamos y dejamos el vehículo atrás teniendo que subir un trecho donde el polvo hacia dificultosa la respiración. Cuando alcé la vista divisé en lo más alto una construcción de adobe protegida por un muro. Me pareció una pequeña fortificación medieval.
Una vez dentro, en el centro de la edificación había un patio rectangular donde todas las habitaciones tenían acceso. De una esquina arrancaba una estrecha escalera encalada, sin protección, que daba paso a la azotea desde donde se podía observar a los trabajadores del campo de excavaciones.
Estaba mirando todo con curiosidad, cuando a mis espaldas oí  a alguien hablar en mi idioma:
- ¡Hola, hola! -exclamó Carey.
Volví la cara y estaba allí como un iluminado con su entorno difuminado por el intenso resplandor del sol del medio día.
- Perdona-dijo Carey-no pude ir a buscarte, surgió algo importante a última hora.        Y cogiéndome del brazo, hizo que me sintiera como una marioneta desvencijada.
Un hombre detrás de Carey, me miraba como si fuera una aparición, iba vestido con un mono blanco cubierto de polvo, su rostro estaba bronceado, sus ojos negros brillaban como dos luceros.
Tendiéndome su mano, se presenta. Era el Dr. Louse y al estrecharla sentí su mirada transparente que duró apenas un instante pero que me estremeció.
Hasta que llegó la hora de la cena todo lo que veía a mí alrededor me pareció tan grotesco que creí estar de espectadora en una enredosa obra de teatro.
Al anochecer nos fuimos todos a la casa que la Fundación Mesopotamia (y de la cual participaba ampliamente mi marido) ponía a disposición de los arqueólogos y científicos que allí se encontraban. Estaba a escasos 2 kilómetros de las excavaciones.
Ya era la hora de la cena y cuando todos los componentes de la expedición entraron al comedor me parecieron figurantes, como en el teatro, cada uno parecía tener su papel asignado hablando solo de sus logros conseguidos. Ya en los postres, la puerta se abrió y apareció como una diosa una mujer de aspecto desenvuelto y sus ojos como dos punzones se clavaron en mí. En un momento vi como se abrían con asombro y su rostro se revestía de un vivo desconcierto.
Acercó la silla a la mesa, y a modo de presentación, desde el otro extremo se dirigió a mí y alzando la voz más de la cuenta dijo:
- ¿Ya has llegado?, soy Laura, la experta en lengua hebrea.
¿…?
Cenó en silencio y salió la primera del comedor.
Yo no entendía, no llegaba a comprender que hacía yo entre esa gente.
Después de un rato de tertulia, de la cual desconocía su contenido, me disculpé y me retiré a mi habitación. A solas me sentí de nuevo asaltada por una agitación muy diferente.
Debían ser las tres de la madrugada, y padecía un sueño ligero igual que el que dicen tienen las enfermeras. Como no podía dormir, me senté al borde de la cama pero me sobresaltó un fuerte aleteo cerca de mi ventana.

Continuará...

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