lunes, 12 de noviembre de 2012

La viajera de lugares salvajes

Irene recibió como regalo de cumpleaños un bonito poni, y a sus cinco años, no podía imaginar que ése regalo le haría cambiar su vida. Cuando cumplió los veinte, supo que tenía que salir del hogar paterno inducida por las historias que su abuela, infatigable viajera, le había inculcado. Y convencida de que no le asustaban los peligros que el mundo le podía acechar emprendió su aventura.
Pero lo que nunca sospechó fue que el mayor peligro lo tenía muy cerca, tanto, como dentro de su casa. Un amigo de su padre llamado Federico, solía frecuentar su hogar. Su padre nunca le dio la importancia al hecho de que a su amigo le gustara tanto ir a su casa para leer los libros de su bien nutrida biblioteca.
La madre de Irene, mujer inteligente, notaba en Federico desde hacía algún tiempo una actitud algo extraña, pues cada día pasaba más tiempo en la casa. Un día en que Irene se sentía indispuesta, decidió no asistir a una de sus clases matinales en la facultad.
Su madre ignoraba que su hija se encontraba en la casa y decidió salir a pasear. Cuando bajaba las escaleras del piso superior a la planta baja, donde se encontraba la biblioteca, fue sorprendida por Federico, que al verla se abalanzó sobre ella mascullando palabras ininteligibles mientras intentaba besarla.
Cuando su madre forcejeaba con el hombre, Irene oyó el alboroto desde su habitación y salió apresurada, asomó cabeza por la barandilla de las escaleras, y vio horrorizada como su madre intentaba defenderse del ataque del “amigo” de su padre que la tenía fuertemente agarraba por el cuello con una mano y con la otra intentaba levantarle la falda.
Un grito de Irene, desde lo alto de las escaleras, hizo mirar al hombre, que sorprendido de verla soltó con gesto despreciativo a su madre mientras la miraba con ojos de búho. La madre, al verse libre de las ataduras a la que la tenía sometido el “amigo” de su esposo, cayó hacia atrás y se golpeo la cabeza con el duro borde de las escaleras.
Al instante, la madre de Irene perdió la vida.
Irene, ante la terrible escena, intentó correr pero sus piernas no le responden. Federico, al verse involucrado en la fatalidad de la muerte, la miraba mientras gritaba más que decía:
-         Nunca me hizo caso, se lo merecía, ha sido un accidente- intentaba convencerse a sí mismo.
Y dirigiéndose con voz imperativa a Irene le dijo:
-     Y tú nunca olvides que siempre te estaré vigilando, estés donde estés, hasta que consiga someterte a mis caprichos.
El mismo día que fue enterrada su madre salió de la ciudad con la idea de no volver a encontrarse a ese hombre.
 Y como era una experta amazona, eligió como forma de huir su caballo, porque su huida no iba a ser por carreteras asfaltadas, ni por ciudades con luces de neón. Ella solo quería estar lo más lejos posible de una civilización que había arruinado su vida.
En esos momentos una preocupación le martilleaba el cerebro y era su principal desasosiego: Estos criminales son egoístas y no se sienten mal cuando dañan a otros, manipulan sin pudor sus actos haciendo sentir a las victimas un terror inimaginable. Mientras, esperan que una justicia lenta los juzgue.
 Por eso pensó que tenía que explorar mundos diferentes en los que no existiera la maldad. Viajaría a pueblos remotos, estudiaría las culturas ancestrales olvidadas, visitaría lugares donde aún no se conocía la electricidad, porque en la mente de Irene, sólo estaba el olvidarse de este mundo “civilizado” que solo sabe de maldades. Con su fiel caballo, empezó a recorrer todos los sitios que hacía tiempo llevaba metidos en su cabeza.
 Desde ese momento y utilizando los medios de transportes adecuados para transportar a su caballo, atravesó desiertos, vadeó ríos peligrosos repletos de pulidos guijarros por las corrientes. Durmió en cuevas y  en los montes rodeada de ganado para que le dieran calor en las noches heladas. Mientras, en la oscuridad, escondidos entre la maleza, le acechaban los más terribles peligros.
Un día, al despertar después de haber dormido en una cueva, y cuando tímida asomaba la claridad del día, y la luna llena se resistía a desaparecer, entre las luces y las sombras del amanecer vio pasar entre los árboles una procesión de seres extraños.
¡Eran zombies! En su rostro, apareció una mueca de extraña simetría. Un golpe de viento, duro como la madera seca, la tumbó boca bajo mientras el terror le abrasaba las entrañas. Podía ser una pesadilla pensó, mientras se ponía a la grupa de su caballo para salir de allí como una exhalación.
Siguió cabalgando, con su montura y pudo llegar hasta sitios insospechados donde ningún vehículo de automoción pudo jamás llegar. Viajaba sin prisas por senderos que la llevaban a pueblos aislados de toda civilización. Pero un torrente de preguntas torturaban su mente y las escuchaba por las noches en esos silencios interminables, que tan solo eran rotos por el roce de los animales con la hojarasca.
Yo, Casilda un día coincidí con ella en un hotel de Gran Canaria. Habíamos sido compañeras de colegio y  yo me encontraba en la isla para asistir a unas conferencias sobre la fauna y flora autóctona de la isla.
Irene, al acercarse, me abrazó. Parecía encantada de volver a verme. Desde que dejamos el colegio, no habíamos vuelto a coincidir. Paseamos por la playa mientras recordábamos nuestra adolescencia. Y cuando el sol del medio día arreciaba, nos sentamos las dos bajo un parasol mientras la espuma de las olas lamía nuestros pies.
Después de unos minutos de charla insulsa, Irene empezó a contarme sus aventuras como exploradora ignorando que yo sabía  de todos sus viajes. Cuando la mire, vi en ella un cuerpo frágil que aún irradiaba energía. Estaba tal y como yo la recordaba, una mujer delgada pero  fuerte que ni el sol ni el viento de los caminos la hicieron desistir de su sueño, quedando las fatigas grabadas en su rostro y en sus manos huesudas, pero firmes que movía con elegancia a pesar de los años. También supe que aprendió de sus viajes que en la vida, lo superfluo no es nada comparado con la sencillez y la bondad. Por esa razón toda su aventura la hizo vestida de hombre para así evitar los peligros, no ambientales, sino humanos.
Yo la escuché con un profundo respeto:
- En un atardecer y cuando el sol iluminaba el campo inundándolo misteriosamente de un color intenso mandarina, cuando las sombras de los arbustos empiezan a alargarse, llegué a Papúa Nueva Guinea (el caballo se portaba bien en los transportes por mar) y nada más llegar, seguí, como siempre, por caminos polvorientos y acompañada de soledades. Cuando el agotamiento hizo mella en mi cuerpo abandonándome las fuerzas, a lo lejos divisé un poblado metido en la selva, donde al verme llegar y sin esfuerzos, me vi mezclada con las familias nativas que me acogieron como uno de ellos. En aquella ocasión tuve que vestirse de mujer para que el trato fuera más amable.
Allí, permanecí durante tres meses donde me enseñaron sus costumbres.
Hizo un paréntesis en su relato, mientras sus ojos claros se iluminaban.
Aquella noche hubo fuertes vientos cruzados que hicieron temblar la integridad de la choza. Por la mañana a la luz del alba me levanto, mis ojos aún no se habían acostumbrados a los rayos luminosos y cegadores que invadían el horizonte.
Salí de la choza y extrañada  vi que la hoguera no ha sido encendida. No había rastro de fuego y esto me intranquilizó. En el terrible silencio, un silencio pétreo, me pareció escuchar algo que se agitaba entre las luces y las sombras del amanecer, un papel en el suelo envuelto en una piedra. Para mi sorpresa era un hallazgo extraño en aquel remoto lugar y ello me puso más nerviosa aún de lo que estaba.  Lo cogí con recelo y leo la misiva, que estaba dirigida a mí.
Continuará...

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