lunes, 5 de noviembre de 2012

Sueños inquietantes (final)

Toma asiento en un banco de piedra enmohecido por el tiempo y un viento inoportuno empieza a soplar con fuerza acanalándose por las veredas haciéndole sentir que le cortaba la cara. En la más absoluta soledad de nuevo oyó los mismos pasos firmes que la hicieron cruzar el puente aterrada pensando que estaba siendo perseguida. Un sudor frío le recorrió el cuerpo al palpar con la mano en el bolsillo de su falda un ovillo que recordaba haber hilado en uno de sus sueños.
Aquel viento desapacible en unos minutos desencadena una terrible tormenta. Un rayo luminoso rasga la oscuridad del cielo cuando ante ella aparece, envejecido y enjuto, una persona que fue muy querida para ella. Era Dédalo, nieto de Mition descendiente del dios artesano Hefesto. Dédalo era el mejor arquitecto conocido, el primero que se atrevió a esculpir estatuas de madera, por esa razón el rey Mimos le pidió que le construyera un laberinto para encerrar al sanguinario Minotauro que tanto le molestaba.
Dédalo desde que aceptó el encargo buscó a Ariadna porque nadie mejor que ella lo podía inspirar a construir una obra tan importante. Ariadna que era hija de Minos se alió con él y entre los dos construyeron el laberinto más complicado y existente, tanto que todo aquel que osaba entrar jamás salía de él.
Pero Teseo, el gran amor de Ariadna, tenía una gran curiosidad por saber cómo era el laberinto, y para que Teseo pudiera calmar su curiosidad, Ariadna ideo la forma de entrar en él sin peligro de perderse. Explicó su teoría a Dédalo, que consistía en atar un extremo del hilo de un ovillo a una de las columnas de la entrada. Al llevar consigo el ovillo al caminar este se iba soltando poco a poco a través de su recorrido, para así obtener una guía que le permitiera encontrar la salida.
 Dédalo, a su vez, quiso obsequiar a su hijo Ícaro con unas alas que diseñó para que pudiera admirar el laberinto desde el cielo, no sin antes advertirle que no se podía acercar al sol pues las alas estaban pegadas con cera.
Una tarde de verano Ícaro quiso experimentar el regalo de su padre y voló en libertad por el cielo olvidándose del consejo que su padre le dio. Voló tan alto y se acerco tanto al sol, que la cera de las alas no pudo resistir el intenso calor y se derritió, cayendo al mar donde se ahogó. Allí, miles de partículas de estrellas plateadas que bajan cada noche a jugar con las olas, envolvieron su cuerpo.
Una hora después Adriana despertó de su ensoñación y se encontraba sentada en el porche de su jardín. Para ella no deja de ser revelador el porqué en estos momentos tan confusos que estaba viviendo pudiera pensar en situaciones tan difíciles de definir. No acababa de comprender el porqué todo parecía tener que ver con lo inexplicable, como el declive ético que cada día iba en aumento, sintiéndose cada vez más desilusionada con el mundo en el cual se encontraba, intuyendo no sabe qué y convencida que esa no era  la que le corresponde vivir.
Se sentía frustrada con todo lo que le rodeaba, y le hacía creer en algunos momentos que se encontraba al borde de un abismo insalvable, porque nadie sabía darle respuestas a sus dudas existenciales, que la amenazan con desequilibrarla.
Por eso no creía en el dicho que dice: Sólo se vive una vez. Porque con solo un ejercicio mental de su imaginación puede volver a revivir el pasado, con emociones, sensaciones y situaciones que cree muy difíciles de definir y comprender, porque todo tiene que ver con lo inexplicable donde a veces el espejismo nubla el raciocinio,  relacionando su vida con el retorno al pasado que solo a ella le pertenece.
Un viento frío y helador empezó a encrespar los arbustos del jardín que se agitaban presagiando tempestades que solo se desenvuelven en los paisajes más recónditos del corazón.
Una hora más tarde, el jardinero, hombre alto, enjuto, de ojos hinchados y labio partido que hacía entrever unos dientes flojos y ennegrecidos, al verla sentada inmóvil en la butaca, meneó la cabeza con benevolencia. Se dirigió al teléfono e hizo una llamada de emergencia.
Momentos después llegó la ambulancia que se llevó el cuerpo inerte de Adriana. El hombre solo supo decir: Adriana solo intentó reflexionar a lo largo de su vida, sobre su relación con el mundo y sobre su incierto futuro. Se hacía preguntas…
¿Qué he sido? ¿A que he venido y a donde voy?, ¿qué es nacer y qué renacer?
 Y cerrando la verja  aquel hombre alto que un día en la playa hizo sombra al sol mascullo satisfecho: Este jardín no necesita más cuidados.

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