lunes, 5 de noviembre de 2012

Vivencias

Recuerdo cuando aún era pequeña que mi madre solía hacer dulces por Navidad, elaborando deliciosas roscas, que con su aroma inundaban la casa despertando nuestra gula. Mi madre, también hacía polvorones. Aquella tarde y después de terminar mi madre la deliciosa tarea de hornear los dulces y poner, como era costumbre cada año, la bandeja de estos dulces en lo alto del aparador del comedor, en un descuido de mi madre, mi hermano mayor, entró sigilosamente como un cazador furtivo en pos de su presa y yo, como siempre, detrás de él. Vi como se encaramaba encima de una silla y como si de un ciego se tratara, palpaba con la punta de sus dedos el techo del mueble hasta conseguir el motivo de su deseo. De repente, una ahogada respiración me sobresaltó, porque mi hermano, mi querido hermano, al intentar comerse el polvorón entero, empezó a cabecear con la boca abierta mientras su mirada tenía una fijeza casi fósil.
Mi madre, al oír mis gritos acudió presta y al ver lo que estaba sucediendo, lo solucionó con un simple vaso de agua.
Mi querido hermano no volvió a comer polvorones.

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