miércoles, 12 de diciembre de 2012

El escritor

El escritor se puso triste, muy triste, ya no tenía inspiración y dejó de escribir esos relatos en los que contaba cómo era la vida cotidiana en su ciudad.
Toda la pasión y belleza que le embargaban al escribir dejaron de existir para él y ahora se encontraba solo, perdido. Vagaba por un parque imaginario donde a su paso los abedules retorcían sus ramas como una tela de araña sobre el fango marrón de la tierra, donde las hojas muertas crujían a su paso amenazaban con tragarse sus titubeantes pies. Las ranas del pequeño estanque de aguas verdes y turbias croaban con inusitada intensidad a su paso, mientras sus cuerpos desnudos se dilataban hasta adquirir formas monstruosas y extrañas.
Todo allí parecía irreal ante sus atónitos ojos. Llegó el día en que las flores de aquel parterre donde tanto le gustaba recrear su cansada vista y que tantas veces  hizo despertar sus fantasías, parecían no tener vida para él. Aquellos renglones en blanco, donde escribía sus pensamientos y anhelos ahora se le antojaban cuervos hambrientos, deseosos de encontrar carroña para saciar su gula en el imán de la oscuridad.
El bolígrafo, que en tanta estima tuvo, había desaparecido de su mesa. Pero el escritor ya no sabía reaccionar ante esos detalles, ahora sólo había folios en blanco que sentían deseos de ser impregnados por el sabor de la tinta.
Un día llegó el invierno y la nieve blanca empezó a cubrir su tejado. También llegó una primavera pero a él ya no le inspiraba ni el olor ni el color de las flores, ni tan siquiera el comienzo del verano que tanto llegó a disfrutar levantaron su ánimo, ni aquellas tertulias donde cada miércoles en la tarde-noche solía reunirse con sus “coleguillas”, como tanto le gustaba llamar a sus amigos de siempre.
Pero nada de su vida pasada le reconfortaba, cada  día se encontraba más lejos de volver a escribir sus relatos. Quizás, algún día el azar unido al destino querría que esos folios en blanco encontraran otro escritor que con su bolígrafo les diera vida y de nuevo comenzara a crear fantasías. Pero para él ya nada tenía importancia.
Pero el tiempo se nos presenta como piezas de un complejo entramado donde nada es casualidad, dejándonos ver los ciclos de la vida…
Primero, naces, creces y enseguida, casi sin darte cuenta, llega ese ciclo que a nadie le gusta mencionar, pero al que inexorablemente todos nos acercamos, a veces con demasiada prisa, como si algo irremediable te llamara con premura.
Ahora el escritor, hace lo único que puede hacer, esperar ante su folio en blanco y su mirada ha dejado de ser directa, está perdida, soñando quizás en algo que un día le hizo feliz.
A veces piensa con desánimo que le queda poco tiempo de vida para poder terminar ese libro en el que tantas ilusiones había puesto, pero también le preocupa en su interior el haber perdido la capacidad de poder expresar sus sentimientos ante el papel. A veces, en sus esporádicas lagunas de raciocinio, se siente confuso y cree ver una nube en el horizonte que se le antoja blanca, algodonosa, que se mueve  lenta hasta llegar a él. Pero en realidad no sabe que significa la espera.
Todo se encuentra confuso en su cerebro pero no le apetece alarmarse, se encuentra cansado. Por las noches sueña con un ser etéreo que parece pulular por el cabecero de su cama. Está vestido de un blanco níveo y a veces le susurra al oído que no está solo, que él lo está cuidando.
Aquella noche de otoño, soñó mientras dormía, que hablaba con Dios y que le decía con voz dulce: “No temas por tus errores cometidos, porque al ser humano lo hice como hice a cualquier animal creado pero con una sola excepción, la inteligencia, son aquellos a los que les doy poder para crear y proyectar mundos desconocidos para que llenen de fantasía la vida de los más pobres de espíritu. Por esa razón hago que el escritor con su imaginación, pueda reconfortar el alma y sea acreedor del ilusionismo, para que todos puedan explorar los vastos dominios del espíritu y entrar en el laberíntico universo de la fantasía  tan sólo con su mente”.
Aquella noche, el escritor creyó sentarse por última vez en su escritorio. Ante él, como siempre, un folio en blanco, pero esta vez, escribió con mano firme:
“Todas las verdades de este mundo son a la vez  tan simples y tan complejas como la honestidad”.
Un pálido rayo de luz atravesó las cortinas de la ventana. Para el escritor ya había amanecido y aquel folio en blanco, nunca supo el motivo, le devolvió de nuevo la ilusión. La aurora con su resplandor, volvió a iluminar su vida.
           

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