lunes, 17 de diciembre de 2012

El hombre que guardaba un secreto (1ª parte)

Después de un húmedo otoño, los primeros días de invierno aparecieron amables y cálidos, como preludio a los fríos que estaban por llegar. Aquel día los vientos amainaron y pude cabalgar por la escarpada montaña a lomo de mi fiel jaca Truhana.
Después de una hora de delicioso paseo miré como siempre, desde la cima  de la montaña, el precioso panorama que me brindaba  mi tierra extremeña. Entre aquellos parajes solitarios y en plena naturaleza, destacaba una casona imponente y mudo testigo de un pasado de esplendor.
Siempre tuve curiosidad por verla de cerca y  aquel día decidí acercarme. Dejé atrás las retamas y zarzales que convivían al abrigo de los olivos y me adentré por un camino bordeado de almendros y arbustos, cuando apareció ante mí la soberbia casona. Me sentí confuso ante su pétrea presencia y al acercarme, la terraza de grandes dimensiones estaba rodeada de una balaustrada de piedra que guardaba con celo las escalinatas que daban a la puerta principal. Me aproximé y un anciano se mecía sin cesar en la puerta, con lentitud, con el ritmo monótono de las olas del mar cuando lamen la arena de la playa.
El anciano al verme me invitó con un gesto a apearme del caballo y me ofreció una amplia sonrisa que dejaba al descubierto su boca desdentada de encías abultadas. Tomé asiento a su lado justo en el último peldaño que daba paso a la puerta principal.
Aquel anciano me hacía miles de preguntas mientras  yo observaba cómo le temblaban las manos y me pareció notar que su estado era senil. Sin darme cuenta empezó a contarme la historia de aquella casa que hacía mucho tiempo guardaba en su frágil memoria:
 Aquel día,  toda la casa estaba iluminada. Empezaron a llegar los elegantes invitados de toda la comarca. Los anfitriones esperaban en lo alto de estas escaleras para darles la bienvenida. Los chóferes se disputaban los terrenos cercanos a la finca y  los lugares más llanos una vez los autos estuvieron vacíos de sus lujosos pasajeros. El tiempo de espera se presagiaba largo y monótono y desde lejos se podían oír los sones de la orquesta.
 Era un gran día para ellos, para los dueños de la casa ya que presentaban en sociedad a su única hija y heredera, Eloísa y el propósito de la fiesta no era otro que encontrarle marido a su bella hija, un marido que estuviera acorde con su categoría. A los sones de la música apareció Eloísa,  radiante ante los invitados, con un vestido blanco espectacular que ensalzaba su belleza y su larga cabellera dorada adornada con pequeñas flores que hacían destacar sus ojos de color esmeralda.
Los criados -sigue contando el anciano- se disputaban las mejores rendijas de las puertas para ver a los invitados. Entre ellos destacaba un hombre que se hacía llamar Duque de la Confederación, que ante el dueño de la casa fingió aparentar un repentino enamoramiento nada más ver a Eloísa. El padre, complacido, convino en presentársela con gesto de conformidad y cuando fueron presentados, ella notó en la cara de su padre que el Duque era de su agrado. El Duque, un hombre de mediana edad y enjuto de mirada dura como gotas de asfalto, le sonrió con la hipocresía de una hiena. En esos momentos Eloísa no pudo evitar sentir la mirada de aquel semblante fiero y sagaz que penetraba hasta lo más secreto y profundo de su ser.
Cuando tocó la orquesta una de las piezas románticas, se acercó a ella con gesto posesivo y la enlazó por la cintura para bailar. Eloísa  sintió un estremecimiento y vio como, con los párpados cerrados, sus ojos bailaban la danza del que sueña ya por lo que ha conseguido.
Más tarde bailaría sin cesar con otros jóvenes encantadores, amigos de la familia. Eloísa cansada de tanto fingimiento, miró hacia la terraza y lo vio, tímido y solitario,  apoyado en la balaustrada con una copa de vino en la mano. Cuando terminó la pieza, decidida se acercó a él con una suave sonrisa y se presentó. Se llamaba Eduardo y Eloísa y él bailaron casi sin hablar un vals en la solitaria terraza. Para ella fue lo más inolvidable de la noche.  Más tarde, Eloísa volvió al salón y minutos después lo buscó con la mirada recorriendo el salón y la terraza pero él ya no estaba. Al terminar la fiesta y cerrar los ojos recordó con nostalgia  los dulces ojos de de aquel joven llamado Eduardo, pensó con tristeza lo impredecible y proclive a la tragedia que era el destino. Mientras, se coló por su mente la mirada dura y la falsa sonrisa del Duque.
Desde el día de la fiesta el Duque se hizo asiduo de la casa,  siempre invitado por sus padres. La amistad llegó a ser tan estrecha que todas las decisiones de la familia pasaban por el consejo del Duque y se hizo en poco tiempo una pieza imprescindible en el engranaje de la familia. Desde entonces algo empezó a cambiar en la casa. Los criados no se encontraban a gusto  y por las noches se oían conversaciones extrañas en las habitaciones de invitados, entraban y salía gente desconocida. Los señores de la casa empezaron a perder interés por todos los problemas de la hacienda y la madre de Eloísa empezó a encontrarse triste y desganada, tanto, que unos meses después inexplicablemente no podía levantarse de la cama. Sólo había transcurrido una semana de la extraña enfermedad cuando murió una mañana con una expresión de sufrimiento.
El padre, siempre acompañado por un Duque que anulaba su voluntad, se encerró en sí mismo y no quería relacionarse con nadie. Los dos solían salir cada mañana en solitario a cabalgar por la hacienda cuando un accidente incomprensible para un experto jinete como el padre de Eloísa le hizo caer del caballo. Como consecuencia del golpe recibido, murió poco después.
Eloísa ya estaba sola en el mundo y El Duque cogió las riendas de la casa sin preguntar. Las cosas para ella fueron cada vez peor y el Duque le exigía toda clase de datos referentes al patrimonio de sus padres alegando que ella no se encontraba en condiciones anímicas para administrarlo.
Cada día que pasaba se encontraba más débil y aunque se esforzaba por hacer memoria de lo que  allí ocurría, lo único que conseguía evocar era una imagen imprecisa de la que faltaban todos los detalles, los más importantes.
El anciano narraba la historia de la casa con hondo sentimiento y me asombraba con su relato hasta quedarme allí escuchando y perder la noción del tiempo.
 Eloísa –prosiguió el anciano- se veía perdida en unos pensamientos que la sumergían  en la negrura de un nocturno océano. Una mañana, el Duque le pidió casamiento mientras le ofrecía su diaria taza de café pero ella se encontraba triste por todos los acontecimientos vividos y aceptó con desgana la proposición de boda. Una semana después se celebró la ceremonia civil en la casa, sin invitados, ante un hombre extraño que le hizo firmar un documento del que ella desconocía su contenido.
Después de la peculiar boda, Elisa no  tardó mucho en comprender el episodio en el que su ahora esposo la había metido. Ya no era feliz en la casa que la vio crecer y  la veía como una casa de muñecas inanimada, grande, que respiraba y en cada inhalación parecía querer engullirla.
Aquel día no quiso salir del salón, sólo quería estar sentada en la butaca donde recordaba haber visto a su madre enfrascada en la lectura. Un terrible ardor  le empezó a quemar inexorablemente el cerebro y las entrañas cuando en la penumbra vio  la figura de una mujer vestida con camisón blanco que asomaba la cabeza por la puerta y desaparecía al instante.
Continuará...

No hay comentarios :

Publicar un comentario