viernes, 1 de febrero de 2013

La invitación



El viento soplaba cada vez con más fuerza y las copas de los árboles se agitaban y sacudían las hojas muertas entre susurros. Éstas caían en cataratas formando torbellinos a cada ráfaga.
Es el mes de Junio y desde la ventanilla del tren se podía contemplar un hermoso paisaje de lomas con bosquecillos aislados y caminos bordeados de cipreses que se extendían a lo largo del recorrido.
Cristina viajaba en un vagón de segunda clase. La temperatura dentro del tren era exageradamente calurosa y el sudor le resbalaba por su cara inexpresiva, tenía las manos pegajosas y lucía una extremada delgadez producida por el insomnio permanente que padecía. No era una mujer precisamente atractiva por su baja estatura y nariz aguileña, a pesar de no llegar a los cuarenta años y lucir una larga melena de color canela.
Cerró los ojos por unos momentos mientras salía un hondo suspiro de su garganta y la carta que guardaba en el bolsillo de su falda de lino color verde oscuro parecía querer quemar su cadera.
Cristina sacó nerviosa la carta del bolsillo y antes de volver a leer aquella firma,  pensó: ¡Hay gente que hace la firma indescifrable! Se frotó los ojos y volvió a leer.  Se sentía cansada y sólo la hacía feliz pensar en los honorarios que le ofrecían, unos honorarios extrañamente sustanciosos.
Eran las ocho de la tarde cuando el tren hizo una parada en un apeadero de una región al sudoeste de Irlanda para recoger un único pasajero destinado a ocupar un asiento en primera clase. Algunos viajeros, aprovechando el parón, se  bajaron del tren para estirar las piernas. Cristina sacó la cabeza por la ventanilla y después de mirar unos minutos decidió que un poco de aire fresco no le vendría mal y descendió cautelosamente los peldaños del tren para poco después pasear pensativa por el andén.
Ya habían transcurrido dos horas de viaje desde la última parada y distraía su mente atormentada viendo pasar desde la ventanilla del tren una tierra que a Cristina le pareció indómita y misteriosa, como las leyendas celtas que solía contar su abuela en las largas tardes de invierno, cuando  les informaron que estaban llegando a un apeadero, antes de la parada de la ciudad de Cork.  Ese contratiempo la puso extremadamente nerviosa y volvió a recordar vagamente la firma de la misiva que tanta incertidumbre le estaba causando.
Después de pensar un rato Cristina, cada vez más intranquila, no recuerda haber tenido contacto con nadie para que supieran unos extraños sus señas, a no ser en la época que trabajó como eventual en la recepción de un hotel de Cantabria.
Ahora todo le parecía confuso, la carta que tenía en sus manos estaba redactada en términos muy vagos. Y empezó a sentir algo extraño en su interior que no sabía explicar,  una terrible ira contra ella misma por acudir a una cita de trabajo sin antes tener referencias.
En aquel vagón de segunda clase abarrotado de viajeros y envuelta en una aureola de honestidad y principios irrenunciables, Cristina triunfaba sobre la incomodidad y el calor sin perder la compostura. Por la mañana al despertar, le dolía  la cabeza después de pasar la noche sentada en el duro asiento del compartimiento. Al abrir los ojos se estremeció de nuevo acuciada por sus pensamientos y deseó no tener que dirigirse hacia ese destino que nunca debió aceptar.
Eran las dos del mediodía cuando el tren se detuvo inesperadamente, habían dejado atrás paisajes rocosos, campos amables, playas desiertas y pueblos donde sonaba la música celta. Algunas cabezas se asomaban por las ventanillas tiznadas de carbón para protestar. Abajo, un grupo de hombres junto a las vías señalaba un bulto que entorpecía  la circulación del tren.
-          ¿Qué es lo que ocurre ahora?- Preguntó un viajero con cara de palo y cabeza calva  asomado a la ventanilla.
Un empleado de la empresa ferroviaria le contesta secamente:
-          ¡No es nada!
 Y al instante era recogida de las vías una abultada bolsa, al parecer sin ninguna importancia.
Mientras, por la cola del tren y aprovechando la parada sube precipitadamente una persona tocada con un sombrero de ala ancha. Cristina sintió una especie de zozobra que le llenó la cabeza de tinieblas, ya se había hecho la idea de llegar tarde a su cita y se acomodó de nuevo en su asiento con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas, las manos le sudaban cada vez más por el calor y el nerviosismo. 

Continuará...

 

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