lunes, 11 de marzo de 2013

Tánger (1ª parte)


Comencé a escribir esta historia un día que estaba tumbada en la arena y miraba ensimismada como el agua subía y retrocedía en la suave pendiente de la playa, bañandola con su espuma de mansas olas.El silencio o quizás el suave susurro mezclado con la calidez del clima hizo que mi cuerpo entrara en un dulce sopor que a veces es interrumpido por recuerdos del subconsciente.
Me encuentro en Tánger, al norte de Marruecos donde el estrecho de Gibraltar con su cañón de aguas profundas separa España de África al igual que separa dos océanos, el bravo atlántico y el suave Mediterráneo. En esos momentos dos jóvenes pasean por la playa vestidos a la europea siendo ésta la consecuencia de sangres cruzadas que laten en la svenas de Tánger.
Cierro mis ojos y sueño.  Mis sueños nunca fueron  sueños tradicionales,  como el correr tras un paraguas  que se lleva el viento en una tarde de tormenta. Mis sueños son otra cosa desde el día que asistí a una fiesta benéfica para recaudar fondos para niños enfermos. Estaba siendo un éxito de recaudación cuando alguien me ofreció un boleto para una rifa, era el último que quedaba y lo acepté.  Una hora después me vi la ganadora de un viaje a Marruecos, en concreto a Tánger. Sin mucho entusiasmo guardé el boleto premiado y a la salida alguien me dijo al oído casi en susurros: Yo que tú no me perdería esa aventura.
Así fue como un día me encontré en Tánger. Sola, con una maleta extraviada donde guardaba toda mi documentación.  Tan sólo tenía en mi poder una tarjeta de presentación y una dirección de hotel, donde alguien me daría la bienvenida pero esa persona no se había presentado, había zarpado rumbo a España días antes para hacerse cargo de una clínica dental.
Mis sueños aquella noche extrañamente se encaminaron hacia la mitología bereber. Tánger fue construida por el hijo de Tingis  llamado Sufax. Tingis era la amada esposa del héroe bereber Anteo al que se atribuye la fundación  de la ciudad y cuya tumba se halla en los alrededores que yo visité en mi delirio.
En esta leyenda  de mi fantástico sueño no podía faltar el hijo de Hércules. La historia cuenta que existe una cueva donde durmió entes de encararse con sus doce tareas. Hoy en día es una de las mayores atracciones turísticas.
Tánger me cautivó por su enclave  estratégico tan importante para los navegantes que surcan los océanos Atlántico y Mediterráneo. Esta ciudad siempre fue un compendio de mezclas de culturas, los visigodos con su austera y señorial seriedad llegaron a conquistarla. Más tarde se convirtió en colonia bizantina pero un día llegó un guerrero iluminado llamado Muza que con su fuerza y dotes de persuasión puso  a Tánger bajo la dominación árabe…
La arena crujió bajo sus pies como una sonora crepitación alertando mis aletargados sentidos. De repente encendió un cigarrillo, lo supe porque discerní el frotamiento de una cerilla y el bisbiseo de su combustible.
Cuando alcé la mirada deslumbrados mis ojos por el intenso sol, lo vi. Era un rifeño de ojos claros que brillaban con una luminosidad extraña, su rostro se mostraba curtido por un sinfín de surcos, tan profundos, que parecían esculpidas a navaja, que el tiempo supo disimular con ayuda de las arrugas y al abrir la boca de sus labios brotó una risa ventrílocua, discordante, como si quisiera tapar una profunda amargura.
Bastó que una suave brisa marina me refrescara la cara para que amarrara los ímpetus que me acometían en esos momentos. El hombre al observar mi cuerpo se puso a la defensiva, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos no sin antes echarme una de esas miradas que nunca quisieras que te echaran, porque te hielan la sangre.
 Con pasos nerviosos e inseguros  me dirijí al hotel. Minutos después, me encontré con las maletas en la calle pidiendo un taxi. Mi intención no es otra que huir de ese hombre que ignoraba quién era y que quería de mi. Recordaba que cuando desembarqué en Tánger lo vi  nada más llegar guardando de él un extraña sensación.
En un taxi me fui al noroeste de Tánger  donde descubrí un centro turístico, antiguo puerto pesquero y donde encontré alojamiento discreto en una antigua casa encalada de pescadores. Salí  a pasear por la playa mientras veía como la noche envolvía lentamente la ciudad. Miré cómo las aves marinas se aglomeraban sobre la estela de espuma que producían los motores de los navíos que se acercaban lentamente  al puerto.
Pero tenía que dejar de admirar la belleza que me brindaba el mar. Un viento llamado Levante empezaba a azotar mi cuerpo haciéndome sentir como la fina arena se clavaba en mis brazos y piernas como puntas de alfileres. Este viento, cuentan los tangerinos, hace enloquecer a los habitantes cercanos al estrecho, es tan dañino que dícen que tiene la capacidad de un bebedizo o conjuro amoroso. Pero aquí está Tánger con su viento  donde el amor y la muerte  no sirven ante un puñado de amuletos.
Dos días después, sin saber el porqué seguía en Tánger,  paseaba al atardecer y admiraba la fortaleza, la torre del mirador, también recorría el museo donde pude ver una colección de escritos antiguos, tejidos, cerámicas y maderas bellamente talladas.
De nuevo me sentí observada, los nervios  hacían que me temblaran las piernas y de repente un sudor frío hizo que me sintiera mal. Salí a la calle y me mezclé con las gentes que en la plaza admiraban la Mezquita de Bourguiba. Alguien se acercó a mí y me puso un velo por la cabeza, me empujó suavemente y me adentré en  la mezquita donde  pude admirar una bella sala de mármol desde una celosía, punto de oración  musulmana. Es inmensa, un turista me contó que la bóveda la sostienen 86 pilares. En verdad ante tanta grandiosidad me sentía tan pequeña…me di la vuelta atraída por una mirada como el imán atrae al hierro y allí estaba el hombre extraño. Lo encontré y lo mire cara a cara pero las luces y las sombras hicieron desvanecer su silueta, lo que casi me vovió loca. Desde aquel entonces, se convirtió en mi obsesión,  creía verlo en todas partes,  en esos momentos mi respiración se agitó hasta creer desfallecer. Me recuperé y salí  precipitadamente de la Mezquita como si en ese momento alguien hubiera gritado fuego.
Era uno de esos días en el que la soledad  amenazaba con destruir mi espíritu. Me adentré  por una callejuela y subí una de las cuestas de la medina  zigzagueando, con la mirada perdida como esperando el milagro de la salvación. En las calles nada parecía llevar a ningún sitio, no existían las líneas rectas y la distancia más corta solía ser la que uno cree que es la  más larga.
Por un instante la ansiedad me dominaba y cuando avanzaba cinco minutos en una misma dirección, de pronto me encontraba en el mismo punto de partida. En el recodo de una esquina aparecieron ante mí una plaza donde  los guardacoches  apoyados en las paredes dormitaban bien previstos de grandes cayados. Mi corazón cansado por el esfuerzo de la subida y por la angustia de una posible persecución se calmó y pensé que la vida tenía que seguir su curso.

Continuará...

 
 
 

 

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