Solo
en su estudio y durante muchas horas, el pintor se pone ante un caballete que
porta un lienzo en blanco. Coge un lápiz y como si fuera un autómata, su mano
se desliza por el lienzo hasta conseguir una perfecta imagen de un hombre
solitario. Nunca supo el porqué, pero parecía tener una obsesión, que él no
compartía con su arte, la de pintar hombres con miradas que destilaban
soledades y recelos.
Pero
el no recordaba cuando miraba sus cuadros haber pintado a ningún hombre, no veía la razón por la cual siempre y en cada
uno de sus cuadros aparecía ese hombre, a veces en un rincón, en un bodegón
tras una tinaja asomando la cabeza, otras en la lejanía de un paisaje. Esto
hizo de él que fuera un alma asustada.
Cuando
da por terminada la jornada, a veces con la claridad del amanecer, no tiene
sueño y decide dar una vuelta por el estudio, despacio, como el que no tiene a
donde ir ni quien lo espere. Se entretiene mirando una y otra vez, con la lupa
de un creador, escudriñando cada cuadro, cada boceto. Pero aún no se ha
percatado de que su mirada se vuelve recelosa cuando se posa ante sus cuadros,
quizás siente ese miedo que nos confunde al ser descubiertos cuando se está
perpetrando una acción reprochable.
De
pronto algo le asusta, mira hacia atrás con precisión pero no hay nadie, sólo
está él con sus pensamientos. De nuevo, oye el ruido con más claridad, son los cascos
de un caballo que intenta subir las escaleras de su estudio.
Cierra
los ojos e intenta tranquilizarse ante los recuerdos que le afloran y que tenía
guardados y encerrados con candado en su cabeza para que no salieran a la
superficie. Pero ahora esos recuerdos luchaban por salir de su encierro a la
superficie sin ser llamados. Procura mantener la calma eludiendo todo el
peligro que atesoraba en su cabeza y que finge desconocer, pero solo él sabe
que está ahí, de nuevo ante él infundiéndole pánico.
No
puede quedarse quieto, pasea de nuevo por aquel destartalado desván que le
sirve de estudio y lo mira todo exhaustivamente. Aquí un baúl desvencijado, un
lavamanos de madera con palangana de porcelana desportillada, allí estaba todo
lo que no había querido nadie pero que a él le servían de modelo.
Al
terminar la inspección ocular se sienta, estaba convencido que allí no había la
presencia de ningún intruso. Coge el pincel, una inquietud extraña no le deja
descansar. En algunos momentos y desde hacía tiempo notaba una presencia
extraña que no era visible pero que estaba seguro vivía dentro de él, lo notaba
dentro del corazón, sobre todo cuando se encontraba ante un lienzo y sentía su
mano guiada a dibujar una figura de un hombre solitario, tan solitario como él.
Alonso
es un pintor joven y como todo bohemio desaliñado, con la peculiaridad de tener
la espalda vencida hacia adelante, dando la impresión de hombre cansado como si
sobre sus hombros llevara una pesada carga.
Su
estudio está repleto de obras que él nunca las quiso dar a conocer. A veces no
entendía el porqué había perdido las ilusiones, siempre hablando consigo mismo,
huidizo, porque sentía que tenía el miedo que infunde una atroz desconfianza, moverse en un
terreno inseguro.
A
veces sueña que es un galerista afamado experto en arte y entonces recorre con
paso marcial su estudio y al no verse como artista disfruta de “su” obra, para pasar minutos después otra
vez a la soledad, cuando los miedos
vuelven y es tan terrible que a veces se queda sin fuerzas, como el boxeador al
que quedan de un golpe cao. Desde el taburete donde está sentado lo mira todo
como si aquello hubiera aparecido inexplicablemente ante él. Pero su mente está
nublada por su propia desconfianza y no ve que sigue estando en su estudio.
Mira el caballete, donde hacía unos días había hecho un boceto de un hombre
solitario que estrechaba paternalmente entre sus brazos un cocodrilo, que lo
mira con sus ojos anaranjados, redondos, inexpresivos, al que lo está
abrazando.
Continuará...
Imagen: misiglo.wordpress.com
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