La casa solariega
propiedad de mi tía-abuela se mantenía en pie a pesar de los años, firme y
solitaria en la cima de la montaña casi tapada por cuatro buganvillas que
parecían lamer los muros como cuatro lenguas
de fuego.
Aquella mañana me
encontraba durmiendo en la lúgubre casa cuando el sol inesperadamente se metió
en mi alcoba por la rendija de la destartalada puerta de la ventana, pareciendo
saetas de plata que se clavaron sin piedad en mis ojos deslumbrándome al
despertar.
Mi perro, un hermoso
mastín, aquella mañana inusualmente ladraba ante la puerta de mi alcoba con
tanta insistencia que con sus ladridos parecía querer transmitirme la desesperación
que sentía. Abro la puerta y al instante su enorme cabeza se refriega con
desesperación en el pantalón de mi pijama. Lo calmo acariciando el lomo de su
cuerpo mientras me dirijo a la cocina sin pararme a pensar qué podía querer
decirme con tanta exigencia mi fiel amigo Tom.
Después de media hora
sigo deslumbrada, miro el reloj de la cocina que parece estar pegado a la pared
y que a pesar del tiempo milagrosamente seguía funcionando a la perfección aún
encontrándose cubierto por una capa
negruzca y pegajosa de un color raro. Eran las seis de la mañana y con el sueño
aún pegado al cuerpo me preparo un café y cuando me llevaba la taza a la boca
oigo un murmullo lejano que parece acercarse a la casa haciéndose notar igual
que una locomotora cuando está llegando a una estación.
Dejo el café y salgo
de la casa cuando el grupo de obreros que días antes habían sido contratados
por mí para el descorche corrían desde el alcornocal, presurosos por la umbría
ladera repleta de vegetal y empinada pendiente. Venían hacia mí y por el
murmullo de sus voces pude apreciar que estaban asustados por algo que habían
visto en el campo.
Miro hacia el cielo y
sorprendido veo que el sol se encontraba oculto tras unas nubes grises y
compactas. Perplejo pienso ¿de dónde pudo salir ese resplandor que me cegó?
Me asusto ante este pensamiento y no acierto a
entender que querían decirme aquellos hombres que hablaban todos al mismo
tiempo. Me siento en el poyete de la puerta de entrada y mi mente se encuentra
confusa. Cuando reacciono, los jornaleros, corren dándome la impresión de que
se había producido una invasión terrestre que abarcaba todo el orbe de la
tierra. Uno de ellos se queda rezagado y me acerco a él, al mirarme movió sus
labios con el intento de contarme algo de lo sucedido, pero sólo profirió un
quejido espeluznante mientras de la comisura de sus labios empezó a manar una
saliva de un intenso color mostaza que embadurnó su cara. Cayó al instante al
suelo para no volver a levantarse.
Mientras, el resto de
la cuadrilla corre despavorida hasta desaparecer entre la foresta. Allí solo
quedábamos un cadáver que se llevó el secreto de lo acontecido, mi fiel perro y
yo. Sentado en el poyete veo a lo lejos
estelas de polvo en el camino por donde las camionetas atestadas de hombres
emprendían la huida y los amortiguadores chirreaban emitiendo un sonido cada
vez más débil e irreal conforme se alejaban.
Intranquilo por no
saber lo que sucedía me monto en mi furgoneta todo terreno, me dirijo al alcornocal
pero allí no había nada extraño y mucho menos nada que pudiera haber asustado a
los obreros salvo las herramientas que estaban esparcidas y olvidadas por el
suelo. Me dirijo al encinar, también propiedad de mi tía-abuela y cuando llego
y pongo el pie en el suelo, Tom se niega a salir del coche. Miro alrededor y una
especie de soplo helado pasa por mi espalda instalándose en mis piernas que al
instante siento entumecidas, quedándome paralizada ante aquella dantesca
visión. De repente, las encinas se empezaron a encrespar agitadas por el viento
mostrando un paraje extraño.
En el cielo las nubes
negruzcas y compactas, compasivas, daban paso a un tímido rayo de sol haciendo
un pasillo que intenta dar luz a aquella desolación. Yo siento un
estremecimiento, cuando el corazón se me desboca amagando con querer salirse
por la boca.
Continuará...
Foto: www.hospederiasde extremadura.es
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