Aquella
tarde gris y templada de otoño paseaba ociosa sin prisas saboreando cada rincón
de la Ciudad Monumental de Cáceres. Al
pasar por la puerta de uno de los palacios el golpe seco de la puerta de una de
las ventanas al cerrarse me sobresaltó, miré curiosa hacia arriba y no vi nada,
tan solo noté una brisa agradable pero afiné el oído para intentar percibir
cualquier otro ruido mientras la tarde empezaba a declinar.
Seguí
mi camino y la nostalgia se apoderó de mí. Empecé a recordar mis años de niña
cuando jugaba a la salida del colegio por aquellas calles estrechas,
laberínticas y misteriosas. En ocasiones mis ojos de niña creían ver cosas que
quizás no fueran del todo realidad, pero ¿porqué guardo en mi cabeza esos
recuerdos a veces se hacen nítidos y al
mismo tiempo difusos?
En
algunas ocasiones vi salir de esos palacios grandes damas acompañadas de un
séquito de criados todos uniformados como si se tratara de un cortejo real,
éstos acompañaban a la señora hasta el coche, yo miraba a aquellos coches, tan
negros, tan brillantes como el charol de los zapatos de un actor, me llamaban
tanto la atención que les puse un nombre; coches gordos.
Tal
vez ya en mi inocencia veía en ellos una carrocería robusta que parecía dar
seguridad al viajero. O tal vez imaginaba que en un futuro aquellos coches desaparecerían
para poner en su lugar otros con la carrocería más fina y delgada que quizás se
asemejaran a aquellos librillos de papel fino con el que el fumador liaba sus cigarrillos en los años
cincuenta.
Puede
que en la actualidad hagan los coches más ligeros de chapa para poder alcanzar
más velocidad, pero ¿velocidad, para qué?
Ahora
sigo pensando que quizás esa sería la razón por la cual me gustaban tanto esos
coches “gordos” entonces inalcanzables,
sólo los podían poseer aquellos Condes y Marqueses que osaban vivir en mi
misteriosa Ciudad encantada, que siempre me atrajo como un imán haciéndome
sentir todos sus secretos ocultos y oscuros porque cuando me adentraba por los
estrechos recodos de las callejuelas que parecían no tener salida mi corazón se
desbocaba con un pavor indescriptible.
Algunas
veces en mis juegos asomaba la cabeza cuando veía una puerta abierta de algún palacio.
Yo miraba ensimismada aquellos patios peristilos, solitarios, señoriales, donde desde mi atalaya los sentía llenos de
vida, una vida pasada pero que yo la sentía presente. En aquel extraño silencio
se podían oír las conversaciones de sus moradores mientras descansaban sentados
en esos bancos de madera que tantos y tantos secretos deben guardar. También
para mí era perceptible el devenir de los criados en sus quehaceres y sentía cómo
en sus incorpóreos movimientos, eran todos espíritus guardianes de la casa.
También oía las risas de los niños que inundaban la galería de alegría cuando
corrían en tropel disputándose ser los primeros en llegar al estático jardín.
Después
de tantos años pasados y en la madurez de mi vida sigo paseando cada día por mi
querida cuidad.
Una
tarde y cuando me encontraba haciendo mi acostumbrada ruta; Calle Ancha, San
Mateo, cuesta de la Compañía hasta llegar a Santa María, me entretuve más de lo habitual en mi paseo.
La
luna luchaba ferozmente con los debilitados rayos de sol, que tuvo que sucumbir
ante la caprichosa luna por el dominio de la noche, que al saberse ganadora,
empezó con avaricia a robar la luz de las calles y a dejarlas a merced de un
color gris tenebroso. Las campanas de la iglesia de Sta. María retumbaron de
sopetón en mi cerebro como un choque brutal en la plazuela y creí perder el
equilibrio. Al momento otro repiqueteo llamó a convocatoria. Era la hora del
rezo del Santo Rosario.
Ya
dentro de la plazuela de Sta. María veo salir de uno de los palacios a una
señora y la miro extrañada. No era posible, aquel palacio siempre pareció estar
deshabitado desde fuera. El aspecto de la señora era distinguido aunque el
color de su vestido no fuera muy definido pues parecía haber perdido su color
original y su bolso parecía estar en desuso, fuera de la moda actual. Sobre sus
hombros, una estola de armiño, que lucía ajada por el tiempo.
No
pude ver su cara pero me pareció que era feliz por encontrarse en la calle. Miraba
con curiosidad en todas direcciones como si estuviera recordando el entorno
después de haber estado ausente por largo tiempo y sus pasos seguros la llevaron a la puerta de
la iglesia que se encontraba cerca de su palacio.
Intrigada
la seguí, mi instinto me decía que se trataba de una persona especial. Al
encontrarse en la puerta de la iglesia, se percató de que no llevaba velo, sin
él no quería entrar en el templo, al girarse para volver sobre sus pasos, su
mirada se cruzó con la mía.
A
la luz mortecina del atardecer pude ver su rostro. Estaba limpio de maquillaje
y el farol de la esquina detalló todas las vicisitudes de su rostro que
revelaba unas marcadas ojeras hinchadas y patas de gallos alrededor de sus
ojos.
Al
pasar por mi lado, me sonrió, caminó unos pasos y volvió su mirada hacia mí, me
quedó confusa, no sabía qué pensar. Se acercó mí y con voz dulce me dijo:
-
Ya que no voy a llegar a tiempo para el
rezo del rosario, si no te importa te invito a un café en mi palacio que acabo
de llegar de un largo viaje y no me apetece estar sola.
Continuará...
Fuente: elmagoerrante.wordpress.com
Hola María Teresa, un relato interesante. He encontrado tu blog porque me pasó la dirección mi padre. Has coincidido con él y con mi madre este verano en Fuengirola, soy Enrique.Me estuvo contando acerca de ti y tus historias. Bueno ya me tienes como seguidor. Espero poder seguir leyendo tu historia, y si necesitas algo no dudes en contactar conmigo en mi bloghttp://relatoskike.blogspot.com.es/.
ResponderEliminarUn saludo