domingo, 24 de febrero de 2013

Queridos lectores:
Sé que muchos de vosotros me habéis oído en las entrevistas que me han hecho en la radio, en la Cope Nacional y en la de Cáceres con mi estimado amigo José Luis Franco "Franquete".
Mañana lunes salgo en el programa de televisión "Atina con Tino" en Antena Cáceres Televisión. A las 9 de la noche.
Espero que os guste pero si no podéis verlo, ya os dejo el enlace de you tube.
Gracias seguidores.
Teresa.

Los confiados (1ª parte)

Nadie quiere ser el que parece ser, sobre todo cuando uno se mira al espejo al levantarse de la cama. Porque en esos ojos soñolientos aún se puede ver la hipocresía que alimentamos con el disimulo, la ocultación, la trampa con la que a veces maquillamos nuestros rasgos hasta llegar a difuminarlos.
Pero como en todo hay excepciones,  está el grupo de los llamados ilusos, estos seres son los que aún no han aprendido el arte de disimular la cara de imbécil que se les pone cuando entran en un banco y les dicen que el dinero que han ahorrado en toda una vida de currante, el que creyeron haber invertido en “valor seguro” con una atractiva remuneración, se ha esfumado porque en la inversión cayó estrepitosamente por culpa del “parquet”.
-          Señorita-dijo a forma de chanza- pero si yo sólo tengo baldosas en mi casa.
La asesora que le atiende, lo mira con cara de no saber dar una explicación coherente al estar también ella metida en el juego del simulacro estudiado. El hombre mira a su alrededor y piensa: Es un banco como todos, suelos de brillante mármol, paredes de relucientes maderas…
¿Y ahí, en ese banco había estado guardado el dinero ahorrado de toda su vida? En esos momentos piensa en el individuo que lo convenció para que invirtiera.
Ya en la calle, se encuentra cabizbajo, airado y a la vez muy cabreado. Por la avenida una calma tensa se respira en el ambiente y presagia una tormenta. Entra en la primera tasca que se encuentra a su paso y allí ante la barra destaca un grupo de hombres, bien vestidos, con sendos portafolios que aprisionan bajo el brazo, de edades entre los treinta y cuarenta y pocos años. Todos hablaban al mismo tiempo ante una copa de Brandi y por sus gestos parecían querer tener toda la razón.
El hombre que acababa de salir del banco mira a su alrededor mientras acomoda sus brazos cansados en la pegajosa barra y pide al camarero que le sirva un vaso de vino. El grupo de hombres que discuten parece ignorarlo pues su aspecto es tan sólo el de un pobre hombre y juegan al juego de todos que no es otro que el de ser “otro”.
Uno de ellos, el más alto, apura su copa de un trago y se dirige al aseo. A su paso roza con su carpeta el brazo del hombre pero no se disculpa y al otro, al verlo tan cerca, siente como el vino que ha bebido se agria en sus venas.
El pasillo de camino al aseo es largo y estrecho, carece de luz, sólo un piloto sirve de orientación para saber dónde está la puerta del wáter. Ha pasado casi una hora de reloj y uno del grupo nota su ausencia, pregunta por él, todos se miran, su copa está vacía. El más gordo con cara de cerdito comenta:
-          ¡No se habrá ido este cabrón con todos los documentos! sería para matarlo, es muy serio, estamos todos implicados.
-          Ese fraude fue idea tuya- dijo el más calvo y cara de usurero.
-          Si ha desaparecido con todos los documentos estamos jodidos- dijo otro de ellos.
-          No nos pongamos nerviosos, estará en el wáter y su tardanza quizás se deba a que le ha sentado mal la copa, estoy seguro de que en unos minutos está de nuevo con nosotros.
El de mediana estatura,  de pelo rubio y con bigote, está nervioso y se pasa una y otra vez su dedo índice por su ridículo mostacho. Únicamente uno de ellos, el más enjuto y cara de palo, da la medida exacta de su apariencia, su mirada es fría, distante. Ninguno de los otros da esa sensación, más bien lo que demuestran es la impresión de estar ocultando lo más posible los pliegues de su conciencia para no desvelar como son en realidad sus almas.
           Pasan unos minutos y empiezan a intranquilizarse, uno de ellos vuelve a decir:
-            Para ir solo al wáter parece tardar mucho.
      El hombre que había ido al banco, observa que la conversación que habían mantenido entre ellos ya no existe, sólo se miran unos a otros intranquilos, hasta parecer seres errantes, perdidos. Habían roto el hilo de la conversación y ahora  se les oía decir palabras incoherentes, sin sentido, se habían terminados esos comentarios jocosos que hacían sobre su trabajo y sus incautos clientes.
De repente el camarero aparece tras la barra, blanco como la cera de una vela y dirigiéndose al grupo, les dice nervioso:
-          He visto a uno de vuestros amigos en el suelo del pasillo y no parece moverse. Todos acuden a lo que parecía una catástrofe y alguien con voz aflautada por el miedo dice:
-          Hay que llamar a la policía.
-          ¡No! dijo con voz contundente el del  bigote rubio, lo mejor es salir de aquí cuanto antes, diremos que nosotros no hemos visto nada.
Un golpe seco, hace temblar la puerta del aseo que se encuentra atascada por el cuerpo inerte de uno de ellos, la luz es escasa, un charco en el suelo de algo viscoso mancha la suela de los zapatos, es sangre. Pero ante la alarma de salir de allí cuanto antes, una voz se antepone:
-          De aquí no puede salir nadie vivo.
Uno de ellos llama angustiado por su nombre al rubio del bigote, Robert pero no recibe ninguna respuesta, asustado da un paso atrás y cae al suelo estrepitosamente. En la caída se da un golpe en la cabeza con uno de los zapatos de uno de sus amigos que yace en el suelo y siente que no puede levantarse, su cuerpo tiembla, el terror se apodera de él y pide que alguien le ayude.
Se oyen pasos en la oscuridad, ya se encontraban todos en el pasillo. El piloto rojo de orientación parece mostrar sus cuerpos inertes desnudos como una fotografía, que queriendo ir más lejos aún con su poder hace notar un parpadeo oscilante que lo desconcierta. De repente se apaga, dejando todo a merced de la terrible oscuridad, una oscuridad rojiza que al menos servía para saber que no estaban en el infierno.

Continuará...

viernes, 15 de febrero de 2013

La invitación (final)



Cristina alzó la mirada hacia aquel hombre pero sus párpados se encogieron. Dentro  del salón reinaba un silencio absoluto sólo roto por el ruido que hacía una de las ventanas abiertas que se encontraba a merced del viento. En las ventanas no había cortinas, tampoco alfombras en el suelo, únicamente dos sillas y un sillón donde olvidado descansaba un abrigo de mujer y un sombrero de fieltro ajado por el uso.
Una voz femenina y autoritaria les dio la bienvenida con sequedad desde un megáfono. Un silencio expectante reinaba impregnado de sorpresa y terror.  La misma voz se volvió oír para decir que se pusieran cómodos pero allí no había suficientes asientos para todos. Aquello empezaba a parecer una pesadilla.
La puerta del salón se cerró de pronto y nos dejó a todos dentro. Mientras una voz lastimera de un niño llamando a su madre se oía y todos se estremecieron. Uno de ellos, se apartó de la pared donde estaba apoyado y comentó:
-         Esa voz la he oído antes en algún sitio, ahora no puedo recordar, siento un escalofrió que me recorre el cuerpo.
Estas palabras retumbaron en los cerebros de todos como truenos de una terrible tormenta.
Dentro del salón se empezaba a notar  una gran humedad y cuando afuera empezaba a oscurecer  el viento arreciaba rugiendo como una fiera y levantando las olas hasta azotar sin piedad el acantilado.
-         Aunque quisieran ya no pueden salir de la casa, ni tan siquiera de este salón, el tiempo es peligroso.
Uno de los invitados de la enigmática carta, preguntó en voz alta  mientras se atusaba el pelo una y otra vez con tic nervioso:
-          ¿Qué hacemos aquí? ¡Salgamos  cuanto antes!
El más joven se acercó a la puerta y después de aporrearla y no conseguir abrirla rompió la carta en mil pedazos, tenía la piel fría como si la muerte le estuviera esperando.
Los nervios empezaban a hacer estragos en todos y Cristina al apoyarse en la pared  sintió que ésta se movía. El señor del bigote nervioso intentó salir por la ventana, abajo le esperaba un precipicio insondable que hacía imposible su plan de evasión pero la ansiedad que sentía por salir rayó en la locura, le hizo perder la razón y se precipitó al vacío.
El joven seguía intentando abrir la puerta desatornillando los pernios con un abrecartas que guardaba en el bolsillo con la esperanza de poder salir y de repente una de las hojas de la puerta se abrió y salió precipitadamente por ella. Al instante la puerta se cerró tras él y se oyó un grito ahogado en el salón. Sólo quedaban tres personas en esa ratonera sin saber quién les ha metido en ella.
De repente se sintió un temblor, el vacío de la habitación se cuajó hasta convertirse en formas de colores que parecían transparentes y el ambiente empezaba a estar viciado, el salón se hacía cada vez más pequeño. El hombre que quiso coger el autobús de vuelta empezó a perder la razón y se convirtió en violento, en una furia desatada y peligrosa.
Una grieta apareció en el suelo por donde empezó a manar agua con olor a azufre. La brecha se hacía cada vez más grande y el nivel del agua subía hasta llegarles a la cintura.  Los tres gritaban hasta quedar afónicos pero nadie escuchaba sus desesperadas voces. De repente, la casa parecía nadar en un mar turbulento y les hizo pensar estaban en alta mar. Un relámpago seguido de un trueno les hizo temblar, todo se convirtió silencio y soledad.
La sirena de un barco patrulla retumbó en el océano haciendo la situación más siniestra. La noche carecía de luna y estrellas y en la tétrica y extraña casa una terrible mujer vengadora se debatía entre la locura y la razón y pedía a gritos el exterminio de todos los culpables de su dolor.
 Pero para aquellos que recibieron tan funesta carta ya era demasiado tarde pues ella ya había sembrado la devastadora semilla de la venganza sobre los que creyó culpables de la desaparición de su hijo.



viernes, 8 de febrero de 2013

La invitación (2ª parte)



Un hombre corpulento de mirada penetrante que se encontraba a su lado, al arrancar el tren, increpó al revisor:
-   ¡Aquí no se respeta el horario!
- ¿El horario?, ya no sirve de nada. Si el tren tiene otro retraso más, para mi puede ser muy perjudicial- mascullaba para sí el hombre que estaba sentado frente a ella y que sólo sabía mirar el reloj.
-  ¿Y si el que tiene que recogerme se ha cansado de esperar?- decía un viajero delgado y con bigote de aspecto nervioso.
- ­ Si llegamos con dos horas de retraso- otro viajero comenta en voz alta- no podré llegar a tiempo para coger el autobús  de vuelta.
En el transcurso del viaje había decidido no acudir a una cita (también había recibido una carta). Esa carta, desde la última vez que la  leyó, le dio malas vibraciones.
Cristina miraba con curiosidad como la mano con la que  se aferraba el hombre a la barra de la ventanilla, temblaba. Se dirigió a ella con voz entrecortada y le dijo:
-          ¿Para usted  es importante llegar a la hora?
-          ¡Oh sí!- contestó convencida. Tengo que llegar puntual, me están esperando.
Diez minutos después el tren se puso en marcha mientras su ansiedad seguía en aumento. Su mente le martilleaba sin piedad cada momento por el acontecimiento vivido, hacía poco más de nueve meses, cuando la señora de la casa donde trabajaba como institutriz, le confió su hijo mayor Carlos de diez años, para hacer un viaje corto por barco desde Skellig, hasta la isla turística de Killarney, donde se encontraba su abuela esperándolo. Recordaba cómo en el barco el niño daba muestras de nerviosismo por querer encontrarse cuanto antes con su abuela. Esa tarde en cubierta no había mucha gente y la mar se encontraba con marejada.  Los balanceos del barco se hacían molestos y sólo cuatro hombres se encontraban en cubierta fumando cigarrillos. En un descuido  el niño que se encontraba jugando cayó en uno de sus juegos por la borda y a pesar del grito de agonía, nadie pudo hacer nada, pues el frágil cuerpo fue engullido en un instante por el oleaje.
Cuando Cristina, con la mirada perdida buscó a Carlos, los hombres que habían presenciado la tragedia sólo la miraban compasivos mientras ella caía al suelo en estado de shock. Desde entonces, su mente se negaba a describir lo que en aquellos momentos sintió. Metida en sus pensamientos, no oyó al jefe de estación decir:
-          ¡El tren hace su última parada!
 En la estación de un pequeño pueblo pesquero llamado Kalina, en un lateral del andén un hombre de cabellos rizados moreno y barba poblada miraba a los pocos pasajeros que habían quedado en el tren.  Parpadeó y entornó los ojos sobre las hundidas órbitas, se acercó al grupo y les invitó a subir a un coche todo terreno familiar.  Todos se miraron y nadie se atrevió a decir nada, cada uno llevaba una carta en las manos  con la misma firma y una vez dentro del coche reinaba un mutismo absoluto. Por la ventanilla vieron como atravesaban el pueblo a gran velocidad por estrechas callejuelas y acentuadas pendientes hasta llegar a un pequeño embarcadero.
Un viejo marino tostado por el sol les esperaba con los ojos turbios. Mientras todos intentaban acomodarse, el barquero se echó hacia atrás en la barca,  estiró sus piernas y dejó que su mano acariciara el agua negra mientras entornaba  sus legañosos ojos.
El sol ya extendía el aura por el horizonte y en el punto más alto brillaba una media luna. A unos pasos de ellos, detrás y amparada al abrigo de una roca, una figura de mujer envuelta en la penumbra, veía como se dirigían a su destino, callada, inmóvil.
Minutos después de embarcar, el cielo se cubría de negros nubarrones y la mar empezaba a encresparse. Aún desconocían su destino, únicamente sabían que se encontraban en medio de una mar cada vez más embravecida y en la barca todo era silencio. Una hora después de haber subido a aquella endeble embarcación aparecía entre la neblina un cúmulo de tierra que al acercarse se dibujó  una blanca mansión como por arte de magia.
 Al llegar a su destino, el barquero les pidió que se apearan.  Se encontraban al pie de una pared vertical y todos protestaron por tener que subir por un peligroso precipicio, donde las escaleras eran peldaños esculpidos en la roca con el piso es resbaladizo por el continuo azote de las olas. La barca desapareció y  todos jadeaban  por el esfuerzo de la subida, sentían miedo por su integridad física.
Una vez en la cima, la casa se veía majestuosa.  Era de una sola planta cuadrangular,  estilo moderno y orientada al mediodía, que recibía la luz procedente unos grandes ventanales. Un ruido infernal reverberaba al chocar con fuerza las olas entre las rocas que circundaban la casa.
Cuando llegan a la casa, un hombre alto, delgado y bien vestido les abrió la puerta invitándoles a entrar. Aquel hombre tenía algo de felino en su mirada, su traza evocaba a una bestia depredadora pero atractiva a la vista.

Continuará... 


viernes, 1 de febrero de 2013

La invitación



El viento soplaba cada vez con más fuerza y las copas de los árboles se agitaban y sacudían las hojas muertas entre susurros. Éstas caían en cataratas formando torbellinos a cada ráfaga.
Es el mes de Junio y desde la ventanilla del tren se podía contemplar un hermoso paisaje de lomas con bosquecillos aislados y caminos bordeados de cipreses que se extendían a lo largo del recorrido.
Cristina viajaba en un vagón de segunda clase. La temperatura dentro del tren era exageradamente calurosa y el sudor le resbalaba por su cara inexpresiva, tenía las manos pegajosas y lucía una extremada delgadez producida por el insomnio permanente que padecía. No era una mujer precisamente atractiva por su baja estatura y nariz aguileña, a pesar de no llegar a los cuarenta años y lucir una larga melena de color canela.
Cerró los ojos por unos momentos mientras salía un hondo suspiro de su garganta y la carta que guardaba en el bolsillo de su falda de lino color verde oscuro parecía querer quemar su cadera.
Cristina sacó nerviosa la carta del bolsillo y antes de volver a leer aquella firma,  pensó: ¡Hay gente que hace la firma indescifrable! Se frotó los ojos y volvió a leer.  Se sentía cansada y sólo la hacía feliz pensar en los honorarios que le ofrecían, unos honorarios extrañamente sustanciosos.
Eran las ocho de la tarde cuando el tren hizo una parada en un apeadero de una región al sudoeste de Irlanda para recoger un único pasajero destinado a ocupar un asiento en primera clase. Algunos viajeros, aprovechando el parón, se  bajaron del tren para estirar las piernas. Cristina sacó la cabeza por la ventanilla y después de mirar unos minutos decidió que un poco de aire fresco no le vendría mal y descendió cautelosamente los peldaños del tren para poco después pasear pensativa por el andén.
Ya habían transcurrido dos horas de viaje desde la última parada y distraía su mente atormentada viendo pasar desde la ventanilla del tren una tierra que a Cristina le pareció indómita y misteriosa, como las leyendas celtas que solía contar su abuela en las largas tardes de invierno, cuando  les informaron que estaban llegando a un apeadero, antes de la parada de la ciudad de Cork.  Ese contratiempo la puso extremadamente nerviosa y volvió a recordar vagamente la firma de la misiva que tanta incertidumbre le estaba causando.
Después de pensar un rato Cristina, cada vez más intranquila, no recuerda haber tenido contacto con nadie para que supieran unos extraños sus señas, a no ser en la época que trabajó como eventual en la recepción de un hotel de Cantabria.
Ahora todo le parecía confuso, la carta que tenía en sus manos estaba redactada en términos muy vagos. Y empezó a sentir algo extraño en su interior que no sabía explicar,  una terrible ira contra ella misma por acudir a una cita de trabajo sin antes tener referencias.
En aquel vagón de segunda clase abarrotado de viajeros y envuelta en una aureola de honestidad y principios irrenunciables, Cristina triunfaba sobre la incomodidad y el calor sin perder la compostura. Por la mañana al despertar, le dolía  la cabeza después de pasar la noche sentada en el duro asiento del compartimiento. Al abrir los ojos se estremeció de nuevo acuciada por sus pensamientos y deseó no tener que dirigirse hacia ese destino que nunca debió aceptar.
Eran las dos del mediodía cuando el tren se detuvo inesperadamente, habían dejado atrás paisajes rocosos, campos amables, playas desiertas y pueblos donde sonaba la música celta. Algunas cabezas se asomaban por las ventanillas tiznadas de carbón para protestar. Abajo, un grupo de hombres junto a las vías señalaba un bulto que entorpecía  la circulación del tren.
-          ¿Qué es lo que ocurre ahora?- Preguntó un viajero con cara de palo y cabeza calva  asomado a la ventanilla.
Un empleado de la empresa ferroviaria le contesta secamente:
-          ¡No es nada!
 Y al instante era recogida de las vías una abultada bolsa, al parecer sin ninguna importancia.
Mientras, por la cola del tren y aprovechando la parada sube precipitadamente una persona tocada con un sombrero de ala ancha. Cristina sintió una especie de zozobra que le llenó la cabeza de tinieblas, ya se había hecho la idea de llegar tarde a su cita y se acomodó de nuevo en su asiento con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas, las manos le sudaban cada vez más por el calor y el nerviosismo. 

Continuará...