Si un mes antes alguien le hubiera dicho:
“cierra los ojos e imagina cómo sería tu casa ideal…”
Anna ya había cumplido los treinta,
después de dudar sobre si comprar o no y acuciada por la situación económica difícil,
sabía que no era el mejor momento pero cuando leyó uno de los folletos que
inundaban los buzones vio una oferta tentadora, se vendían apartamentos a muy
buen precio cerca del centro de la ciudad, en unos terrenos dónde se ubicó
hacía ya más de cien años un antiguo sanatorio, un lugar que casi nadie
recordaba.
Los
alrededores donde se habían construido eran muy bonitos, cubiertos de
vegetación y cargados de sensación inhóspita, esa sensación que a veces rezuman
lugares bellos y a la vez estáticos, sin vida aparente. Allí azotaba mucho el
viento y renovaba el aire enrarecido por el humo de los coches a la vez que
batía las ramas imponentes de eucaliptos gigantes haciendo un ruido que intimidaba
a quien pasaba.
Anna
tardó poco en amueblar su apartamento y una semana después al poco de comprarlo
se fue a vivir a él. Al principio parecía estar sola en aquel edificio y pensó
“Será cuestión de tiempo, los demás vecinos ya llegarán y al menos por ahora no
me molesta nadie”.
Pasó
una semana y todavía no se había encontrado con ningún vecino, solamente con el
portero que guardaba la finca, un viejo huraño de pocas palabras que siempre le
preguntaba dónde iba y al que siempre le dijo que era la vecina del tercero.
La
primera noche que durmió en su apartamento, el silencio que se podía apreciar era
ensordecedor, inquietante pero creyó que se le pasaría en unos días en cuanto
empezaran a llegar los vecinos.
A
la mañana siguiente, se levantó con mucho cansancio, se fue al baño y allí se
asustó al verse en el espejo pues tenía un aspecto horrible con un ojo morado
como si le hubieran dado un golpe y la cara arañada. Era imposible que no se
hubiera despertado si se hubiera caído de la cama, estaría muy dormida, pero ¿y
los arañazos? ¿se los había hecho ella?
Después
de desayunar y ducharse, Anna se disponía a organizar un poco la casa pero no
sabía por dónde empezar. No le gustaba cocinar demasiado así que optó por
organizar el vestidor de su habitación. Aquel vestidor era una de las partes de
su casa que más le gustaba aunque no era demasiado grande para albergar toda la
ropa que tenía; con una puerta corredera que lo separaba del dormitorio,
disponía de un espejo de cuerpo entero y
percheros y baldas a ambos lados, además estaba muy bien iluminado.
Pensó
en limpiar primero el espejo y quitar el polvo a las baldas para poder poner su
ropa y así lo hizo, cogió el limpiacristales y una bayeta naranja y empezó a
limpiar, comenzó por arriba con la ayuda de una escalera; a ella siempre le
dieron miedo las alturas y padecía de vértigo así que aquello era toda una
prueba a superar. Luego retiró la escalera y siguió por abajo dando brillo a
aquel fantástico espejo que de una pasada a otra parecía estar volviéndose
viscoso, ahumado, volátil, tanto que engulló a Anna sin que ella apenas lo
notara y cayó de rodillas al otro lado del espejo de su vestidor.
Anna por un momento creyó que era todo
consecuencia del vértigo y que se había mareado o todavía lo estaba, pero Anna
estaba viva, lo sentía, le dolía el golpe que se había dado en las rodillas,
eso era de estar viva pero ¿dónde?
Allí
estaba oscuro pero no demasiado para no ver que había una vegetación abundante,
parecían árboles de muchas ramas y el suelo era de piedra, adoquines de granito
y estaban fríos, muy fríos. También había una escalera que subía hacia algún
lugar, de peldaños de madera y Anna no apreciaba ver más desde donde estaba.
Tenía
miedo, mucho miedo, podía sentir su propia respiración como si fuera la de otra
persona, una persona que respiraba en su nuca y le impedía pensar con claridad.
No sabía qué hacer, si pedía auxilio no
la oiría ninguno de sus vecinos porque no vivía nada más que ella en el
rellano, pero debía intentarlo y cogió todo el aire posible para hacerlo, así fue cómo comprobó que no salía
ningún sonido de su boca por más que la
abriera, que se ahogaba cada vez que lo intentaba.
Lo
segundo que intentó fue aporrear la pared helada de piedra por donde había
salido; su flamante espejo, su apartamento recién estrenado debía estar al otro
lado, tenía que estar al otro lado y cogió y golpeó una y otra vez aquella
pared hasta que le sangraron las manos. Anna estaba desesperada por lo que le
estaba sucediendo, no podía ser real pero estaba sucediendo, ella sí era real,
de carne y hueso y estaba allí, en su sitio desconocido, oscuro, lúgubre, había
llegado a un submundo en el cual sólo había una salida, subir por aquellas
escaleras de madera.
Continuará...
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