viernes, 13 de mayo de 2016

El charlatán (3ª parte)



De repente empezó a decir algo sobre Canadá, y contó una historia que en una ocasión oyó  un buhonero, que en alguna parte de este territorio se encontraba escondido un gran tesoro  conocido con el nombre de Money Pit, que es igual a “pozo del dinero” y que este pozo se encontraba en Nueva Escocia, en un lugar  llamado Oak Island.
Los amigos se miraron sin decir palabra, hacia calor y el tumulto que rodeaba al charlatán parecía escuchar tan sólo las maravillosas gangas que les ofrecía.
¿Pero estaban seguros de lo que habían escuchado?
Deciden ir a otro lugar, pero cuando vuelven la cabeza se sorprenden, el charlatán vestía una capa blanca, su cabeza la cubría con una malla gris; con su mano derecha acariciaba con mimo  la empuñadura de una espada que colgaba de su cinto.
 Entonces el tabernero ¿sabía mucho más de lo que decía? Pues aquella noche lo describió tal y cómo ellos lo acababan de ver.
Pasaron cuatro semanas de aquella extraña visión de aquel charlatán en la plaza sin que ocurriera nada especial en sus vidas, por lo tanto aquel sábado estaba transcurriendo cómo muchos otros, tedioso como de costumbre, entonces fue cuando decidieron hablar sobre lo que ninguno de ellos hizo mención a pesar de la amistad que les unía…
No habían articulado palabra, cuando se oyeron dentro de la taberna unos pasos recios que hacían temblar el suelo mientras se dejaba oír una voz que parecía salir de las paredes, Canadá puede ser gélida, tal vez parezca inhóspita.
El silencio se apoderó de la taberna, mientras se desencadenaba una terrible tormenta, el agua que caía de los canalones de desagües de los tejados  pegados a las fachadas vomitaban cascadas de agua haciendo intransitable el caminar por las aceras; las campanas de la Iglesia de Santiago la más antigua de la ciudad cacereña empezaron a  doblar a muertos, el viento ululaba sin piedad  contra las ventanas  y la puerta de la taberna, haciendo que el ambiente fuera enrarecido.
 Tras la barra el tabernero apretaba sus manos para descargar la ansiedad que sentía y de pronto su voz temblorosa dijo:
    ¿Habéis visto lo mismo que yo?
En esos momentos los ojos del tabernero, pequeños y verdosos centelleaban aterrados, para poco después cerrarlos.
Nadie supo explicar las prisas de aquellos tres amigos por traspasar la puerta, por la cual desaparecieron bajo la lluvia torrencial.
Poco después se encontraban rendidos  y con un especial cansancio dentro de una calesa que en una loca carrera bordeaba el Sena, ante ellos se encontraba el islote llamado de los judíos y  de la Cité que aún humeante les hacía pasar casi inadvertidos ante los gendarmes que aún contemplaban extasiados la hoguera dónde habían sido ejecutados unos hombres que se sabía carecían de fundamento los delitos de  los que eran imputados.
Mientras el rey de Francia después de contemplar aquella terrible ejecución desde la Catedral de Notre Dame se dirigió a su palacio, inquieto paseaba una y otra vez por el salón del trono mientras gritaba como un poseso: “Yo soy el rey de Francia, Felipe VI apodado  el Hermoso”.
Algo parecía haber fallado cuando todo parecía haberse resuelto,  empezaba a no encajar, a pesar de que él mismo contempló con sus propios ojos cómo las pavesas que desprendía aquella hoguera se difuminaban entre las nubes hasta desaparecer, la locura parecía adueñarse de él.
 ¿Estarían esas pavesas  confabulando algo contra él?
Entonces enloquecido, pidió que perfumaran el salón para hacer desaparecer aquel horrible olor a humo  y a carne putrefacta que se le había impregnado en sus fosas nasales, mientras se limpiaba la cara con su fino pañuelo de encaje gritaba “¡Yo soy el rey todos, hasta los muertos me deben pleitesía!”
Se encontraba tan aterrado que no podía olvidar las últimas palabras que pronunció Jacob de Mulay: “¡Todos estáis malditos!”
El Papa Clemente, instigador del genocidio, se encontraba junto al rey intentando calmarlo, pero Felipe VI a cada minuto que pasaba  aumentaba su cólera y su cara se transfiguraba en una mueca horrible que dijo:
    ¿Dónde está mi tesoro Obispo? Ya debía estar aquí con el rey, su legítimo dueño.
Mientras tanto ante ellos era transportado por  tres jóvenes aquel preciado tesoro que supieron  guardaban con celo militar los templarios. Los jóvenes ignoraban cual era  su cargamento, tan sólo sabían que se encontraban cumpliendo la misión para la que estaban destinados.




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