martes, 14 de junio de 2016

Semáforo (final)

Mira de nuevo, se detiene unos instantes para contemplar aquel rostro…aquel rostro…pero no por eso flaqueó.
Anna reaccionó y entonces supo el por qué hizo lo que hizo, pues había seguido las pautas de las ondas energéticas que nos trasmiten los pensamientos, ya no se encontraba perdida. Se encontraba justo en medio del bien y del mal.
Se asoma de nuevo a la ventana, abajo seguía la sin frenética sinrazón que a veces invade al ser humano ante lo que se ignora, de repente todo cambió cuando desde su ventana Anna pulsó un interruptor que hizo funcionar los semáforos.
Todos ignoraban que Anna fue la causante de aquel atasco, poco después la policía metía en un furgón celular a cuatro terroristas que esperaban para perpetrar un atentado en una cafetería a la hora punta.
Anna mira de nuevo por la mirilla, sonríe, abre la puerta:
 —He venido a decirle…— su voz se interrumpe— su sonrisa es contagiosa.
Ante ella se encontraba  el policía que una vez a su lado también empezó a reír, mientras le decía:
 –Señora, estas risas suelen curar las enfermedades del alma.
Anna le invita a un café, después de una conversación insulsa y, cuando daban el último sorbo al café Anna, con gran simpleza le dice:
—La gangrena a veces anida en  seres despreciables que la  siguen  cómo si fuera un sendero que los conduce poco a poco hasta regiones limítrofes con el infierno; y todo es tan simple como  ambicionar sólo poderes materiales.
Él la miraba con la lascivia propia de un descerebrado, ella sabía que no era el  policía que decía ser, sus ojos tras las lentillas de camuflaje, disparaban fogonazos de fuego.
Anna parecía estar esperando algo mientras con la conversación intentaba distraerlo. En unos segundos la habitación se convirtió en un congelador; se abre la puerta y aparecen tres espectros que se dirigen al falso policía. Él comenzó a temblar, pero no era del efecto del frío helador, era que se estaba viendo así mismo, pues era tan zafio en su raciocinio que al poner la bomba en la cafetería no supo manipular el dispositivo y  le explotó en las manos.
Ahora era igual que sus víctimas, una piltrafa, un cadáver, pero  él no tenía a nadie que le echara de menos, pues quedaría para la eternidad  sólo como  un delincuente,  jamás nadie lloraría su muerte.
La habitación de repente desapareció, un grupo de policías subía y bajaba precipitadamente por las escaleras husmeando el edificio que se encontraba semiderruido, una voz dijo:
 —Aquí no hay nadie, ya se puede tapiar la puerta.
Desde aquel día Anna durmió tranquila el sueño de los justos.





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