domingo, 26 de noviembre de 2017

Castillo de Naipes (1ª parte)

Anna cómo tenía por costumbre y, cada día desde que decidió instalarse en la casa de campo que heredó, según ella de forma  casual, por un pariente de su padre que nunca conoció, cada mañana y después del desayuno se sentaba a contemplar …en realidad no sabía el qué, tras un ventanuco estrecho que tenía la planta baja de la casa, este ventanuco era muy particular por los anchos muros que la configuraban y, por el enrejado de hierro corrosivo en forma de cruz que la guardaba, aquel pequeño otero, no parecía precisamente adecuado para mirar, sobre todo y teniendo en cuenta que en el primer piso y, presidiendo la fachada principal se hallaba un espléndido balcón desde donde se podía divisar más allá del infinito.
Aquella mañana al levantarse todo le pareció especial, tal vez maravilloso, pues el cielo se encontraba techado de color gris, impregnando el ambiente de una especial melancolía que Anna  se dispuso a disfrutar por primera vez desde  que ocupaba aquella casa, también se deleitó en su disfrute en algo muy especial, que era el ver llover reposadamente para regar los olivos ,en su observación, también pudo apreciar cómo las ramas de los árboles al contacto con la lluvia se mecían de placer ante la ducha divina.
También a veces se inquietaba al no poder recordar cómo había escogido aquella forma de vida tan diferente a lo que ella creyó haber vivido. Nunca se preocupó de nada que no fuera el de mirar, por mirar, el infinito, era como si estuviera esperando algo que no parecía llegar, a veces, con la mirada perdida, parecía escrudiñar su entorno como queriendo descubrir los misterios que guardaba, a veces tenía el pálpito de que muy cerca de ella se escondía un secreto importante, también intuía  de que había algo extraño en aquel insólito paraje, que ella paradójicamente supo adecuarse a él.
Aquella mañana al ser lluviosa, los trinos de los pájaros se encontraban ausentes, Anna echó de menos la alegre algarabía cuando saltan de rama en rama, pero y, a pesar de la ausencia de los pájaros, le pareció un día alegre ante el espectáculo de la lluvia, no sintiendo nostalgia alguna, esa de la que se cuenta imprime el día lluvioso, de pronto sus ojos se iluminaron  al contemplar el jardín que hace de antesala a la casa, las flores parecían despertar de un largo letargo, pues comenzaron a mover sus tallos , mientras los pétalos saciaban su sed con el agua generosa de la lluvia samaritana.
Nadie que la observara día tras día sentada tras aquel ventanuco con la mirada perdida, podía comprender cómo podía despreciar el hermoso balcón que le ofrecía una panorámica infinita, por un pequeño  ventanuco; pero Anna quizás era fiel a sus convicciones al preferir aquella lúgubre oquedad para observar…
Aquella mañana por primera vez un labriego se acercó a la casa, para darle la noticia  de que en breve recibiría una visita, su cuerpo tiembla ante esta noticia inesperada, no preguntó de quien se trataba y, se levantó de su observatorio airada, aquella visita inesperada era una manera de interrupción en su forma de vida, pues era obvio que era feliz con su soledad.
Mientras desconcertada piensa ¿A qué se debía aquella visita?
¿Acaso alguien había olvidado que ella necesitaba soledad?
Pues nadie sabía que para ella era vital el poder oler cada mañana al despertar el día poder oler el aroma de la tierra y ver cómo se despereza de su letargo mientras la luna da paso al sol.
Un ladrido de un perro le sobresalta, interrumpiendo sus elucubraciones, haciéndole pensar que alguien había entrado en la finca. ¿Acaso el mundo se había propuesto que no tuviera descanso?. Pronto salió de dudas, al ver pasar veloz frente a su ventana una liebre que estaba siendo perseguida por un enfurecido perro.
Anna se sienta de nuevo tras su otero, entonces le empezaron a venir a su memoria cosas que ni siquiera recordaba haber vivido, cómo tampoco recordaba el día en que se hizo cargo de la finca, se inquieta, pues tampoco podía dibujar en su memoria el rostro de quién podía ser ese tío, o pariente de su padre.
Pero, a veces necesitaba recordar cual fue el motivo por el que había escogido  aquella forma de vida y, en la soledad del campo, después de reflexionar, piensa que debía haber alguna razón poderosa que le incitase cada día a mirar por mirar sin apenas interrupción el infinito.
Anna a veces tenía la convicción de que estaba esperando algo que apareciera, que estaba por  llegar pero que no llegaba, Anna con ese gesto diario  parecía querer descubrir los misterios que su entorno encerraba, a pesar de que su intuición le dijera que se encontraba en un lugar extraño, insólito para ella.
Serían las ocho de la tarde y, el cielo seguía encapotado con el mismo color gris de duelo, mientras seguía sentada ensimismada en su contemplación, era cómo si lo único importante  fuera para ella, esperar, mirando por aquella pequeña oquedad.
Frente al ventanuco se podía divisar un promontorio en cuya cima y, marcando el filo del horizonte se encontraba una larga fila de olivos que hacían una muralla que impedía ver el horizonte, a veces ante esta visión Anna sentía la necesidad de dar rienda suelta a su fantasía, pues se le antojaba  que aquellos olivos impertérritos podían ser los guardianes que cortaban el paso para que no se pudiera ver más allá de lo que conllevaba su autoridad.
Llegó al fin el temido día de la llegada de aquella visita, al medio día, y por primera vez desde su llegada se encontraba paseando por la vereda de pizarra que cómo una alfombra gris  conduce a la entrada de la casa, se hallaba cerca de la verja de entrada a la finca, cuando un temblor hace que se alerte, de repente y ante ella aparecieron unos treinta camellos que subían azuzados por los látigos de sus jinetes acercándose a ella peligrosamente, el relincho de los animales denotaban el esfuerzo que tenían que hacer al hundirse sus pezuñas en el barro del camino, Anna cierra los ojos ante este espectáculo, cuando los abrió, vio  como esta desenfrenada galopada los llevaba hacia un precipicio.

Poco después decide entrar en la casa, intrigada por lo que acababa de ver, antes de entrar volvió la cara, y atónita descubrió algo que antes no había visto, en lo alto del promontorio, la silueta de los olivos habían desaparecido, en su lugar se encontraba  un tétrico castillo  que enmarcaba desafiante la montaña, sin duda pensó, era una fortaleza, porque desde donde ella se encontraba parecía ser inexpugnable, era como si aquel olivar al desaparecer, hubiera tomado el cuerpo visible de un castillo; desde lo alto  parecía un vigía, un halcón que desde lo alto de su nido divisa sus posesiones






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