viernes, 6 de abril de 2018

La dama de blanco

Ya estaba anocheciendo y los campesinos cansados y doloridos recogían los aperos de labranza cuando sintieron con temor temblar la tierra. Miraron y vieron a lo lejos como se acercaban unos jinetes que parecían valientes. Eran aguerridos soldados que galopaban clavando los cascos de sus caballos en la tierra blanda recién arada, exterminando todo lo que se encontraban a su paso.
Los campesinos se escondieron en sus chozas y temerosos observaban a través de las tinieblas rasgadas de un atardecer, donde los rayos del sol ya mortecino sucumben ante el poder de las sombras, y los jinetes que momentos antes vieron los campesinos,  se acercaban desde la lejanía convertidos en una turba de tenues fantasmas.
Estaban envueltos en ropas transparentes  bajo esa penumbra misteriosa que da el atardecer. Ante la horrible visión, una bandada de cuervos alzó el vuelo graznando para posarse en lo más alto de la torre del castillo.
Ante la puerta, el abanderado grita blandiendo un pendón deshilachado:
-¡Ha del castillo!
El conde enojado se dirige a la puerta y levanta la voz llamando a sus criados para que la abran pero cuando estos se acercan para abrirla al Conde se le presenta el dilema de abrir o no, porque hiciera lo que hiciera, tenía la certeza de que se encontraban todos en grave peligro. Entre tanto los jinetes se alinean haciendo un pasillo para que pase su caudillo, que es viejo, con los pelos enmarañados y una panza descomunal.
El que acaudillaba la turba, se apea del caballo limpiándose con la manga la humedad de su nariz y, dirigiéndose al conde  le dice:
-¿Tenéis por ahí escondida alguna doncella?
El conde al oír estas palabras, siente una presión tan fuerte en el pecho que cae desmayado al suelo.
Aquella misma noche, el Conde había tenido un sueño, una visión apocalíptica, en la que interpretaba la aparición de bárbaros, como prueba de que el diablo había salido del infierno para provocar desolación.
Su joven hija que lo ve todo desde la ventana de su aposento, quiere bajar para ayudar a su padre, pero cuando abre la puerta para salir, su aya se interpone entre ella y la puerta impidiéndole la salida. La encierra en la habitación y arrastrando un mueble bargueño con enorme trabajo lo pone delante de la puerta, quedando ésta totalmente tapada y a salvo de los bárbaros.
Los guerreros belicosos y sanguinarios, asesinan a todos los habitantes del castillo, para después desvalijarlo. Entraron en la cocina y como salvajes se dispusieron a comer y beber todas las viandas que se encontraban allí y en la bodega hasta hartarse. Cuando saciaron su gula, se tumbaron en el suelo para dormir como cerdos.
Por la mañana emprendieron de nuevo su camino dejando sólo desolación a su paso. Los campesinos apesadumbrados ante la tragedia se disponen a enterrar a sus muertos. Pero nadie se percató que desde la ventana del primer piso, la condesita gritaba sin ser oída. El tiempo pasó. Quizás, mucho, mucho tiempo hasta que aquella dulce condesita se consumió en su encierro resignándose a su suerte.
Su alma nunca quiso salir del castillo, porque la vio nacer y era lo único que había conocido.
Desde entonces y en cada fiesta que se celebra en el castillo, su alma se inunda de alegría al escuchar los sones de la música. Se pone su traje blanco de gala, para saludar con la mano  a los invitados que pasan por debajo de su ventana, ignorando  que ella y sólo ella es la verdadera anfitriona del castillo.

Esta historia puede ser o no verdad. Pero lo que sí es verdad, que unos niños en una fiesta celebrada en el castillo la vieron asomada a la ventana y la saludaron, consiguiendo con su candor, arrancar de sus labios blancos y fríos una cálida sonrisa.




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