sábado, 8 de septiembre de 2018

Vivencias 1ª Parte

Esta cierta afición por caminar por la parte antigua de Cáceres, surgió en mi desde muy tierna edad, todo sucedía al parecer como algo imprevisible, por supuesto, desconociendo el motivo del porqué cada día me metía en las entrañas de algo que, sin darme cuenta estaba marcando las pautas que más tarde perfilarían mi forma de pensar.
Quizás será mejor, que descubra ante vosotros mis vivencias:
Cuando un día ya adulta me encontraba paseando era… recuerdo, uno de esos  tranquilos  atardeceres  de un otoño melancólico que con devoción pisaba los cantos rodados de las calles de la ciudad Monumental de Cáceres y, como siempre suele suceder por este entorno cuando el sol comenzaba a ocultarse, miro indolente  las torres desmochadas que veo al pasar, para mí era como si de un rito se tratara, entonces fue cuando percibí como aceptaba ese ejercicio natural y casi obligatorio que incita a que   en el ambiente se entre en los sentidos, sintiendo algo especial y  propiciatorio para que surja la magia.
 Antes que la oscuridad truncara mi paseo, me vi amparada bajo la  débil luz de un farol  de esquina, mis piernas parecían negarse a seguir caminando y, me quedé varada bajo la misteriosa luz tintineante, no sé cómo pudo suceder pero apoyada en aquella esquina me vi contemplando extasiada la más alta torre, la cual domina el hermoso recinto de la plazuela de San Mateo, que, no por casualidad no se encuentra desmochada, ante mis ojos  la vi erguida, erguida como una cigüeña desafiando al abismo-de ahí su nombre—parecía encararse a la tímida luna que osaba posarse en sus almenas, ante este contraste de piedra y luna, mis ojos se agrandaron al notar como algo parecido a un hechizo se apoderaba de aquella mole que rebosante de una y belleza atemporal se mantiene imperturbable al paso de los siglos.
 Entonces fue cuando comencé a evocar aquello que viví de niña y que sin duda fue el despertar de mi imaginación aún prematura; pues debía contar con quizás… seis, o siete años; entonces recordé que tenía por costumbre correr por las mágicas callejuelas, a veces mis carreras, eran tan alocadas que daba la sensación de que hubiera visto algo fuera de lo cotidiano.
 Más tarde supe, que todo en la vida tiene su porqué.
Y entonces cuestas con mi inocencia, tuve una revelación que me dijo, que no me sintiera preocupada por los sentimientos que me invadían pues desde siempre y, al no ser consciente de ello,  había sido atrapada por ese encanto especial que solo ellos los que estuvieron antes que yo, supieron quedarnos con su impronta el testimonio de que estuvieron aquí, y que nos enseñaron a vivir en armonía entre estas murallas hechas de barro y paja fueron tres civilizaciones, que al echar sus raíces aquí y, al formar parte activa de esta ciudad, supieron quedar en estas calles y en sus casas, la esencia de esa  idiosincrasia  que nada más entrar en ellas notas cómo te sugestiona, haciendo que sin proponértelo sientas una presencia incorpórea latente que al mismo tiempo embarga el aire que se  respira y que te hace  sentir como la sangre comienza a licuarse hasta llegar a fluir con generosidad por las venas, en ese instante, es cuando sientes el abrazo y la entrega de unas vivencias, que aunque pasadas, no  puedes llegar a comprender de donde viene esa reacción que  no has propiciado, mientras caminas con paso lento  por las calles de la Ciudad Monumental. Como un hechizo, hace entregarte sin ataduras al encanto del entorno sin llegar a  entender tu propia reacción. Es un mundo que se presenta ante el caminante de forma quizás  incomprensible; pero cuando ves que pasa el delirio del momento, viene la comprensión, que es sencillamente dejar que   la imaginación vuele presentándose como algo fuera de lo cotidiano, y con ello te abandonas dando pábulo a que se desborde como in río caudaloso todas tus fantasías.
 Cuando de nuevo  vuelvo a  la realidad, entonces, sin querer  pienso que he sido  transportada  a un mundo que nunca fue irreal, pues las piedras con tan sólo tocarlas transmiten esas vivencias que dominadas por impulsos naturales, incomprensiblemente te dicen que siguen ahí.  
Cada día y, en mi etapa de niña, a la salida del colegio Carmelitas sito en la calle Olmos y, encontrándose este inmueble integrado en el conjunto monumental; una vez terminadas las clases, yo como siempre me escaqueaba de la autoridad de mi hermana para dedicarme a husmear los patios de los palacios que encontraba a mi paso que, por aquel entonces se hallaban muchos de ellos habitados.
Esos palacios con sus columnas y patios de columnas peristilos y donde algunos de ellos, también se  perfilan dentro de un estilo de  alegorías  moriscas y romanas, siendo para cualquier visitante una inyección de historia salpicada de señoríos.

El itinerario que hacía cada día dentro del calendario escolar hasta llegar a mi destino, era para mí como si me adentrase en otro mundo, un mundo diferente, tanto, que a veces creía encontrarme inmersa en un enorme museo de piedra, piedras que me hacían sentir a cada paso que daba y, a veces, cuando mi diminuto cuerpo de niña se rozaba con algunas de las paredes  que configuran los palacios, yo creía sentir el palpitar de la piedra, ahora lo comprendo, pues es como si el subconsciente del paseante hubiera creado una conjunción  entre las piedras y el corazón de quien las contempla con respeto, es algo que quizás sin pretenderlo,  hizo que la historia de Cáceres se pudiera escribir con tinta de oro.



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