Anna cómo tenía
por costumbre y, cada día desde que decidió instalarse en la casa de campo que
heredó, según ella de forma casual, por
un pariente de su padre que nunca conoció, cada mañana y después del desayuno
se sentaba a contemplar …en realidad no sabía el qué, tras un ventanuco
estrecho que tenía la planta baja de la casa, este ventanuco era muy particular
por los anchos muros que la configuraban y, por el enrejado de hierro corrosivo
en forma de cruz que la guardaba, aquel pequeño otero, no parecía precisamente
adecuado para mirar, sobre todo y teniendo en cuenta que en el primer piso y,
presidiendo la fachada principal se hallaba un espléndido balcón desde donde se
podía divisar más allá del infinito.
Aquella mañana
al levantarse todo le pareció especial, tal vez maravilloso, pues el cielo se
encontraba techado de color gris, impregnando el ambiente de una especial
melancolía que Anna se dispuso a
disfrutar por primera vez desde que
ocupaba aquella casa, también se deleitó en su disfrute en algo muy especial,
que era el ver llover reposadamente para regar los olivos ,en su observación,
también pudo apreciar cómo las ramas de los árboles al contacto con la lluvia
se mecían de placer ante la ducha divina.
También a veces
se inquietaba al no poder recordar cómo había escogido aquella forma de vida
tan diferente a lo que ella creyó haber vivido. Nunca se preocupó de nada que
no fuera el de mirar, por mirar, el infinito, era como si estuviera esperando
algo que no parecía llegar, a veces, con la mirada perdida, parecía escrudiñar
su entorno como queriendo descubrir los misterios que guardaba, a veces tenía
el pálpito de que muy cerca de ella se escondía un secreto importante, también
intuía de que había algo extraño en
aquel insólito paraje, que ella paradójicamente supo adecuarse a él.
Aquella mañana
al ser lluviosa, los trinos de los pájaros se encontraban ausentes, Anna echó
de menos la alegre algarabía cuando saltan de rama en rama, pero y, a pesar de
la ausencia de los pájaros, le pareció un día alegre ante el espectáculo de la
lluvia, no sintiendo nostalgia alguna, esa de la que se cuenta imprime el día
lluvioso, de pronto sus ojos se iluminaron
al contemplar el jardín que hace de antesala a la casa, las flores
parecían despertar de un largo letargo, pues comenzaron a mover sus tallos ,
mientras los pétalos saciaban su sed con el agua generosa de la lluvia
samaritana.
Nadie que la
observara día tras día sentada tras aquel ventanuco con la mirada perdida,
podía comprender cómo podía despreciar el hermoso balcón que le ofrecía una
panorámica infinita, por un pequeño
ventanuco; pero Anna quizás era fiel a sus convicciones al preferir
aquella lúgubre oquedad para observar…
Aquella mañana
por primera vez un labriego se acercó a la casa, para darle la noticia de que en breve recibiría una visita, su
cuerpo tiembla ante esta noticia inesperada, no preguntó de quien se trataba y,
se levantó de su observatorio airada, aquella visita inesperada era una manera
de interrupción en su forma de vida, pues era obvio que era feliz con su
soledad.
Mientras
desconcertada piensa ¿A qué se debía aquella visita?
¿Acaso alguien
había olvidado que ella necesitaba soledad?
Pues nadie
sabía que para ella era vital el poder oler cada mañana al despertar el día
poder oler el aroma de la tierra y ver cómo se despereza de su letargo mientras
la luna da paso al sol.
Un ladrido de
un perro le sobresalta, interrumpiendo sus elucubraciones, haciéndole pensar
que alguien había entrado en la finca. ¿Acaso el mundo se había propuesto que
no tuviera descanso?. Pronto salió de dudas, al ver pasar veloz frente a su
ventana una liebre que estaba siendo perseguida por un enfurecido perro.
Anna se sienta
de nuevo tras su otero, entonces le empezaron a venir a su memoria cosas que ni
siquiera recordaba haber vivido, cómo tampoco recordaba el día en que se hizo
cargo de la finca, se inquieta, pues tampoco podía dibujar en su memoria el
rostro de quién podía ser ese tío, o pariente de su padre.
Pero, a veces
necesitaba recordar cual fue el motivo por el que había escogido aquella forma de vida y, en la soledad del
campo, después de reflexionar, piensa que debía haber alguna razón poderosa que
le incitase cada día a mirar por mirar sin apenas interrupción el infinito.
Anna a veces
tenía la convicción de que estaba esperando algo que apareciera, que estaba por
llegar pero que no llegaba, Anna con ese
gesto diario parecía querer descubrir
los misterios que su entorno encerraba, a pesar de que su intuición le dijera
que se encontraba en un lugar extraño, insólito para ella.
Serían las ocho
de la tarde y, el cielo seguía encapotado con el mismo color gris de duelo,
mientras seguía sentada ensimismada en su contemplación, era cómo si lo único
importante fuera para ella, esperar,
mirando por aquella pequeña oquedad.
Frente al
ventanuco se podía divisar un promontorio en cuya cima y, marcando el filo del
horizonte se encontraba una larga fila de olivos que hacían una muralla que
impedía ver el horizonte, a veces ante esta visión Anna sentía la necesidad de
dar rienda suelta a su fantasía, pues se le antojaba que aquellos olivos impertérritos podían ser
los guardianes que cortaban el paso para que no se pudiera ver más allá de lo
que conllevaba su autoridad.
Llegó al fin el
temido día de la llegada de aquella visita, al medio día, y por primera vez
desde su llegada se encontraba paseando por la vereda de pizarra que cómo una
alfombra gris conduce a la entrada de la
casa, se hallaba cerca de la verja de entrada a la finca, cuando un temblor
hace que se alerte, de repente y ante ella aparecieron unos treinta camellos
que subían azuzados por los látigos de sus jinetes acercándose a ella
peligrosamente, el relincho de los animales denotaban el esfuerzo que tenían
que hacer al hundirse sus pezuñas en el barro del camino, Anna cierra los ojos
ante este espectáculo, cuando los abrió, vio
como esta desenfrenada galopada los llevaba hacia un precipicio.
Poco después
decide entrar en la casa, intrigada por lo que acababa de ver, antes de entrar
volvió la cara, y atónita descubrió algo que antes no había visto, en lo alto
del promontorio, la silueta de los olivos habían desaparecido, en su lugar se
encontraba un tétrico castillo que enmarcaba desafiante la montaña, sin duda
pensó, era una fortaleza, porque desde donde ella se encontraba parecía ser
inexpugnable, era como si aquel olivar al desaparecer, hubiera tomado el cuerpo
visible de un castillo; desde lo alto parecía
un vigía, un halcón que desde lo alto de su nido divisa sus posesiones

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