Nadie se lamenta, un silencio sobrecogedor los aprisiona
como una mano de hierro. Sólo queda uno. El único superviviente mantiene su
espalda pegada a la pared, en cuclillas, con la cabeza entre las rodillas creyendo
estar así más protegido de aquel extraño
episodio, mientras siente en su cuerpo la gélida sensación del abandono.
El hombre del banco entra en el pasillo y mira con
detenimiento a esos hombres que eran los que solían jugar con “los ilusos”,
porque sólo ellos sabían ser especuladores del dinero ajeno. Ellos y únicamente
ellos pertenecían a esa pequeña parte de
defraudadores que con su labia y verborrea inducen a invertir a los incautos en
los “negocios más brillantes de sus
vidas”.
Sin duda habían llegado a ser genios en el arte del
engaño pero nunca llegarían a ser tan sublimes como el hombre del banco en lo
que acababa de hacer. Porque, cuidado con lo que haces, tus enemigos sin duda
pueden estar muy cerca de ti.
Y cuando el hombre del banco, se dirigió al último
superviviente con voz ronca le dijo: - Nunca pensasteis que “los incautos”
podíamos ser “genios“, por supuesto de otra índole.
El pasillo se llenó de hombres airados y estafados
que en silencio sacaron los cadáveres para enterrarlos. El que quedaba con vida
no necesitó nada de violencia para dejar este mundo, muriendo en parte por el
veneno ingerido en el Brandi, en parte por una invasión terrorífica que paralizó
su corazón.
Todo estuvo pensado para que se ajustara al cálculo,
siendo superada la prueba y resultando esta tan lúcida como hiriente. Porque la
sabiduría (y eso ellos jamás lo sabrán) siempre se mantiene fuera del alcance
de quienes no son dignos de ella.
Aquella noche, el hombre del banco, desde la ventana
de su alcoba vio como el viento se hacía más virulento y cómo las hojas de los
árboles, al rozarse entre ellas sintonizaban una trágica melodía. De repente un
luminoso rayo seguido de un trueno le
hizo comprender que el dinero es como un rayo luminoso que ciega al hombre sin
pensar en las consecuencias.
Y se fue a la cama con la sensación de que todo lo
que le habían hecho y lo que él había
hecho no habían servido de nada.
Por la tarde del día siguiente, en la calle todo
seguía su ritmo y en el cielo los cirros, esas nubes que adornan los
atardeceres, parecían más bellas que nunca.
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