Después de un intenso día de trabajo de Beatriz como
reportera al llegar a casa se dejó caer
encima de la cama como si su cuerpo fuera un fardo de paja mojada, su
agotamiento hace que en unos minutos quedase profundamente dormida.
Al día siguiente, al levantarse, y con el sueño aún pegado a
los ojos, sube la persiana de la ventana
de su alcoba, se quedó deslumbrada por el espectáculo del amanecer; por unos
segundos se vio atrapada en el limbo, porque su mente dormida aún vagaba por las
sombras de los sueños, mientras en el horizonte un resplandor dorado rasgaba la
noche para darle paso al nuevo día.
Cuando sale a la calle, cargada con el equipo fotográfico,
mira con curiosidad el firmamento, siempre tuvo la obsesión de poder captar la
metamorfosis del cielo al amanecer, en el justo momento en el que los rayos del
sol se apoderan de él, pues sabía que ante ella se mostraba una paleta de diversos colores como magenta,
mandarina, limón y, de ese color intenso
de las cerezas cuando están a punto de madurar.
Sale a la calle y antes de pedir un taxi para que la lleve a
la redacción, reflexiona, se encuentra
indecisa, no sabe si cumplir ese día con su trabajo o dejarlo, aún estaba a
tiempo de hacer su sueño realidad, como el de vivir unos días libres en las
montañas, viendo con sus propios ojos y desde otra ventana más amplia el rumbo
del universo, y poder observar cómo danzan las estrellas sobre los ritos
eternos de los pueblos y bajo la eterna vigilancia de un inmenso cielo
cambiante.
Pensativa se atusa el pelo; vuelve sobre sus pasos, entra en
el garaje, se dirige hacia su coche, un flamante Toyota Auris de color rojo que la espera con el
depósito lleno, esperando sus órdenes.
Minutos después sin más equipaje que su equipo fotográfico y
una pequeña mochila, que en unos momentos llenó con los accesorios necesarios
para su aseo personal, enfila la carretera de Extremadura, dejando atrás la
capital de España sumida en el cáos diario que se forma en esas horas punta tan temidas para
ella.
Camino de Navalmoral, Beatriz siente una pequeña liberación,
y recuerda el día en que por primera vez llego a la oficina de la que hoy es “jefa” reportera, luciendo una
apariencia afable,--claro que lo que se proponía conseguir iba a ser a costa de hacer cualquier cosa
para llegar el puesto deseado.
Ya en su entrada comenzó a desplegar un aura
de buena profesional, saludando a diestro y siniestro, hasta llegar al extremo
de hacerle un mimo al perro del “supremo”. La verdad es que a veces no podía
disimular una sonrisa hipócrita que se adornaba con una caja de dientes tan grandes que en el poco
tiempo que estuvo con los futuros compañeros se los humedeció más de cien
veces.
A Beatriz aquella
mujer le pareció un sabueso
olfateando el mejor y más sabroso hueso.
Después de un año de trabajar en la empresa ya había conseguido su propósito;
tenía el mejor despacho, justo al lado del jefazo, eso sí, cada día tenía que lamerle la mano, una mano que se
mostraba sucia de inmundicias de esas que se van acumulado a lo largo de una infecta
y tortuosa vida. Pero Marta-- que así era llamada-- Era así, una de esas
pelotas que son capaces de votar como un mono en un camino de gravilla solo para conseguir sus objetivos.
Desde el día que consiguió
llegar a la dirección nada fue
igual para los que componían el equipo.
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