jueves, 10 de septiembre de 2020

Vivencias de una cacereña 1º parte

 

Esta cierta afición por caminar por la parte antigua de Cáceres, surgió en mi desde muy tierna edad, todo comenzó a suceder al parecer como algo que estaba destinado a ser previsible, por supuesto, desconociendo por mi parte  el motivo por el cual disfrutaba cada día cuando inconscientemente me adentraba en las entrañas de algo que, sin apenas percibirlo estaba marcando las pautas que más tarde perfilarían mi forma de ser y pensar.

Será mejor que descubra ante vosotros estas vivencias que dejaron mella en mí:

Cuando un día ya adulta me encontraba paseando por mi querida Ciudad Monumental, era… recuerdo, uno de esos  tranquilos  atardeceres  de otoño, un otoño melancólico, que yo me encontraba pisando con devoción esos cantos rodados de las calles encajonadas de esta parte de mi Cáceres mágico. Como siempre suele suceder en este entorno. En esos momentos me encontraba justo cuando el sol comenzaba a ocultarse, y mi imaginación pudo adivinar cómo entre las torres desmochadas el sol al ir desapareciendo iba dejando con su estela mortecina un camino lleno de misterio hasta desaparecer por el horizonte.

Yo, al contemplar este adagio natural, fue para mí como si de un rito se tratara, pues sabía que el sol cedía paso a la luna.

En esa contemplación de pronto sentí en mí cómo percibía y al mismo tiempo aceptaba ese ejercicio natural, y a esa hora, parecía ser  obligatorio y propicio que el ambiente penetrase en mis sentidos, haciéndome sentir algo especial al comprobar que de la nada pudiera surgir la magia.

 Pero antes que la oscuridad truncara mi paseo, un hechizo me poseyó, y entonces me vi amparada bajo la  débil luz de un farol  de esquina, mis piernas parecían negarse a seguir caminando y, me quedé varada bajo la misteriosa luz tintineante, no sé cómo pudo suceder pero apoyada en aquella esquina me vi contemplando extasiada la más alta torre que se encuentra en aquel entorno, la cual domina como una diosa el hermoso recinto de la plazuela de San Mateo, que, no es casualidad que no se encuentre desmochada.

 Pues ante mis ojos  la vi erguida, erguida como una cigüeña desafiando al abismo-de ahí su nombre—y desde mi perspectiva vi que parecía encararse a la tímida luna que osaba posarse en sus almenas.

Que ante este contraste de piedra y luna, mis ojos se agrandaron al notar como algo parecido a un hechizo se apoderaba de aquella mole que lucía triunfante ante los avatares sufridos, mientras ella y ante de una y belleza atemporal se mantiene imperturbable con el paso de los siglos.

 Entonces, ante esta contemplación fue cuando comencé a evocar aquello que viví de niña y, que sin dudas fue el despertar de mi imaginación aún prematura; pues debía contar tal vez…siete años, quizás nueve; y vinieron a mi memoria que por aquel entonces tenía por costumbre correr por estas mágicas callejuelas, a veces en mis carreras desenfrenadas, que eran tan alocadas daba la sensación a cualquiera que me hubiera visto de que hubiera visto algo fuera de lo cotidiano.

 Más tarde supe, que todo en la vida tiene su por qué.

Y en mi inocencia, hasta más tarde no supe que tuve una revelación que me dijo, que no me sintiera preocupada por los sentimientos que me invadían, pues desde siempre y, al no ser consciente de ello, había sido atrapada por ese encanto especial que solo ellos, aquellos que estuvieron antes que yo, supieron quedarnos con su impronta el testimonio de que estuvieron aquí, y que ellos fueron los que nos enseñaron a vivir en armonía entre estas murallas hechas de barro y paja donde habitaron nada menos entre esos muros tres civilizaciones, que al echar sus raíces aquí y, al formar parte activa de esta ciudad, nos quedaron como testimonio  estas calles, estas casas, que son la esencia de esa  idiosincrasia  que nada más entrar en ellas notas cómo te sugestiona, haciendo sin proponértelo que sientas una presencia incorpórea latente que al mismo tiempo embarga el aire que se  respira y que te hace  sentir como la sangre comienza a licuarse hasta llegar a fluir con generosidad por las venas; en ese instante, es cuando sientes el abrazo y la entrega de unas vivencias, que aunque pasadas, no  puedes llegar a comprender de donde viene esa reacción que  nos ha propiciado con tan sólo pisar una de esos zaguanes.

Más tarde y mientras camino con paso lento  por las calles siento como si un hechizo me poseyera como una especie de nirvana que hace entregarte sin ataduras al encanto del entorno sin llegar a  entender tu propia reacción.

 Es un mundo que se presenta ante el paseante de forma quizás incomprensible; pero cuando ves que ha pasado el delirio del momento, viene la comprensión, que es sencillamente dejar que   la imaginación vuele y entonces todo el entorno se nos presenta como algo fuera de lo cotidiano, y sientes cómo te abandonas dando pábulo a que tú imaginación se desborde como si de un río caudaloso se tratara derramando todas tus fantasías.

 Cuando de nuevo  vuelvo a  la realidad, entonces, sin querer  pienso que he sido  transportada  a un mundo que fue real, pues nada más tocar las piedras, éstas te transmiten esas vivencias que dominadas por impulsos naturales, incomprensiblemente te dicen que aquellos primitivos moradores que siguen ahí mirándonos, contemplándonos.  

Cada día y, en mi etapa de niña, a la salida del colegio Carmelitas sito en la calle Olmos y, encontrándose este inmueble integrado en el conjunto monumental; una vez terminadas las clases, yo como siempre me escaqueaba de la autoridad de mi hermana para dedicarme a husmear los patios de los palacios que encontraba a mi paso que, por aquel entonces se hallaban muchos de ellos habitados.

Esos palacios con sus columnas y patios peristilos y donde en algunos de ellos se  perfila un estilo de adornos y alegorías  moriscas y romanas, siendo para aquel que lo visita una inyección de historia salpicada de señorío.




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