Esta
cierta afición por caminar por la parte antigua de Cáceres, surgió en mi desde
muy tierna edad, todo comenzó a suceder al parecer como algo que estaba
destinado a ser previsible, por supuesto, desconociendo por mi parte el motivo por el cual disfrutaba cada día cuando
inconscientemente me adentraba en las entrañas de algo que, sin apenas
percibirlo estaba marcando las pautas que más tarde perfilarían mi forma de ser
y pensar.
Será
mejor que descubra ante vosotros estas vivencias que dejaron mella en mí:
Cuando
un día ya adulta me encontraba paseando por mi querida Ciudad Monumental, era…
recuerdo, uno de esos tranquilos atardeceres de otoño, un otoño melancólico, que yo me
encontraba pisando con devoción esos cantos rodados de las calles encajonadas
de esta parte de mi Cáceres mágico. Como siempre suele suceder en este entorno.
En esos momentos me encontraba justo cuando el sol comenzaba a ocultarse, y mi
imaginación pudo adivinar cómo entre las torres desmochadas el sol al ir
desapareciendo iba dejando con su estela mortecina un camino lleno de misterio
hasta desaparecer por el horizonte.
Yo,
al contemplar este adagio natural, fue para mí como si de un rito se tratara,
pues sabía que el sol cedía paso a la luna.
En
esa contemplación de pronto sentí en mí cómo percibía y al mismo tiempo
aceptaba ese ejercicio natural, y a esa hora, parecía ser obligatorio y propicio que el ambiente
penetrase en mis sentidos, haciéndome sentir algo especial al comprobar que de
la nada pudiera surgir la magia.
Pero antes que la oscuridad truncara mi paseo,
un hechizo me poseyó, y entonces me vi amparada bajo la débil luz de un farol de esquina, mis piernas parecían negarse a
seguir caminando y, me quedé varada bajo la misteriosa luz tintineante, no sé
cómo pudo suceder pero apoyada en aquella esquina me vi contemplando extasiada
la más alta torre que se encuentra en aquel entorno, la cual domina como una
diosa el hermoso recinto de la plazuela de San Mateo, que, no es casualidad que
no se encuentre desmochada.
Pues ante mis ojos la vi erguida, erguida como una cigüeña
desafiando al abismo-de ahí su nombre—y desde mi perspectiva vi que parecía
encararse a la tímida luna que osaba posarse en sus almenas.
Que
ante este contraste de piedra y luna, mis ojos se agrandaron al notar como algo
parecido a un hechizo se apoderaba de aquella mole que lucía triunfante ante
los avatares sufridos, mientras ella y ante de una y belleza atemporal se
mantiene imperturbable con el paso de los siglos.
Entonces, ante esta contemplación fue cuando
comencé a evocar aquello que viví de niña y, que sin dudas fue el despertar de
mi imaginación aún prematura; pues debía contar tal vez…siete años, quizás
nueve; y vinieron a mi memoria que por aquel entonces tenía por costumbre
correr por estas mágicas callejuelas, a veces en mis carreras desenfrenadas,
que eran tan alocadas daba la sensación a cualquiera que me hubiera visto de que
hubiera visto algo fuera de lo cotidiano.
Más tarde supe, que todo en la vida tiene su
por qué.
Y
en mi inocencia, hasta más tarde no supe que tuve una revelación que me dijo,
que no me sintiera preocupada por los sentimientos que me invadían, pues desde
siempre y, al no ser consciente de ello, había sido atrapada por ese encanto
especial que solo ellos, aquellos que estuvieron antes que yo, supieron quedarnos
con su impronta el testimonio de que estuvieron aquí, y que ellos fueron los
que nos enseñaron a vivir en armonía entre estas murallas hechas de barro y
paja donde habitaron nada menos entre esos muros tres civilizaciones, que al
echar sus raíces aquí y, al formar parte activa de esta ciudad, nos quedaron
como testimonio estas calles, estas
casas, que son la esencia de esa
idiosincrasia que nada más entrar
en ellas notas cómo te sugestiona, haciendo sin proponértelo que sientas una
presencia incorpórea latente que al mismo tiempo embarga el aire que se respira y que te hace sentir como la sangre comienza a licuarse
hasta llegar a fluir con generosidad por las venas; en ese instante, es cuando
sientes el abrazo y la entrega de unas vivencias, que aunque pasadas, no puedes llegar a comprender de donde viene esa
reacción que nos ha propiciado con tan
sólo pisar una de esos zaguanes.
Más
tarde y mientras camino con paso lento por las calles siento como si un hechizo me
poseyera como una especie de nirvana que hace entregarte sin ataduras al
encanto del entorno sin llegar a
entender tu propia reacción.
Es un mundo que se presenta ante el paseante
de forma quizás incomprensible; pero cuando ves que ha pasado el delirio del
momento, viene la comprensión, que es sencillamente dejar que la
imaginación vuele y entonces todo el entorno se nos presenta como algo fuera de
lo cotidiano, y sientes cómo te abandonas dando pábulo a que tú imaginación se desborde
como si de un río caudaloso se tratara derramando todas tus fantasías.
Cuando de nuevo vuelvo a la realidad, entonces, sin querer pienso que he sido transportada a un mundo que fue real, pues nada más tocar
las piedras, éstas te transmiten esas vivencias que dominadas por impulsos
naturales, incomprensiblemente te dicen que aquellos primitivos moradores que
siguen ahí mirándonos, contemplándonos.
Cada
día y, en mi etapa de niña, a la salida del colegio Carmelitas sito en la calle
Olmos y, encontrándose este inmueble integrado en el conjunto monumental; una
vez terminadas las clases, yo como siempre me escaqueaba de la autoridad de mi
hermana para dedicarme a husmear los patios de los palacios que encontraba a mi
paso que, por aquel entonces se hallaban muchos de ellos habitados.
Esos
palacios con sus columnas y patios peristilos y donde en algunos de ellos se perfila un estilo de adornos y alegorías moriscas y romanas, siendo para aquel que lo
visita una inyección de historia salpicada de señorío.


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