Anna nunca pensó que pudiera haber llegado al punto
donde se encontraba, ella que en la Universidad mientras cursaba la carrera de
químicas supo que ostentaba entre sus compañeros de aula un prestigio merecido.
Pero el destino caprichoso la había ubicado en un
puesto que no era compatible con sus conocimientos, pues se encontraba
trabajando en un laboratorio de poco renombre dedicándose a copiar las fórmulas
que los laboratorios importantes les encargaban.
Este hecho
hacía que no se sintiera satisfecha y mucho menos cómoda con su trabajo,
estos factores fueron los motivos que una noche la indujeron a quedarse
rezagada en el baño cuando sus compañeros, al terminar la jornada, se disponían
a salir abandonando sus puestos de trabajo hasta el día siguiente. Ella regresó
para poder investigar, pues tenía mucho dentro de su cabeza que no quería
olvidar.
A veces se hacía la olvidadiza ante sus compañeros y
regresaba al laboratorio con cualquier excusa para entrar en la sala de
investigación donde verdaderamente se sentía feliz. Allí y a solas podía sacar
de su cabeza fórmulas que sólo ella podía hacer realidad, sabía manipular
los productos y materiales que tenía a su alcance y se emocionaba al
comprobar que sus fórmulas le daban los
resultados de sus favorables investigaciones. Entonces el ego le ardía en
deseos de sacarlos a la luz, pero la cordura le aconsejaba que debía esperar a
que se presentara mejor ocasión, ante el temor de perder el único medio de vida
que disponía.
Cuando se sentía animada se decía a sí misma que algún
día llegaría esa oportunidad de que alguien se fijara en su trabajo y pudiera
trabajar en lo que verdaderamente le gustaba.
Una de las muchas noches que se quedaba hasta tarde
en el laboratorio en la clandestinidad, salió a la calle, se encontraba vacía,
solitaria y una espesa niebla lo cubría todo con su manto gris y húmedo, las
luces de las farolas, anémicas, lucían mortecinas haciendo que las calles se
encontraran en penumbra.
Con la cabeza pegada al pecho y el cuello del abrigo
tapándole media cabeza, Anna caminaba pensativa. Aquella noche mientras iba
pisando el duro asfalto, sintió que su alma y cuerpo se fundía en la melancolía
callejera, haciéndole pensar que su vida había dejado de ser interesante, había
cumplido los treinta años y no había tenido, desde hacía tiempo, un atisbo de
felicidad.
Ante estos deprimentes pensamientos, sus pasos se volvían
cortos, tal vez esperaba que su vida aunque fuera entre la niebla de la noche
diera un giro, necesitaba sentirse viva. De repente sintió un pinchazo en el
pecho y a su cabeza le vino una pregunta inesperada
¿Quién
soy?
¿Qué beneficios estoy aportando a la humanidad?
Metida en sus tribulaciones no se percata que unos
pasos recios pero acompasados que van tras ella.
Cuando aquella noche entró en su casa cerró la
puerta de un puntapié. Se encontraba sola, quizás más que nunca lo había
estado, se dirigió a la alcoba y con el abrigo puesto y húmedo se echó encima
de la cama sin retirar la colcha.
Así permaneció con los ojos abiertos fijos en la
lámpara del techo, no supo precisar cuánto tiempo pasó si una hora o una
eternidad. Durante ese tiempo perdido, ni siquiera se le ocurrió pensar, sólo
se compadecía de ella misma.
“No soy nada…” se repetía una y otra vez.
“Soy un ser
insignificante, la pieza de una maquinaria que me obliga a seguir sus
directrices haciendo que me sienta como una autómata sin voluntad mientras peso
y mido con especial exactitud las dosis exactas; 2/mg de azufre, 1/mg de lavanda…
para suavizar el intenso olor a la sustancia química añadida.
El teléfono que descansa en la mesilla de noche
interrumpe bruscamente sus cavilaciones cuando una voz desconocida pregunta por
Javier Fernández, Anna tarda en reaccionar, ¿se habrían confundido?
Su corazón se desbocaba al escuchar ese nombre,
pensó alguien ha debido marcar el número equivocado, sus recuerdos se
atropellaron cómo potros salvajes, quedando al descubierto aquella relación que
se rompió antes de formalizarse.
Continuará...


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