Todo ocurrió cuando al llegar a
la sierra de Gredos desde Cáceres para acudir a la cita de mi hermano, en la
subida, y como siempre que regreso a este hogar de mis mayores, siento que me
emociona el inmenso panorama que desde la cima se divisa: Pero por primera vez,
algo hizo que me sobrecogiese cómo si fuera la primera vez que pisaba la
sierra.
Cuando el coche subía una de las
curvas empinadas y estrechas, enseguida, diviso la entrada de la casona de piedra y
madera dóndes mis padres se refugiaron después de haber vivido una agitada vida
social, pero aquella vez la vi demasiado solemne, rígida, y tremendamente
acusadora. No obstante, antes de subir ya había calculado todos los movimientos
que tenía que hacer para cuando me encontrara junto a mi hermano no tener
sobresaltos.
Desde la ventanilla del coche, no
dejo de mirarla, y entonces recuerdo cuánto los añoré en mis noches solitarias
de estudiante, era adolescente y, cuando retornaba al colegio después de las
vacaciones, miraba desde la ventanilla del coche cómo me alejaba camino de la
ciudad.
Como siempre, y por estas mismas
fechas, un montón de nieva flanqueaba la vereda que estaba rematada por una hilera
de enebros mezclados con esparcillas, espárragos de lobo, la maleagría, también
seguía allí la lúcida, todas ellas plantas autóctonas de las cuales a mi madre
le gustaba rodearse.
Las ramas de los árboles se
encontraban cubiertas por un manto de nieve que al recibir los rayos del sol ya en el ocaso,
recuerdo que aquel momento se hacía mágico pues la nieve parecía lanzar destellos rosados.
Sigo subiendo, a unos metros, el camino como siempre comienza a ensancharse y a
allanarse.
Aparco mí cuatro por cuatro todo terreno bajo una techumbre de madera,
miro a mi alrededor, y subo con parsimonia la escalera de piedra y madera de roble saboreando la panorámica. Impresionándome
como siempre el esplendor de la naturaleza.
Desde fuera se podía apreciar,
cómo unas volutas de humo gris-azulado se elevaban hacia el cielo que, escupía
una enorme chimenea que desde siempre dominó el salón de la casa, el calor era
tan agradable, que se notaba tras la puerta mientras esperaba a que ésta se
abriera.
Una voz ronca desde dentro dijo ”Va”
y con actitud agresiva, se abre con dificultad, pués como siempre se encontraba atrancada con un grueso travesaño.
La puerta se abre, y sin apenas
un saludo, mi hermano la cierra. Entro en el salón sin quitarme las
botas manchadas de nieve, echo una ojeada nostálgica a mí alrededor, eran
muchos años de ausencia. Entonces reparo en el piano que tantas veces oí tocar
a mi madre, se encontraba abierto al lado de la ventana, como siempre estuvo,
una partitura descansaba en el atril como esperando que alguien interpretara
alguna melodía.
Paso la mano por el piano, y supe
que en la casa no se encontraba suciedad
ni abandono.
Me acerco a la chimenea para
entrar en calor, y para mi sorpresa ésta se encontraba impoluta; la chimenea
por sus grandes dimensiones hacía la función de calentar toda la casa, el chisporrotear
de los troncos al arder, escupían ceniza, que enseguida mi hermano con la escoba
continuamente la limpiaba, parecía no permitir que hubiera ninguna brizna de
ceniza en el salón que saliera de la embocadura de la chimenea.
Cuando me siento más aliviado del frío, me quito las botas,
dejando que los pies, ateridos de frío, sientan
placer del calor de la lumbre.
Subo a la que siempre fue mi
habitación, me sorprende el orden. La alfombra, las cortinas, la colcha de
color caramelo, el viejo escritorio que heredé de mi abuelo. Todo se encontraba
en perfecto orden y limpieza…Algo extraño sentí, pero cuando me dispongo a
mirar en mis enseres de niño, mi hermano apareció como un fantasma en el quicio de la puerta, y dijo, no
tardes, te espero abajo.
No hago caso a su demanda y me
tumbo en la cama, entonces me pregunto,
que hago yo en esta casa que ya no me pertenece. Pues desde que murieron sus
padres nunca más volvió, pues había quedado como heredero su hermano…
Cuando me estoy quedando dormido,
llaman a la puerta y oigo desde arriba una voz desconocida que llama por su
nombre a mi lacónico hermano.
Tirso ¿Cuánto tiempo? Espero
tengas una buena razón para hacerme subir aquí, al techo del mundo.
Mientras tanto se quitaba el
anorak y lo colgaba en la percha de la pequeña entrada, donde había una
banqueta para sentarse y quitarse las
botas, este habitáculo era tan pequeño que yo siempre le llamé el confesionario,
al ser de madera y la antesala al salón. Un salón, donde se reunía la familia
cada día.
Me quedo unos minutos mirando al techo de mi habitación comenzando a
recordar mi infancia, y entonces noto la presencia de mi madre que me mira
benevolente, desecho esos pensamientos y evoco las largas tardes de invierno cuando nos quedábamos
aislados por la nieve y las ventiscas.
Mi madre antes de que tuviéramos
la edad escolar, nos daba clases de historia y de matemáticas, todo era
fantástico para nosotros, pues nos creíamos seres especiales, fantásticos y
casi irreales ante el resto del mundo, y solo
por vivir la vida que queríamos. Éramos los únicos habitantes de
aquellos parajes y eso nos hacía sentirnos parte de la naturaleza.
Después de divagar un rato con
mis recuerdos, me levanto de la cama, lo hago con desgana, miro desde lo alto
de las escaleras el salón para ver al que acababa de llegar, para mí fue toda
una sorpresa, pero desagradable, Faustino el enemigo número uno que siempre
tuve en el colegio incordiándome, era un tipo de los que me ridiculizaban cada vez que tenía ocasión.
La verdad es, que siempre le odié
por su arrogancia, pero al mirarlo desde mi atalaya lo vi decrépito, obeso y
descuidado, de su frente perlaban gotas de sudor al calor de la chimenea, nos
saludamos fríamente.
De nuevo llaman a la puerta, mi
hermano se precipita para abrirla, y entra Juan haciendo aspavientos sobre el
frío, que hace el mismo ritual, cuelga la pelliza de borreguito, se quita las
botas de goma y entra en el salón donde se encontraba sentado Faustino, se
saludaron con la mano en alto como si estuvieran espantando moscas, y como si
el tiempo no hubiera pasado, hablaron de cosas intranscendentes.
La campanilla de la puerta suena con un
tintineo urgente, se trataba de Samuel, un hombre alto, enjuto, como siempre
fue, su nariz de picaporte lucía colorada como un pimiento por el frío, se
sacude las botas, y protesta a modo de saludo por el mal tiempo, anunciando una
inminente ventisca que se avecinaba, se sienta al lado de la chimenea, al
sentarse hace un comentario sobre las gárgolas que adornaban las dos esquinas
de la descomunal chimenea.
Mi hermano, no deja de hacer el ritual de barrer la
ceniza. Yo, sigo mirando desde lo alto de las escaleras hacia el salón,
entonces me sorprende ver la mesa del comedor dispuesta para seis, aspiro hondo
y pienso que es tentador el olor que sale de la cocina. El llamador de un teléfono móvil me
sobresalta, enseguida la voz de mi hermano responde hueca, poco después
lacónico como siempre, me dice mirándome, es Fernando para disculparse por su
ausencia, no puede subir, la nieve se lo impide.
Yo bajé las escaleras, noté una
sensación de alivio a pesar de reinar un ambiente raro, los miré a todos con
ojos interrogantes, y pensé (qué demonios hubiera pintado en aquella reunión
Fernando el mecánico del pueblo, si nunca quisimos jugar con él por lo bruto
que era).
A mi hermano siempre le gustó la
Espeleología. Recuerdo cuando aún era un niño, mi padre le llevaba a la sierra, y los dos descubrían grutas y algún que otro lago dónde iban a desembocar las aguas
del deshielo, tanto era su entusiasmo que a veces hacía que mi padre perdiera
la noción del tiempo llegando a tener que pasar la noche en alguna de las
innumerables grutas, y cuando los dos se sentían satisfechos de naturaleza,
volvían a casa obsequiando a mi madre con un ramillete de cuernecillos azules
que proliferan en lo más alto de la sierra, mi madre lo colocaba con primor en
un jarrón de cerámica encima del piano.


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