Esta
cierta afición por caminar por la parte antigua de Cáceres, surgió en mi desde
muy tierna edad, todo sucedía al parecer como algo imprevisible, por supuesto,
desconociendo el motivo del porqué cada día me metía en las entrañas de algo
que, sin darme cuenta estaba marcando las pautas que más tarde perfilarían mi
forma de pensar.
Quizás
será mejor, que descubra ante vosotros mis vivencias:
Cuando
un día ya adulta me encontraba paseando era… recuerdo, uno de esos tranquilos atardeceres de un otoño melancólico que con devoción
pisaba los cantos rodados de las calles de la ciudad Monumental de Cáceres y,
como siempre suele suceder por este entorno cuando el sol comenzaba a ocultarse,
miro indolente las torres desmochadas
que veo al pasar, para mí era como si de un rito se tratara, entonces fue
cuando percibí como aceptaba ese ejercicio natural y casi obligatorio que incita
a que en el ambiente se entre en los sentidos,
sintiendo algo especial y propiciatorio
para que surja la magia.
Antes que la oscuridad truncara mi paseo, me
vi amparada bajo la débil luz de un
farol de esquina, mis piernas parecían
negarse a seguir caminando y, me quedé varada bajo la misteriosa luz
tintineante, no sé cómo pudo suceder pero apoyada en aquella esquina me vi
contemplando extasiada la más alta torre, la cual domina el hermoso recinto de
la plazuela de San Mateo, que, no por casualidad no se encuentra desmochada,
ante mis ojos la vi erguida, erguida
como una cigüeña desafiando al abismo-de ahí su nombre—parecía encararse a la
tímida luna que osaba posarse en sus almenas, ante este contraste de piedra y
luna, mis ojos se agrandaron al notar como algo parecido a un hechizo se
apoderaba de aquella mole que rebosante de una y belleza atemporal se mantiene
imperturbable al paso de los siglos.
Entonces fue cuando comencé a evocar aquello
que viví de niña y que sin duda fue el despertar de mi imaginación aún
prematura; pues debía contar con quizás… seis, o siete años; entonces recordé
que tenía por costumbre correr por las mágicas callejuelas, a veces mis
carreras, eran tan alocadas que daba la sensación de que hubiera visto algo
fuera de lo cotidiano.
Más tarde supe, que todo en la vida tiene su porqué.
Y
entonces cuestas con mi inocencia, tuve una revelación que me dijo, que no me
sintiera preocupada por los sentimientos que me invadían pues desde siempre y,
al no ser consciente de ello, había sido
atrapada por ese encanto especial que solo ellos los que estuvieron antes que
yo, supieron quedarnos con su impronta el testimonio de que estuvieron aquí, y
que nos enseñaron a vivir en armonía entre estas murallas hechas de barro y
paja fueron tres civilizaciones, que al echar sus raíces aquí y, al formar
parte activa de esta ciudad, supieron quedar en estas calles y en sus casas, la
esencia de esa idiosincrasia que nada más entrar en ellas notas cómo te
sugestiona, haciendo que sin proponértelo sientas una presencia incorpórea
latente que al mismo tiempo embarga el aire que se respira y que te hace sentir como la sangre comienza a licuarse
hasta llegar a fluir con generosidad por las venas, en ese instante, es cuando
sientes el abrazo y la entrega de unas vivencias, que aunque pasadas, no puedes llegar a comprender de donde viene esa
reacción que no has propiciado, mientras
caminas con paso lento por las calles de
la Ciudad Monumental. Como un hechizo, hace entregarte sin ataduras al encanto
del entorno sin llegar a entender tu
propia reacción. Es un mundo que se presenta ante el caminante de forma quizás incomprensible; pero cuando ves que pasa el
delirio del momento, viene la comprensión, que es sencillamente dejar que la
imaginación vuele presentándose como algo fuera de lo cotidiano, y con ello te
abandonas dando pábulo a que se desborde como in río caudaloso todas tus
fantasías.
Cuando de nuevo vuelvo a la realidad, entonces, sin querer pienso que he sido transportada a un mundo que nunca fue irreal, pues las
piedras con tan sólo tocarlas transmiten esas vivencias que dominadas por
impulsos naturales, incomprensiblemente te dicen que siguen ahí.
Cada
día y, en mi etapa de niña, a la salida del colegio Carmelitas sito en la calle
Olmos y, encontrándose este inmueble integrado en el conjunto monumental; una
vez terminadas las clases, yo como siempre me escaqueaba de la autoridad de mi
hermana para dedicarme a husmear los patios de los palacios que encontraba a mi
paso que, por aquel entonces se hallaban muchos de ellos habitados.
Esos
palacios con sus columnas y patios de columnas peristilos y donde algunos de
ellos, también se perfilan dentro de un
estilo de alegorías moriscas y romanas, siendo para cualquier
visitante una inyección de historia salpicada de señoríos.
El
itinerario que hacía cada día dentro del calendario escolar hasta llegar a mi
destino, era para mí como si me adentrase en otro mundo, un mundo diferente,
tanto, que a veces creía encontrarme inmersa en un enorme museo de piedra,
piedras que me hacían sentir a cada paso que daba y, a veces, cuando mi
diminuto cuerpo de niña se rozaba con algunas de las paredes que configuran los palacios, yo creía sentir
el palpitar de la piedra, ahora lo comprendo, pues es como si el subconsciente
del paseante hubiera creado una conjunción
entre las piedras y el corazón de quien las contempla con respeto, es
algo que quizás sin pretenderlo, hizo
que la historia de Cáceres se pudiera escribir con tinta de oro.


Muy bueno como siempre Teresa.
ResponderEliminarUn beso.
Puro.