Recuerdo que siempre fui una niña curiosa, hasta el punto de tener como
entretenimiento mirar la hora que cada vecino del barrio llegaba a su casa, era
simplemente una curiosidad que se me había ocurrido después de haber visto una
película muy famosa que se proyectaba en casi todos los cines de las ciudades españolas,
titulada, La ventana indiscreta, no recuerdo cómo llegué a verla, pero me
apeteció imitar a aquel personaje que por el mero hecho de mirar por su ventana
se encontró envuelto en una siniestra situación.
Claro que por supuesto yo, solo acodaba mis brazos a la
espera que pudiera aparecer algún vecino que me pareciera sospechoso, y que
fuera tan terrible en su proceder que con solo tenerlo bajo vigilancia pudiera cambiar mi
vida, una vida que por supuesta se encontraba repleta de fantasías juveniles.
No es que me encontrara ociosa, era verano y ya había
guardado mi madre los libros que debíamos leer cuando nos fuéramos al campo,
pues mi familia nunca tuvo por
costumbre ir a la playa, por lo tanto nos conformábamos en pasar unos
días en el campo en una casona de una finca propiedad de una prima de mi madre,
que nos la cedía siempre en agosto, que según mi madre era para que se la limpiáramos de telarañas.
Pero eso no tenía importancia para nosotros, que éramos siete
hermanos, que nada más llegar al campo nos volvíamos salvajes, corriendo entre
aquellos olivares, éramos siete pero siempre había algún que otro agregado que
mi madre al enterarse que se quedaba solo sin amigos, nos lo llevábamos con
nosotros, sin dudas cada día era una fiesta.
La finca en sí no se encontraba muy lejos de Cáceres, pero mi
padre arrendaba una camioneta en la cual en la caja viajábamos todos los niños
junto con Antonia, una mujer que ayudaba a mi madre en las tareas de la casa, y
las viandas para los días que íbamos a estar allí.
Sin dudas el viaje era lo más divertido de aquel “veraneo”
pues no cesábamos de cantar y aplaudir cuando adelantábamos a todos los
labriegos que menos afortunados caminaban al lado de sus borricos.
Ahora me encuentro recordando este pasaje de mi vida, cuando me veo bajo el influjo mortífero de un virus. En aquella época de esos veranos, la realidad es que no sabíamos valorar la palabra libertad, pues podíamos jugar
con cualquier niño sin preguntar quién era, nos reuníamos la familia, para
comer, los niños en el campo nos acostábamos todos juntos en las camas sin
temor a que pudiera pasarnos algo malo, los mayores, recuerdo que tengo en mi
memoria que después de cada cena y en
la amplia terraza que precedía a la casona del campo, se hacían tertulias interminables al
no tener que trabajar al día siguiente, todo era hermandad, nadie interponía su
mano para que no te acercaras demasiado.
Ahora sigo como antes, asomada a la ventana, pero en unas extrañas circunstancias en la que nos vemos envueltos, pues hoy me invade la sensación de angustia al ver la
calle desierta, y no poder escuchar aquellos chirridos de pasos que para mí eran
un detonante que despertaban mi fantasía,
pues en esos pasos esperaba que me trajeran algo interesante que yo aderezaría con mi
fantasía.
Pero todo esto, ha dejado de existir, solo queda la
desconfianza de no saber si con la persona que hablas está infectada.
Por supuesto lo escribo en verano, un verano que he tardado
en ir a la piscina, pues el miedo es libre, tampoco me atrevo a ir a la playa
por si hay otro confinamiento y me tenga apartada de mis seres queridos.
La piscina es algo que no tenía previsto integrar este
año en mi calendario estival, pues, mi
mente se debate entre vivir la vida en libertad, o quedarme en casa, pero como
el calor aprieta, y al parecer es un poquito más de lo normal, me armo de valor
y me voy a la piscina, pero cuando entro en el recinto de bañistas, siento una
gran decepción, pues a veces me encuentro sola disfrutando de ese fabuloso regalo que es el de zambullirme en una piscina impecable.
¿Dónde está la gente? Me pregunto.
¿Existe tanto miedo como para no desear refrescarse?
Yo he perdido el miedo, aunque al llegar a casa y, por
precaución tenga que ducharme como si hubiera estado participando en una
maratón.
Y de nuevo me veo con
los codas apoyaos en el alfeizar de mi ventana, esperando ver pasar a alguien
que haga despertar de nuevo mi calenturienta imaginación, pero que al mismo tiempo me haga olvidar
esta nefasta historia que nos ha tocado vivir.
Pero no olvidemos que cada día sale el sol para alumbrar
nuestro camino.

