Un rayo de luz atravesaba las cortinas de la ventana de mi
despacho, el reloj señalaba las siete de la tarde. Era un atardecer del otoño
cacereño, y me encontraba trabajando en unos papiros, de lenguas antiguas,
leyendo uno de estos documentos, noté por primera vez que me había despertado la imaginación, haciendo nacer en mí un torrente de
desenfrenadas ilusiones, porque a medida que iba descifrando esos documentos en
papiros con escritura cuneiforme, sentí que me invadió el ansia incontrolable de pisar
aquellas tierras que sin motivo aparente había despertado en mí esas ansias tremendas de explorador.
Después de meditarlo un día por fin, decidí embarcarme en la
aventura que, más tarde, sería, la aventura “de mi vida”. Después de pedir favores a los
amigos para que me agilizaran el tan temido y enredoso papeleo de los visados;
un mes después, y llena de ilusiones me
adentraba en el corazón del desierto de Síria, vestida a la usanza árabe.
La ruta que desde mi casa tracé no llego a realizarse al ser
imprescindible, según las autoridades sirias
pues era imprescindible desviarse para seguir la ruta de las caravanas
que atravesaban el desierto de Sinaí.
En este recorrido siempre
estuve acompañada por un guía beduino.
Recuerdo el día en que
lo conocí, después de haber hecho arduas indagaciones sobre él a través de la
embajada, donde me dijeron cómo podía encontrarlo, enseguida que lo vi supe que
era el hombre ideal para ser mi guía por el desierto.
Pues sabía que necesitaba
a alguien que estuviera acostumbrado a atravesar aquel desierto. Aquel día en
que me dirigí hacia su búsqueda una tufo rada de sudor rancio y desagradable me
llevó ante una cabaña donde lo encontré sentado, el hombre parecía estar inmerso
en una suerte de trance, pues se podía apreciar cómo cabeceaba repetidas veces,
su aspecto era sombrío parecía estar inmerso en la nostalgia, cuando levantó la
mirada ésta aparentaba tener una fijeza caso fósil, pero al oír mi
propuesta su semblante cambió, tanto que
hizo brotar de sus arrugados labios, una tenue sonrisa.
Habían pasado ya cuatro
días del comienzo de mi aventura y, se mostraba una tarde de otoño melancólico,
yo me encontraba en medio de un desierto
ardiente, ante esta observación me pareció gracioso cuando pensé que en mi
Extremadura ya se estaba preparando con increíble solemnidad el adagio del
invierno.
El hombre sin moverse de dónde se encontraba sentado me dijo,
¿Está segura de querer atravesar el desierto
de Wadi Araba?
Si conteste con seguridad. Después de debatir cual sería el
itinerario a seguir según su criterio, quedamos
en vernos una vez tuviera todo lo necesario para el viaje.
Dos días después me
presenté de nuevo en su cabaña, pero el hombre no estaba, miré por los alrededores
y seguía sin dar señales de vida, en aquellos momentos, me vi perdida y sin
saber a quién acudir, pues de aquel guía
me habían informado que era el más adecuado para hacer aquel viaje.
Abatida por el desengaño, y al pensar en tantas y tantas
noches que había pasado en vela dando forma a mi sueño. Cuando las manos se me bañaron con un sudor
trémulo, apareció tras de mí un hombre, era diminuto, de piel oscura y, rostro difícilmente que difícilmente podía olvidar, el pelo
rizado y ojos profundos, parecían dos charcos profundos y oscuros, que al
dirigirme a él me sonrió.
Más tarde supe que era uno de esos hombre que nunca quiso
saber del mundo exterior al estar inmerso en los libros dónde intentaba sin
tener éxito descifrar los antiguos misterios que esconde lo largo de la
historia.
Pues siempre creyó que
aquellas páginas viejas y amarillentas les podían revelar algún secreto, y por
ese motivo se encontraba allí, necesitaba acceder a un supuesto poder que
intuía se encontraba encerrado en alguna parte de Siria, en su mano, una Biblia,
un libro que en el cual se transmiten
los antiguos misterios que han ido acaeciendo a lo largo de la historia.
Una vez nos pusimos de acuerdo, emprendimos la marcha
adentrándonos por profundos desfiladeros que se hallaban cubiertos de espesa
vegetación, y donde el sendero juguetón
serpenteaba entre dos altas y estrechas paredes de roca de un bello
color tornasolado.
Mi corazón latía con tal fuerza que tuve que beber agua para
apaciguarlo.
El espectáculo que apareció ante mis ojos era grandioso. Y seguí
mi camino con mi nuevo guía beduino, entonces nos dirigimos hacia un camino que
resultó ser largo y fatigoso. El calor se hacía cada vez más agobiante, pero me
tranquilizó saber que aún teníamos agua suficiente para dos jornadas.
Anduvimos largo rato
por una senda estrecha y profunda desde donde costaba ver el cielo. A veces,
cuando alzaba la mirada hacia él, solo conseguía ver una hebra de hilo a lo
alto de un color azul intenso.
De repente, nuestro
apacible caminar se interrumpe, rompiéndose el silencio del desierto, pues un murmullo de voces y fuertes pisadas de camellos hacen temblar la
arena cálida del suelo. Nos miramos parecían acercarse; pero el camino donde
nos encontrábamos era tan estrecho que
nos parecía imposible refugiarnos al no
haber ningún recodo donde escondernos.
El guía, me miró sin decir nada, pero por la expresión de su cara vi reflejado
una mezcla de agitación y terror. De repente, y tras una curva aparecieron, como si se tratara de fantasmas, cinco jinetes que galopan veloces montados
en sus camellos, entonces me di cuenta de que todo lo que estaba viviendo no
era un sueño, sino una realidad palpable.
Un grito ahogado me sobresaltó al hacerse un extraño eco en
el inmenso desierto. Cuando los jinetes llegaron a nuestra altura, se
dirigieron a mi guía beduino.
Eran hombres vestidos
de negro al estilo Tuareg, con turbante que solo dejaban ver sus ojos de color
azabache, dándonos a entender que yo no
podía seguir por ese camino, al ser éste sagrado. Después de una intensa negociación
por ambas partes, mi guía les convence de
que yo sólo era una exploradora, y nos dejaron pasar por aquél
desfiladero pero siempre escoltados por cinco hombres.
Así anduvimos una hora bajo el sol abrasador y ya, en el último
recodo del camino, ante mis atónitos ojos, apareció una visión extraordinaria e
imborrable: Allí estaba esculpida, en aquella masa de arenisca rosada, una majestuosa
fachada.
Sobrecogido ahogué en
mi garganta una exclamación de asombro.
Nos adentramos y, al caminar por las calles pude percibir un
aire misterioso y lleno de silencio que por el
sólo hecho de generar un sonido fuerte, podía ofender a sus callados moradores…
Nos encontrábamos en
una ciudad en donde se hallaban esculpidas y finamente talladas en las rocas
unas tumbas que pertenecieron a los Edomitas, estas piedras exhibían maravillosos capiteles, puertas y
ventanas, que hábilmente flanqueaban la masa arenisca del camino.
El sol, con su luz, ya empezaba a tomar suaves tonalidades,
envolviendo el cielo con un manto dorado.
Yo, una cacereña, y poseída por la locura de explorar sitios
místicos y milenarios, acababa de descubrir la misteriosa ciudad perdida de la
que había oído hablar durante mis viajes por Oriente.
Mi estupor se
trucó en regocijo al adentrarme por una de aquellas calles milenarias y dormidas. Los cinco nabateos inexplicablemente
al llegar a una plaza nos detuvieron, dos días con sus dos noches en un lúgubre
calabozo. Al tercer día de nuestro encierro, y cuando hacía una noche de calor
insoportable, alguien se acercó al ventanuco donde Seguirá


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