lunes, 13 de julio de 2020

El misterio del desierto 1º parte

Un rayo de luz atravesaba las cortinas de la ventana de mi despacho, el reloj señalaba las siete de la tarde. Era un atardecer del otoño cacereño, y me encontraba trabajando en unos papiros, de lenguas antiguas, leyendo uno de estos documentos, noté por primera vez que me había despertado la imaginación,  haciendo nacer en mí un torrente de desenfrenadas ilusiones, porque a medida que iba descifrando esos documentos en papiros con escritura cuneiforme, sentí que me invadió el ansia incontrolable de pisar aquellas tierras que sin motivo aparente había despertado en mí esas ansias tremendas de explorador.
Después de meditarlo un día por fin, decidí embarcarme en la aventura que, más tarde, sería, la aventura  “de mi vida”. Después de pedir favores a los amigos para que me agilizaran el tan temido y enredoso papeleo de los visados; un mes después, y llena de ilusiones  me adentraba en el corazón del desierto de Síria, vestida a la usanza árabe.
La ruta que desde mi casa  tracé no llego a realizarse al ser imprescindible, según las autoridades sirias  pues era imprescindible desviarse para seguir la ruta de las caravanas que atravesaban el desierto de Sinaí.
 En este recorrido siempre estuve acompañada por un guía beduino.
 Recuerdo el día en que lo conocí, después de haber hecho arduas indagaciones sobre él a través de la embajada, donde me dijeron cómo podía encontrarlo, enseguida que lo vi supe que era el hombre ideal para ser mi guía por el desierto.
 Pues sabía que necesitaba a alguien que estuviera acostumbrado a atravesar aquel desierto. Aquel día en que me dirigí hacia su búsqueda una tufo rada de sudor rancio y desagradable me llevó ante una cabaña donde lo encontré sentado, el hombre parecía estar inmerso en una suerte de trance, pues se podía apreciar cómo cabeceaba repetidas veces, su aspecto era sombrío parecía estar inmerso en la nostalgia, cuando levantó la mirada ésta aparentaba tener una fijeza caso fósil, pero al oír mi propuesta  su semblante cambió, tanto que hizo brotar de sus arrugados labios, una tenue sonrisa.
 Habían pasado ya cuatro días del comienzo de mi aventura y, se mostraba una tarde de otoño melancólico,  yo me encontraba en medio de un desierto ardiente, ante esta observación me pareció gracioso cuando pensé que en mi Extremadura ya se estaba preparando con increíble solemnidad el adagio del invierno.
El hombre sin moverse de dónde se encontraba sentado me dijo,
  ¿Está segura de querer atravesar el desierto de Wadi Araba?
Si conteste con seguridad. Después de debatir cual sería el itinerario a seguir según su criterio, quedamos  en vernos una vez tuviera todo lo necesario para el viaje.
 Dos días después me presenté de nuevo en su cabaña, pero el hombre no estaba, miré por los alrededores y seguía sin dar señales de vida, en aquellos momentos, me vi perdida y sin saber a quién acudir,  pues de aquel guía me habían informado que era el más adecuado para hacer aquel viaje.
Abatida por el desengaño, y al pensar en tantas y tantas noches que había pasado en vela dando forma a mi sueño.  Cuando las manos se me bañaron con un sudor trémulo, apareció tras de mí un hombre, era diminuto, de piel oscura  y, rostro difícilmente que difícilmente podía olvidar, el pelo rizado y ojos profundos, parecían dos charcos profundos y oscuros, que al dirigirme a él me sonrió.
Más tarde supe que era uno de esos hombre que nunca quiso saber del mundo exterior al estar inmerso en los libros dónde intentaba sin tener éxito descifrar los antiguos misterios que esconde lo largo de la historia.
 Pues siempre creyó que aquellas páginas viejas y amarillentas les podían revelar algún secreto, y por ese motivo se encontraba allí, necesitaba acceder a un supuesto poder que intuía se encontraba encerrado en alguna parte de Siria, en su mano, una Biblia, un libro que en el cual se  transmiten los antiguos misterios que han ido acaeciendo a lo largo de la historia.
Una vez nos pusimos de acuerdo, emprendimos la marcha adentrándonos por profundos desfiladeros que se hallaban cubiertos de espesa vegetación, y donde el sendero juguetón  serpenteaba entre dos altas y estrechas paredes de roca de un bello color tornasolado.
Mi corazón latía con tal fuerza que tuve que beber agua para apaciguarlo.
El espectáculo que apareció ante mis ojos era grandioso. Y seguí mi camino con mi nuevo guía beduino, entonces nos dirigimos hacia un camino que resultó ser largo y fatigoso. El calor se hacía cada vez más agobiante, pero me tranquilizó saber que aún teníamos agua suficiente para dos jornadas.
Anduvimos  largo rato por una senda estrecha y profunda desde donde costaba ver el cielo. A veces, cuando alzaba la mirada hacia él, solo conseguía ver una hebra de hilo a lo alto de un color azul intenso.
De repente,  nuestro apacible caminar se interrumpe, rompiéndose el silencio del desierto, pues un murmullo de voces y fuertes pisadas de camellos hacen temblar la arena cálida del suelo. Nos miramos parecían acercarse; pero el camino donde nos encontrábamos  era tan estrecho que nos parecía  imposible refugiarnos al no haber ningún recodo donde escondernos.
El guía, me miró sin decir nada,  pero por la expresión de su cara vi reflejado una mezcla de agitación y terror. De repente, y tras una curva aparecieron,  como si se tratara de  fantasmas, cinco jinetes que galopan veloces montados en sus camellos, entonces me di cuenta de que todo lo que estaba viviendo no era un sueño, sino una realidad palpable.
Un grito ahogado me sobresaltó al hacerse un extraño eco en el inmenso desierto. Cuando los jinetes llegaron a nuestra altura, se dirigieron a mi guía beduino.
 Eran hombres vestidos de negro al estilo Tuareg, con turbante que solo dejaban ver sus ojos de color azabache, dándonos  a entender que yo no podía seguir por ese camino, al ser éste sagrado. Después de una intensa negociación por ambas partes, mi guía les convence de  que yo sólo era una exploradora, y nos dejaron pasar por aquél desfiladero pero siempre escoltados por cinco hombres.
Así anduvimos una hora bajo el sol abrasador y ya, en el último recodo del camino, ante mis atónitos ojos, apareció una visión extraordinaria e imborrable: Allí estaba esculpida, en aquella masa de arenisca rosada, una majestuosa fachada.
 Sobrecogido ahogué en mi garganta una exclamación de asombro.
Nos adentramos y, al caminar por las calles pude percibir un aire misterioso y  lleno de silencio que por el sólo hecho de generar un sonido fuerte, podía ofender a sus callados moradores…
Nos encontrábamos  en una ciudad en donde se hallaban esculpidas y finamente talladas en las rocas unas tumbas que pertenecieron a los Edomitas, estas piedras  exhibían maravillosos capiteles, puertas y ventanas, que hábilmente flanqueaban la masa arenisca del camino.
El sol, con su luz, ya empezaba a tomar suaves tonalidades, envolviendo el cielo con un manto dorado.
Yo, una cacereña, y poseída por la locura de explorar sitios místicos y milenarios, acababa de descubrir la misteriosa ciudad perdida de la que había oído hablar durante mis viajes por Oriente.
 Mi estupor se trucó en regocijo al adentrarme por una de aquellas calles  milenarias y dormidas. Los cinco nabateos inexplicablemente al llegar a una plaza nos detuvieron, dos días con sus dos noches en un lúgubre calabozo. Al tercer día de nuestro encierro, y cuando hacía una noche de calor insoportable, alguien se acercó al ventanuco donde 

Seguirá



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