domingo, 26 de julio de 2020

Los parámetros cambian


Recuerdo que siempre fui una niña  curiosa, hasta el punto de tener como entretenimiento mirar la hora que cada vecino del barrio llegaba a su casa, era simplemente una curiosidad que se me había ocurrido después de haber visto una película muy famosa que se proyectaba en casi todos los cines de las ciudades españolas, titulada, La ventana indiscreta, no recuerdo cómo llegué a verla, pero me apeteció imitar a aquel personaje que por el mero hecho de mirar por su ventana se encontró envuelto en una siniestra situación.
Claro que por supuesto yo, solo acodaba mis brazos a la espera que pudiera aparecer algún vecino que me pareciera sospechoso, y que fuera tan terrible en su proceder que con solo tenerlo bajo vigilancia pudiera cambiar mi vida, una vida que por supuesta se encontraba repleta de fantasías juveniles.
No es que me encontrara ociosa, era verano y ya había guardado mi madre los libros que debíamos leer cuando nos fuéramos al campo, pues mi familia nunca tuvo por   costumbre ir a la playa, por lo tanto nos conformábamos en pasar unos días en el campo en una casona de una finca propiedad de una prima de mi madre, que nos la cedía siempre en agosto, que según mi madre era para que se  la limpiáramos de telarañas.
Pero eso no tenía importancia para nosotros, que éramos siete hermanos, que nada más llegar al campo nos volvíamos salvajes, corriendo entre aquellos olivares, éramos siete pero siempre había algún que otro agregado que mi madre al enterarse que se quedaba solo sin amigos, nos lo llevábamos con nosotros, sin dudas cada día era una fiesta.
La finca en sí no se encontraba muy lejos de Cáceres, pero mi padre arrendaba una camioneta en la cual en la caja viajábamos todos los niños junto con Antonia, una mujer que ayudaba a mi madre en las tareas de la casa, y las viandas para los días que íbamos a estar allí.
Sin dudas el viaje era lo más divertido de aquel “veraneo” pues no cesábamos de cantar y aplaudir cuando adelantábamos a todos los labriegos que menos afortunados caminaban al lado de sus borricos.
Ahora me encuentro recordando este pasaje de mi vida, cuando me veo bajo el influjo mortífero de un virus. En aquella época de esos veranos, la realidad es que no sabíamos valorar la palabra libertad, pues podíamos jugar con cualquier niño sin preguntar quién era, nos reuníamos la familia, para comer, los niños en el campo nos acostábamos todos juntos en las camas sin temor a que pudiera pasarnos algo malo, los mayores, recuerdo que tengo en mi memoria que después de cada cena y en la amplia terraza que precedía a la casona del campo, se hacían tertulias interminables al no tener que trabajar al día siguiente, todo era hermandad, nadie interponía su mano para que no te acercaras demasiado.
Ahora sigo como antes, asomada a la ventana, pero en unas extrañas circunstancias en la que nos vemos envueltos, pues hoy me invade la sensación de angustia al ver la calle desierta, y no poder escuchar  aquellos chirridos de pasos que para mí eran un detonante que despertaban mi fantasía,  pues en esos pasos esperaba que me trajeran algo interesante que yo aderezaría con mi fantasía.
Pero todo esto, ha dejado de existir, solo queda la desconfianza de no saber si con la persona que hablas está infectada.
Por supuesto lo escribo en verano, un verano que he tardado en ir a la piscina, pues el miedo es libre, tampoco me atrevo a ir a la playa por si hay otro confinamiento y me tenga apartada de mis seres queridos.
La piscina es algo que no tenía previsto integrar este año  en mi calendario estival, pues, mi mente se debate entre vivir la vida en libertad, o quedarme en casa, pero como el calor aprieta, y al parecer es un poquito más de lo normal, me armo de valor y me voy a la piscina, pero cuando entro en el recinto de bañistas, siento una gran decepción, pues a veces me encuentro sola disfrutando de ese fabuloso regalo que es el de zambullirme en una piscina  impecable.
¿Dónde está la gente? Me pregunto.
¿Existe tanto miedo como para no desear refrescarse?
Yo he perdido el miedo, aunque al llegar a casa y, por precaución tenga que ducharme como si hubiera estado participando en una maratón.
Y de nuevo me veo  con los codas apoyaos en el alfeizar de mi ventana, esperando ver pasar a alguien que haga despertar de nuevo mi calenturienta imaginación, pero que al mismo tiempo me haga olvidar esta nefasta historia que nos ha tocado vivir.

Pero no olvidemos que cada día sale el sol para alumbrar nuestro camino.



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