El viento soplaba cada vez con más fuerza y las
copas de los árboles se agitaban y sacudían las hojas muertas entre susurros.
Éstas caían en cataratas formando torbellinos a cada ráfaga.
Es el mes de Junio y desde la ventanilla del tren se
podía contemplar un hermoso paisaje de lomas con bosquecillos aislados y
caminos bordeados de cipreses que se extendían a lo largo del recorrido.
Cristina viajaba en un vagón de segunda clase. La
temperatura dentro del tren era exageradamente calurosa y el sudor le resbalaba
por su cara inexpresiva, tenía las manos pegajosas y lucía una extremada
delgadez producida por el insomnio permanente que padecía. No era una mujer
precisamente atractiva por su baja estatura y nariz aguileña, a pesar de no
llegar a los cuarenta años y lucir una larga melena de color canela.
Cerró los ojos por unos momentos mientras salía un
hondo suspiro de su garganta y la carta que guardaba en el bolsillo de su falda
de lino color verde oscuro parecía querer quemar su cadera.
Cristina sacó nerviosa la carta del bolsillo y antes
de volver a leer aquella firma, pensó: ¡Hay
gente que hace la firma indescifrable! Se frotó los ojos y volvió a leer. Se sentía cansada y sólo la hacía feliz
pensar en los honorarios que le ofrecían, unos honorarios extrañamente
sustanciosos.
Eran las ocho de la tarde cuando el tren hizo una
parada en un apeadero de una región al sudoeste de Irlanda para recoger un
único pasajero destinado a ocupar un asiento en primera clase. Algunos
viajeros, aprovechando el parón, se
bajaron del tren para estirar las piernas. Cristina sacó la cabeza por
la ventanilla y después de mirar unos minutos decidió que un poco de aire
fresco no le vendría mal y descendió cautelosamente los peldaños del tren para
poco después pasear pensativa por el andén.
Ya habían transcurrido dos horas de viaje desde la
última parada y distraía su mente atormentada viendo pasar desde la ventanilla
del tren una tierra que a Cristina le pareció indómita y misteriosa, como las
leyendas celtas que solía contar su abuela en las largas tardes de invierno,
cuando les informaron que estaban
llegando a un apeadero, antes de la parada de la ciudad de Cork. Ese contratiempo la puso extremadamente
nerviosa y volvió a recordar vagamente la firma de la misiva que tanta incertidumbre
le estaba causando.
Después de pensar un rato Cristina, cada vez más
intranquila, no recuerda haber tenido contacto con nadie para que supieran unos
extraños sus señas, a no ser en la época que trabajó como eventual en la
recepción de un hotel de Cantabria.
Ahora todo le parecía confuso, la carta que tenía en
sus manos estaba redactada en términos muy vagos. Y empezó a sentir algo
extraño en su interior que no sabía explicar, una terrible ira contra ella misma por acudir
a una cita de trabajo sin antes tener referencias.
En aquel vagón de segunda clase abarrotado de
viajeros y envuelta en una aureola de honestidad y principios irrenunciables,
Cristina triunfaba sobre la incomodidad y el calor sin perder la compostura.
Por la mañana al despertar, le dolía la
cabeza después de pasar la noche sentada en el duro asiento del compartimiento.
Al abrir los ojos se estremeció de nuevo acuciada por sus pensamientos y deseó
no tener que dirigirse hacia ese destino que nunca debió aceptar.
Eran las dos del mediodía cuando el tren se detuvo inesperadamente,
habían dejado atrás paisajes rocosos, campos amables, playas desiertas y
pueblos donde sonaba la música celta. Algunas cabezas se asomaban por las
ventanillas tiznadas de carbón para protestar. Abajo, un grupo de hombres junto
a las vías señalaba un bulto que entorpecía
la circulación del tren.
-
¿Qué es lo que
ocurre ahora?- Preguntó un viajero con cara de palo y cabeza calva asomado a la ventanilla.
Un empleado de la empresa ferroviaria le contesta
secamente:
-
¡No es nada!
Y al instante
era recogida de las vías una abultada bolsa, al parecer sin ninguna
importancia.
Mientras, por la cola del tren y aprovechando la
parada sube precipitadamente una persona tocada con un sombrero de ala ancha. Cristina
sintió una especie de zozobra que le llenó la cabeza de tinieblas, ya se había
hecho la idea de llegar tarde a su cita y se acomodó de nuevo en su asiento con
una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas, las manos le sudaban
cada vez más por el calor y el nerviosismo.
Continuará...
No hay comentarios :
Publicar un comentario