Llego a mi casa después de un día agotador en el despacho de abogados donde soy socio propietario. Veo en la bandeja del mueble del recibidor una carta de color sepia. Es de una notaria y lleva una escueta nota de la asistenta: ¡Por favor, no la olvide, léala!
Llevo conmigo la carta hasta la alcoba y mientras me quito el nudo de la corbata rasgo el sobre sin interés. Leo que tengo que presentarme en la calle Montera número 16, piso noveno, a las once de la mañana de éste jueves. Se trata de la lectura de un testamento.
No salgo de mi extrañeza, llevo desde los quince años viviendo en Madrid y jamás, desde que murieron mis padres, había sabido nada de ningún pariente y ahora me habían dejado algo en herencia. Tenía una hipotética familia en Extremadura.
Ya en el baño y todavía sorprendido, me miro al espejo y veo reflejado en él un hombre atractivo con unos enormes ojos azules heredados, según me contaron mis padres, de mi abuela.
Tengo cumplido los cuarenta, pero me encuentro en plena forma, los años no me impiden soñar que quizás vaya a tener un refugio en Extremadura para así poder disfrutar del bucólico campo.
Dar un rustico paseo entre los encinales descansar del sol ardiente a la sombra de un robusto alcornoque y admirar el cielo limpio y transparente como me han contado que es el de esta tierra.
Creo que eso podría ser una buena opción para poder descansar. Pienso que me estoy haciendo ilusiones como si fuera un colegial. Me echo encima de la cama y empiezo a soñar.
Por la mañana del día siguiente me dirijo al despacho de la notaria, un edificio antiguo pero con retazos de un lujo ahora decadente. Subo al noveno piso y paso sin llamar.
Sentada ante una gran mesa de despacho adornada con cabezas de la antigua Grecia en relieve, una preciosa joven con una sonrisa espléndida me atiende con amabilidad.
Mirándola pienso que me gustaría invitarla a tomar algo. Es la clase de mujer con la que me gustaría caminar por el campo sin rumbo fijo bajo una noche estrellada…
Una voz me saca de mi ensoñación: Señor, puede pasar, el notario le espera.
Después de las debidas presentaciones, el notario procede a la lectura del testamento y me pide que firme un documento.
Al terminar me dice: Don Pedro del Romeral, es usted propietario de una heredad en la localidad cacereña de Madroñera.
Salgo del despacho con la impresión de ser un hombre afortunado y miro hacia la mesa pero la joven atractiva ya no estaba. Me prometí que volvería para conocerla mejor.
Llego a mi casa, llamo al despacho para solicitar unos días de libre disposición y arreglo todo lo necesario para el viaje.
Por la mañana lleno a tope el depósito de mi Audi Cabriolet rojo infierno y me pongo en ruta para pasar un fin de semana en Madroñera.
Circulo por la carretera de Extremadura ansioso por saber que me espera. Después de dos horas y media de viaje llego a Trujillo a las tres de la tarde.
Su paisaje es de roquedades y pedregales.
Decido comer en la hospedería y degusto con placer una deliciosa moraga elaborada con cabezada de lomo ibérico partido al estilo juliana adobada y a la plancha.
Creo que ésta tierra es especial.-Como lo fueron mis padres-
Miro a mí alrededor con detenimiento y veo encima del mostrador de la recepción un folleto que me pareció interesante el cual me informa de que este edificio fue un antiguo convento de monjas de clausura. Me paseo por el claustro que está primorosamente restaurado y me siento a descansar en un salón medieval, en uno de sus cómodos sillones. Quiero esperar a que pase la hora de más calor para poder pasear por Trujillo.
En la recepción del Parador me informan de que estoy a sólo unos kilómetros de Madroñera. Tengo que coger la carretera de Guadalupe y a unos diez kilómetros de Trujillo a la izquierda está el desvío. Pero antes quiero visitar Trujillo.
Al atardecer paseo por la Plaza Mayor de Trujillo y visito su castillo árabe. Más tarde me siento en las escaleras que rodean la plaza y admiro la magnifica estatua ecuestre de Pizarro, el conquistador del Perú.
Observo cómo la Plaza Mayor está rodeada de nobles edificios que junto con la iglesia y el viejo ayuntamiento realzan la armonía de ésta.
Me gusta todo tanto que decido en ese momento volver con más tiempo para así también poder visitar la ciudad de Cáceres. He oído hablar tanto de ella que no quiero perderme pasear por sus medievales calles.
Ya es de noche cuando entro en la Plaza de Madroñera y a sus habitantes les llama la atención mi Audi Cabriolet. Los niños se acercan curiosos al coche y no se atreven a tocarlo. Mientras, de las casas van saliendo como hormigas mujer vestidas con delantales de color negro.
Miro con detenimiento el documento que me acredita propietario de un inmueble y leo la localización de la casa.
La noche se torna de repente con unos nubarrones que presagian tormenta.
Caminando por una de sus calles aparece ante mí una enorme casona, algo en mi interior me dice, es ésta la casa que ando buscando.
Las puertas de las casa del pueblo empiezan a cerrarse y la calle se queda desierta, estática y congelada.
Empieza a reinar una oscuridad casi total y sobre la fachada de la casa se proyecta un fulgor mortecino que ilumina la única bombilla de la siniestra calle.
Tras la enorme verja, que tengo ante mis ojos veo un cinturón de esbeltos cipreses que rodean la casa. Se mecen con furia a merced del viento, propiciando una atmósfera de desolación.
Una mujer flaca de unos cincuenta años se acerca a mí con un manojo de llaves en la mano. Su voz es tan desagradable que me hace dar un paso atrás. Miro su cara y parece haberse retocado los labios antes de acercarse a mí. Su boca se ha convertido en una sonrisa ensangrentada sin expresión.
El movimiento de sus manos me parece de proporciones aterradoras cuando me da el manojo de llaves metidas en una arandela de negro hierro.
Abro la verja y con desconfianza hacia esa mujer la dejo entrar la primera.
Ésta da al interruptor de la luz y como arte de magia se ilumina el tétrico zaguán. Miro con recelo y de las paredes penden grandes cuadros claro-oscuro representando alegorías de caza. En uno de ellos veo un hombre que sentado ante una mesa de despacho parece estar esperando que alguien lo visite, sus ojos negros no me hacen presagiar nada agradable. Este hombre tiene cierto parecido a mi abuelo.
Subo la ancha escalera para llegar al primer piso y en lo alto me encuentro un hombre que me saluda con desgana.
Cuando me acerco a él, de la comisura de sus labios sale una saliva grisácea y reseca que casi me hace vomitar. Cuando abre la boca, me parece un hombre grotesco salido de una película de terror.
Mientras, en otra oscura habitación hay una mujer gorda sentada en una silla baja. Que engulle un bocadillo que por el fuerte olor podía ser de chorizo.
Sigo la inspección de la casa seguido por la mujer flaca y el hombre de la boca repugnante. Llego al despacho y veo con horror una gran pintura al óleo donde están mis padres sentados con los brazos en posición de bienvenida y no sé que pensar.
En un segundo decido volver a Trujillo para pasar la noche. Nada era como yo lo había imaginado y quiero salir de allí.
Al fondo del largo pasillo hay otro hombre de rostro sudoroso, sucio y desprendiendo un olor nauseabundo. Parece que espera órdenes, pero yo no digo nada, solo lo miro aterrado. Sus manos tiemblan mientras me preguntan en qué dormitorio quiero descansar.
Mis fuerzas me abandonan igual que el agua abandona un cántaro agujereado y siento inseguras mis piernas
Me asomo al balcón principal que da al putrefacto jardín que apesta a descomposición vegetal y animal.
Un relámpago ilumina la negrura celestial seguido de un sonoro trueno que me hace entrar de nuevo en la casa, siempre seguido por la mujer flaca y los dos esperpénticos hombres.
La cocina es grande y destartalada, con una enorme pila de granito que rebosa de platos sucios. El cubo de cinc a donde va a parar el agua de la pila esta desprendiendo un olor inaguantable.
El baño es como de terror. Un cuartucho donde un pequeño espejo reposa sobre una palangana de metal plateada y carcomida por la erosión del tiempo.
Un agujero con una tosca tapa de madera es el escusado.
La alcoba me da escalofríos. Una enorme cama de color caoba adornada por un dosel de color carmesí. Con bancos a ambos lados de la cama para poder subirse a ella.
Sigo mi recorrido y pienso que estoy soñando. No puede ser cierto lo que estoy viviendo.
Tras subir unas escaleras estro en una pequeña capilla. Tiene las paredes repletas de murales con alegorías celestiales y está coronada por una bóveda desde donde pende una lámpara de cristal. El altar mayor conserva su sagrario y sus candelabros limpios y relucientes. Parece haberse parado el tiempo mientras una gran telaraña baja del techo y se enreda en mi cabeza, no puedo quitármela de encima.
Cada vez me agobia más estar en esta casa. Tengo que salir de aquí, tengo que irme.
Todo se lo regalaré a estos seres extraños. Quizás a ellos les haga felices poseer esta horrenda casa.
Bajo la escalera y una voz melodiosa me llama por mi nombre.
Desde la puerta veo a mis padres en el comedor sentados ante la mesa dispuestos para cenar.
Me froto los ojos y creo que me estoy volviendo loco. Yo tenía que estar en Madrid y no haber hecho caso del notario. Ahora estaría tomándome unas cañas con mis compañeros de trabajo o mis amigos.
No entro en el comedor porque me da terror lo que estoy viendo. Mis padres murieron hace muchos años no puedo creer lo que me esta pasando.
La dulce secretaria que conocí en la oficina del notario ahora está sentada al lado de mi madre y me sonríe con una mueca aterradora que deja asomar unos dientes ennegrecidos.
Estoy a punto de desfallecer de angustia cuando el hombre de la boca reseca y repugnante me da un periódico. Lo cojo con desconfianza y leo:
“Esta tarde en la carretera de Guadalupe un Audi Cabriolet ha chocado contra una enorme encina mientras rodaba a gran velocidad “.
No ha sobrevivido el único ocupante del vehículo.
domingo, 31 de octubre de 2010
miércoles, 27 de octubre de 2010
El cuaderno
Subo la vereda empinada que me lleva a la humilde cabaña. donde un día vivieron mis abuelos. Ya en la puerta me espera un perro sarnoso y soñoliento que levanta la cabeza con desgana. La empujo abriéndose dificultosamente y al instante se nota un intenso olor a paja húmeda que hace casi insoportable el respirar. Me siento en el pequeño camastro y casi al instante me quedo dormida. No recuerdo el tiempo transcurrido y me despierto asustada al oír unos pasos sigilosos que se acercan. De un salto me pongo en pié y por la rendija de la puerta veo a un individuo.
El perro lo mira y le obsequia con un leve ladrido. Más tarde mi visitante vuelve sobre sus pasos y la soledad reina de nuevo.
Busco algo que comer dentro de la cabaña pero solo hay un saquete de bellotas viejas, olvidadas en un rincón que en ese momento me parecen un delicioso manjar.
Ya por la mañana, al día siguiente, el sol luce con timidez. Me acerco al pozo para coger agua, y allí está, sentado en el brocal, con su boca desdentada, su tez cetrina, su nariz aguileña y su enorme cuerpo tapado con un largo abrigo que no se sabe de qué color puede ser. En su postura arrogante me mira y espera…
Después de recuperar mi sosiego le pregunto:
- ¿Qué quiere de mí?, no le conozco de nada.
- Yo a ti sí te conozco- dice con voz ronca el individuo- solo necesito que me digas donde están las joyas. Hay un silencio que el mundo parece haberse parado.
Y tocándome el pecho le digo: Lo que guardo aquí, es lo que quieres.
Y al sacar un pequeño cuadernillo de debajo de mi blusa, le digo: Todo lo que buscas está aquí escrito.
El hombre saca una daga de debajo de su abrigo. Tan grande me parece que sin pensarlo le tiro a la cara el objeto de su visita.
Cuando está el cuaderno por el aire, sus hojas se abren y un viento benefactor aparece de repente, nos envuelve y el cuadernillo desaparece.
El hombre, furioso, se abalanza sobre mí. En su locura no ve una gran piedra y tropieza con estrépito cayendo dentro del pozo.
El viento amaina y tocándome el pecho asustada noto con asombro que el cuaderno está en su sitio.
Lo abro y ojeándolo con temor y después de leerlo lo tiro al pozo por ser el culpable de mis desgracias. Recito las palabras que un día me dijo mi padre: El fuego quema, el agua anega, y el viento seca. Temblorosa me apoyo en el brocal mientras miro como se hunden las hojas como pavesas.
Al despertar el embrujo había terminado.
El perro lo mira y le obsequia con un leve ladrido. Más tarde mi visitante vuelve sobre sus pasos y la soledad reina de nuevo.
Busco algo que comer dentro de la cabaña pero solo hay un saquete de bellotas viejas, olvidadas en un rincón que en ese momento me parecen un delicioso manjar.
Ya por la mañana, al día siguiente, el sol luce con timidez. Me acerco al pozo para coger agua, y allí está, sentado en el brocal, con su boca desdentada, su tez cetrina, su nariz aguileña y su enorme cuerpo tapado con un largo abrigo que no se sabe de qué color puede ser. En su postura arrogante me mira y espera…
Después de recuperar mi sosiego le pregunto:
- ¿Qué quiere de mí?, no le conozco de nada.
- Yo a ti sí te conozco- dice con voz ronca el individuo- solo necesito que me digas donde están las joyas. Hay un silencio que el mundo parece haberse parado.
Y tocándome el pecho le digo: Lo que guardo aquí, es lo que quieres.
Y al sacar un pequeño cuadernillo de debajo de mi blusa, le digo: Todo lo que buscas está aquí escrito.
El hombre saca una daga de debajo de su abrigo. Tan grande me parece que sin pensarlo le tiro a la cara el objeto de su visita.
Cuando está el cuaderno por el aire, sus hojas se abren y un viento benefactor aparece de repente, nos envuelve y el cuadernillo desaparece.
El hombre, furioso, se abalanza sobre mí. En su locura no ve una gran piedra y tropieza con estrépito cayendo dentro del pozo.
El viento amaina y tocándome el pecho asustada noto con asombro que el cuaderno está en su sitio.
Lo abro y ojeándolo con temor y después de leerlo lo tiro al pozo por ser el culpable de mis desgracias. Recito las palabras que un día me dijo mi padre: El fuego quema, el agua anega, y el viento seca. Temblorosa me apoyo en el brocal mientras miro como se hunden las hojas como pavesas.
Al despertar el embrujo había terminado.
viernes, 22 de octubre de 2010
La Sombra
Subo con desgana las escalinatas de granito. Abro la verja de hierro que guarda una bandeja repleta de olores y colores que es un jardín hermoso. Los setos perfectamente recortados, las azaleas junto con las begonias y geranios crecen exuberantes de belleza.
Me siento en un banco de piedra a la sombra protectora de un almendro en flor y contemplo desde este privilegiado lugar la belleza que la naturaleza generosamente me brinda.
Espero la llegada de mi esposo parece hacerse tarde para comer. Una llamada de teléfono me hace salir de mi ensoñación. La voz de mi marido al otro lado del teléfono me anuncia que no llegaría a tiempo puesto que un compromiso ineludible le impedía estar con nosotros. Cuelgo desilusionada el auricular cuando me parece ver una sombra casi etérea que asoma por la ventana. Es un solo instante, pero aprecio la figura de una mujer vestida de negro que me mira fijamente. Un frío helador corre por mis venas y mi corazón se desboca.
Mientras, el perro que antes dormitaba a mis pies, ahora ladra con una ferocidad inusitada hacia la ventana del primer piso.
A lo lejos, mis hijas con sus risas me hacen reaccionar. Más tarde, corriendo hacia mí me obsequian con una cestita repleta de moras silvestres para que les haga un rico pastel.
Todas se sientan a mí alrededor. Isabel y Beatriz, las mellizas y Amalia, la pequeña. Y de nuevo con algarabía me cuentan las aventuras que han vivido en su excursión matutina.
Una vez en el comedor, de nuevo me alegran con su inocencia y hacen que el almuerzo sea más ameno olvidándome por unos momentos lo que me había sucedido al mirar la ventana.
A partir de ese momento, solo ansío el ruido del motor del coche de mi marido, pero no llega y en la soledad de la cocina mientras recojo los platos oigo unos pasos lentos pero firmes que vienen acompañados otra vez de brisa helada.
Pido a mis hijas salir fuera de la casa con premura y allí esperamos la llegada de mi marido. Las niñas no entienden nada.
Me siento en un banco de piedra a la sombra protectora de un almendro en flor y contemplo desde este privilegiado lugar la belleza que la naturaleza generosamente me brinda.
Espero la llegada de mi esposo parece hacerse tarde para comer. Una llamada de teléfono me hace salir de mi ensoñación. La voz de mi marido al otro lado del teléfono me anuncia que no llegaría a tiempo puesto que un compromiso ineludible le impedía estar con nosotros. Cuelgo desilusionada el auricular cuando me parece ver una sombra casi etérea que asoma por la ventana. Es un solo instante, pero aprecio la figura de una mujer vestida de negro que me mira fijamente. Un frío helador corre por mis venas y mi corazón se desboca.
Mientras, el perro que antes dormitaba a mis pies, ahora ladra con una ferocidad inusitada hacia la ventana del primer piso.
A lo lejos, mis hijas con sus risas me hacen reaccionar. Más tarde, corriendo hacia mí me obsequian con una cestita repleta de moras silvestres para que les haga un rico pastel.
Todas se sientan a mí alrededor. Isabel y Beatriz, las mellizas y Amalia, la pequeña. Y de nuevo con algarabía me cuentan las aventuras que han vivido en su excursión matutina.
Una vez en el comedor, de nuevo me alegran con su inocencia y hacen que el almuerzo sea más ameno olvidándome por unos momentos lo que me había sucedido al mirar la ventana.
A partir de ese momento, solo ansío el ruido del motor del coche de mi marido, pero no llega y en la soledad de la cocina mientras recojo los platos oigo unos pasos lentos pero firmes que vienen acompañados otra vez de brisa helada.
Pido a mis hijas salir fuera de la casa con premura y allí esperamos la llegada de mi marido. Las niñas no entienden nada.
miércoles, 20 de octubre de 2010
YO, LA LEY
Flotaba en el ambiente de la habitación, un agradable olor a glicerina de la planta que trepaba por la fachada de la casa.
Claudia se sentía feliz, había hecho un examen brillante, y esperaba las notas como agua de mayo. Pronto sería juez.
Una semana después, asomada a la ventana de su apartamento, la brisa de la noche hacía bailar un mechón de su cabello.
Las mesas de la cafetería de enfrente estaban apiladas una sobre otras igual que las sillas, las luces del rótulo, apagadas. Un hombre maduro paseaba su perro, un pastor alemán que avanzaba en zig zag, tirando de su correa para olisquear primero una esquina ennegrecida y apestosa, y luego, el pié de una farola desconchada con la luz a medio gas.
El hombre se adentró en el parque que estaba sumido en la luz mercurial que desprendía la luna.
Claudia en un impulso, cerró la ventana, se puso la gabardina apresuradamente, y salió tras el hombre del perro.
Atajó por el bosque que rodeaba el jardín, sin miedo a perderse, sintiendo como si cada senda, cada árbol que cruzaba, le fueran familiares. Siguió por el sendero hasta llegar a una cabaña casi enterrada por la maleza.
Empujó la puerta y entró presa de incertidumbre.
¿Qué haces aquí? Dijo el hombre con destemplanza y al mismo tiempo sorprendido.
Claudia avanzó hacia él con pasos inseguros, le pareció que anduvo un túnel sin fin, por el que pareció que las horas eran interminables hasta llegar a ver la luz del sol.
Con un balbuceo casi imperceptible, Claudia pronunció su nombre que hacía tiempo no se atrevía a pronunciar sin que el pensamiento le acometiera remordimientos punzantes, un asco de sí misma, un tormento de tener que despreciarse por lo que hizo.
Es fascinante como puede el miedo inhibir el espíritu.
Fermín con aspecto cansado, la invitó a tomar asiento en un tosco taburete de corcho. Claudia dudó, no sabe cual va a ser la reacción de aquel hombre después de haber pasado tres años de su vida en la cárcel, por un error suyo.
Sentada pensó con la cabeza un poco aturdida que nada de lo que le está pasando esta noche pertenecía al universo de lo posible.
De repente, se fijó en sus ojos. Estaban muy brillantes y entornados como astillas de ágatas pulidas.
La estancia en la que se encontraba era tan reducida que se le antojó como una cueva en que las almas perdidas únicamente obtienen el silencio tétrico y apagado de la agonía.
Tras ella se hizo notar un susurro débil, un muñeco se balanceaba colgado de lo alto del techo, era ella…tenía la toga manchada.
El lápiz de labios de su boca parecía como un cerco de sangre seca.
La luz del amanecer empezó a filtrarse entre el ramaje del parque, creando enigmáticas figuras inquietantes.
Un timbre insistente y repetitivo, hizo que le temblaran las entrañas.
Se despertó con la sensación de haber tenido una pesadilla confusa en el recuerdo.
Abrió la ventana y todo estaba igual en la acera de enfrente. Cada cosa en su sitio, las mesas, las sillas…la cafetería, y al mirar hacia el cielo descubrió, un limpio firmamento nocturno tachonado de rezagadas estrellas como jamás había imaginado.
En su armario, colgado como símbolo de la justicia y la verdad estaba su toga. La que se pondría desde ahora, para hacer que la verdad prevaleciera sobre el poder.
Una acción del ser humano puede literalmente transformar el mundo.
Aquella mañana en la que por primera vez ejercía impartiendo justicia, juró ante una cruz que jamás temería el nombre de Fermín.
El color inundaba el espacio, un azul denso , resplandeciente, rutilante que hacía empequeñecer el cielo de la mañana y lo relegaba a los rincones.
Publicado en www.techocolatecafe.wordpress.com
Mi casa (Fábula)
Regreso en este momento de visitar a tres vecinos que sospecho me darán más de un motivo de preocupación. Sus campos lindan con mi hacienda que lleva mucho tiempo abandonada.
La comarca en la que tengo la mansión heredada de mis antepasados es un verdadero paraíso, tal como un misántropo no la hubiera encontrado en ningún lugar que no fuera Extremadura.
Entro por el gran portón de mi casa y tres sirvientes me esperan sonrientes. Yo hubiera preferido dos o tal vez cuatro, porque tres (aunque es uno de mis números preferidos) siempre pensé que al ser impares no me encajarían en ningún destino que les tenía preparado.
Cuando cae la tarde y el último rayo de sol penetra en mi aposento, me siento cómodamente en un sillón y espero la hora de la cena bebiendo una copa de Jerez pausadamente. Mientras, el cigarrillo se consume lentamente entre mis dedos amarillentos.
La cena en soledad se hace monótona, triste, sin tener con quien hablar. La madera del suelo del pasillo cruje a cada paso que dan los criados en sus idas y venidas de la cocina al comedor. Cuando termina la cena se presentan ante mí para desearme las buenas noches, los miro sin saber que decir y los saludo con la mano en alto invitándoles a que se vayan a descansar.
Más tarde, cuando mis parpados se cierran no dejándome leer por el cansancio, me voy a mi alcoba y allí en una cama del siglo XIX echo mi cuerpo cansado, pero el sueño no es suficiente para dormir. Doy vueltas y más vueltas en la alta y ancha cama. Mi desasosiego es cada vez mayor. En el reloj oigo las tres, las cuatro y pienso en ese maldito artilugio con su incansable minutero que va marcando los instantes de mi vida preguntándome cuando dejara de dar la hora para poder dormir.
Un llanto entrecortado se escucha en la habitación de al lado. Pongo el oído con atención para cerciorarme si lo estaba soñando pero una voz masculina se oye dando ordenes mientras, de nuevo, un quejido sale de la garganta de una mujer.
Me levanto con sigilo, no sin antes coger el atizador de la chimenea como arma defensiva, me acerco a la habitación.
Los tres criados estaban allí de pie, observando la escena de una mujer en la cama con las entrañas abiertas como daba paso a la vida. Yo quedé atónito, era un milagro y quise ayudar pero un hombre alto y arrogante me invito a salir.
Me fui conmocionado, ya no podía volver a dormir.
Era mi casa y había un desconocido trayendo al mundo un nuevo ser.
Por la mañana cuando me levanto me dirijo de nuevo a la habitación, pero está cerrada, no tengo la llave y llamo a los criados a los cuales pregunto sin hallar respuesta.
El día pasa lento para mí. Ordeno a uno de los criados me abran la puerta misteriosa. Entro y la penumbra me hace estremecer. Miro a mi alrededor y veo una cama y una gran cómoda con una fotografía de mi tío-abuelo Avelino, que fue un famoso terrateniente en la comarca por sus muchos actos caritativos con sus vecinos. Miro con más detenimiento y en la colcha que tapa la cama reposa un camisón de mujer amarillento por el paso del tiempo. Sigo mi investigación y abro un armario que está repleto de juguetes infantiles donde algo se mueve tras la puerta. Con sigilo me acerco y un caballito de madera se mecía con ritmo.
Aquella noche el pasillo de nuevo es un hervidero de pisadas en idas y venidas precipitadas. Yo no lo puedo creer, es mi casa y por la noche cobra vida.
Como no puedo dormir ni descansar decido dejar la casa por unos días hasta averiguar lo que está pasando. Me saco un billete de autobús y me voy a Marbella pensando que el ambiente festivo que allí se prodiga me viene bien por unos días.
Al anochecer y después de deambular por la solitaria playa a la luz de la luna me siento en el muro de un espigón que guarda las embarcaciones. Siento una gran paz espiritual mientras el viento despiadado lanza su furia sobre mi espalda.
Alguien sacude mi cuerpo con brusquedad. Despierto y estoy tumbado en el sofá de mi apartamento con un médico inclinado sobre mí y tomándome el pulso.
La niña ha nacido bien, las dos están estupendamente.
Me froto los ojos y siento que por primera vez es el amor el me había hecho delirar.
Publicado en www.caceresentumano.com
La comarca en la que tengo la mansión heredada de mis antepasados es un verdadero paraíso, tal como un misántropo no la hubiera encontrado en ningún lugar que no fuera Extremadura.
Entro por el gran portón de mi casa y tres sirvientes me esperan sonrientes. Yo hubiera preferido dos o tal vez cuatro, porque tres (aunque es uno de mis números preferidos) siempre pensé que al ser impares no me encajarían en ningún destino que les tenía preparado.
Cuando cae la tarde y el último rayo de sol penetra en mi aposento, me siento cómodamente en un sillón y espero la hora de la cena bebiendo una copa de Jerez pausadamente. Mientras, el cigarrillo se consume lentamente entre mis dedos amarillentos.
La cena en soledad se hace monótona, triste, sin tener con quien hablar. La madera del suelo del pasillo cruje a cada paso que dan los criados en sus idas y venidas de la cocina al comedor. Cuando termina la cena se presentan ante mí para desearme las buenas noches, los miro sin saber que decir y los saludo con la mano en alto invitándoles a que se vayan a descansar.
Más tarde, cuando mis parpados se cierran no dejándome leer por el cansancio, me voy a mi alcoba y allí en una cama del siglo XIX echo mi cuerpo cansado, pero el sueño no es suficiente para dormir. Doy vueltas y más vueltas en la alta y ancha cama. Mi desasosiego es cada vez mayor. En el reloj oigo las tres, las cuatro y pienso en ese maldito artilugio con su incansable minutero que va marcando los instantes de mi vida preguntándome cuando dejara de dar la hora para poder dormir.
Un llanto entrecortado se escucha en la habitación de al lado. Pongo el oído con atención para cerciorarme si lo estaba soñando pero una voz masculina se oye dando ordenes mientras, de nuevo, un quejido sale de la garganta de una mujer.
Me levanto con sigilo, no sin antes coger el atizador de la chimenea como arma defensiva, me acerco a la habitación.
Los tres criados estaban allí de pie, observando la escena de una mujer en la cama con las entrañas abiertas como daba paso a la vida. Yo quedé atónito, era un milagro y quise ayudar pero un hombre alto y arrogante me invito a salir.
Me fui conmocionado, ya no podía volver a dormir.
Era mi casa y había un desconocido trayendo al mundo un nuevo ser.
Por la mañana cuando me levanto me dirijo de nuevo a la habitación, pero está cerrada, no tengo la llave y llamo a los criados a los cuales pregunto sin hallar respuesta.
El día pasa lento para mí. Ordeno a uno de los criados me abran la puerta misteriosa. Entro y la penumbra me hace estremecer. Miro a mi alrededor y veo una cama y una gran cómoda con una fotografía de mi tío-abuelo Avelino, que fue un famoso terrateniente en la comarca por sus muchos actos caritativos con sus vecinos. Miro con más detenimiento y en la colcha que tapa la cama reposa un camisón de mujer amarillento por el paso del tiempo. Sigo mi investigación y abro un armario que está repleto de juguetes infantiles donde algo se mueve tras la puerta. Con sigilo me acerco y un caballito de madera se mecía con ritmo.
Aquella noche el pasillo de nuevo es un hervidero de pisadas en idas y venidas precipitadas. Yo no lo puedo creer, es mi casa y por la noche cobra vida.
Como no puedo dormir ni descansar decido dejar la casa por unos días hasta averiguar lo que está pasando. Me saco un billete de autobús y me voy a Marbella pensando que el ambiente festivo que allí se prodiga me viene bien por unos días.
Al anochecer y después de deambular por la solitaria playa a la luz de la luna me siento en el muro de un espigón que guarda las embarcaciones. Siento una gran paz espiritual mientras el viento despiadado lanza su furia sobre mi espalda.
Alguien sacude mi cuerpo con brusquedad. Despierto y estoy tumbado en el sofá de mi apartamento con un médico inclinado sobre mí y tomándome el pulso.
La niña ha nacido bien, las dos están estupendamente.
Me froto los ojos y siento que por primera vez es el amor el me había hecho delirar.
Publicado en www.caceresentumano.com
El Ordenador
Llevo más de tres años viuda y aún no consigo olvidarlo.
Entro en su despacho donde su tiempo transcurría cuando se encontraba en casa. Su biblioteca es tan extensa que no me atrevo a ojear ningún libro, todo tan ordenado que me da miedo encontrar algo entre sus amarillentas hojas.
Entro y salgo de la habitación mil veces al día.
Mi hermana Melinda, tres años más joven que yo, viene de camino desde el norte para ayudarme a recoger los enseres de mi marido en cajas ya que yo no me atrevo a pesar del tiempo transcurrido. Su fuerte personalidad, aún después de muerto, sigue intimidándome.
Me siento ante el ordenador, últimamente su más íntimo amigo. Tecleo con temor pero al mismo tiempo con una extraña curiosidad que me da el desasosiego.
Tiene una carpeta que nombra “asuntos personales” con una clave de acceso.
Pienso y tecleo los nombres de mis hijos, la fecha en la que nos casamos pero nada. En estos momentos llama a la puerta mi hermana Melinda que generosamente viene a ayudarme. Me da un abrazo impetuoso y pasamos al salón donde nos tomamos un oloroso café. Más tarde entramos en el despacho y mi hermana mira la estantería con curiosidad exagerada. Cogiendo un libro con tapas de piel lo abraza y me pide que se lo regale. Yo no le doy importancia al hecho de que quiera un libro.
Por la noche no puedo dormir. Me obsesiona no poder abrir los archivos personales de mi marido. Me levanto a media noche y voy de nuevo al despacho donde se me antoja puede haber algún misterio que mi marido guardaba con celo que yo estaba dispuesta a descifrar. Encendiendo de nuevo el ordenador me vienen a la memoria mil cosas que en la soledad no me parecen gratas. Tecleo por casualidad el nombre de mi hermana y prodigiosamente tengo ante mí los secretos mejor guardado de mi querido esposo.
Leo con estupor el correo que mantenía mi marido con mi hermana. Mi garganta se vuelve un estropajo reseco y las manos me tiemblan.
En mi caos mental no oigo abrir la puerta. Mi hermana entra con una fina media en las manos, se acerca a mí fingiendo cariño y poniéndome la media en el cuello aprieta sin piedad riendo con desenfreno.
Ya casi no puedo respirar y alargando la mano busco con ansiedad algo encima de la mesa. Solo encuentro el abrecartas y con una precisión que solo da el pánico, se lo clavo en la pierna perforándole acertadamente la femoral.
La sangre inunda la alfombra que un día trajo mi marido de oriente en uno de sus viajes que hacia cada dos meses… y que él tenía en gran estima.
Entro en su despacho donde su tiempo transcurría cuando se encontraba en casa. Su biblioteca es tan extensa que no me atrevo a ojear ningún libro, todo tan ordenado que me da miedo encontrar algo entre sus amarillentas hojas.
Entro y salgo de la habitación mil veces al día.
Mi hermana Melinda, tres años más joven que yo, viene de camino desde el norte para ayudarme a recoger los enseres de mi marido en cajas ya que yo no me atrevo a pesar del tiempo transcurrido. Su fuerte personalidad, aún después de muerto, sigue intimidándome.
Me siento ante el ordenador, últimamente su más íntimo amigo. Tecleo con temor pero al mismo tiempo con una extraña curiosidad que me da el desasosiego.
Tiene una carpeta que nombra “asuntos personales” con una clave de acceso.
Pienso y tecleo los nombres de mis hijos, la fecha en la que nos casamos pero nada. En estos momentos llama a la puerta mi hermana Melinda que generosamente viene a ayudarme. Me da un abrazo impetuoso y pasamos al salón donde nos tomamos un oloroso café. Más tarde entramos en el despacho y mi hermana mira la estantería con curiosidad exagerada. Cogiendo un libro con tapas de piel lo abraza y me pide que se lo regale. Yo no le doy importancia al hecho de que quiera un libro.
Por la noche no puedo dormir. Me obsesiona no poder abrir los archivos personales de mi marido. Me levanto a media noche y voy de nuevo al despacho donde se me antoja puede haber algún misterio que mi marido guardaba con celo que yo estaba dispuesta a descifrar. Encendiendo de nuevo el ordenador me vienen a la memoria mil cosas que en la soledad no me parecen gratas. Tecleo por casualidad el nombre de mi hermana y prodigiosamente tengo ante mí los secretos mejor guardado de mi querido esposo.
Leo con estupor el correo que mantenía mi marido con mi hermana. Mi garganta se vuelve un estropajo reseco y las manos me tiemblan.
En mi caos mental no oigo abrir la puerta. Mi hermana entra con una fina media en las manos, se acerca a mí fingiendo cariño y poniéndome la media en el cuello aprieta sin piedad riendo con desenfreno.
Ya casi no puedo respirar y alargando la mano busco con ansiedad algo encima de la mesa. Solo encuentro el abrecartas y con una precisión que solo da el pánico, se lo clavo en la pierna perforándole acertadamente la femoral.
La sangre inunda la alfombra que un día trajo mi marido de oriente en uno de sus viajes que hacia cada dos meses… y que él tenía en gran estima.
domingo, 17 de octubre de 2010
La Posada (Pulga literaria)
Esta historia se desarrolla después de la Guerra Civil, en una posada de Castilla adonde llegan unos recién casados en su luna de miel, tras viajar en un destartalado coche cinco horas.
Mario. - (Un poco amanerado). Creo, cariño, que esta posada está muy bien.
Julia. - (Cursi como ella sola): Seguro que hay chinches.
Mario. - ¡Si supieras las que he visto por ahí!
Julia. - (Haciéndose la entendida): Sí, seguro que es la mejor de Europa.
Guardia. - (Poniéndose en posición de cruz en la puerta de la posada) No se puede entrar.
Mario. - ¿ Cual es el motivo?
Guardia. - Las chinches se comieron anoche al mesonero.
Publicado en www.caceresentumano.com
Mario. - (Un poco amanerado). Creo, cariño, que esta posada está muy bien.
Julia. - (Cursi como ella sola): Seguro que hay chinches.
Mario. - ¡Si supieras las que he visto por ahí!
Julia. - (Haciéndose la entendida): Sí, seguro que es la mejor de Europa.
Guardia. - (Poniéndose en posición de cruz en la puerta de la posada) No se puede entrar.
Mario. - ¿ Cual es el motivo?
Guardia. - Las chinches se comieron anoche al mesonero.
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