De
repente empezó a decir algo sobre Canadá, y contó una historia que en una
ocasión oyó un buhonero, que en alguna
parte de este territorio se encontraba escondido un gran tesoro conocido con el nombre de Money Pit, que es
igual a “pozo del dinero” y que este pozo se encontraba en Nueva Escocia, en un
lugar llamado Oak Island.
Los
amigos se miraron sin decir palabra, hacia calor y el tumulto que rodeaba al charlatán
parecía escuchar tan sólo las maravillosas gangas que les ofrecía.
¿Pero
estaban seguros de lo que habían escuchado?
Deciden
ir a otro lugar, pero cuando vuelven la cabeza se sorprenden, el charlatán
vestía una capa blanca, su cabeza la cubría con una malla gris; con su mano
derecha acariciaba con mimo la
empuñadura de una espada que colgaba de su cinto.
Entonces el tabernero ¿sabía mucho más de lo
que decía? Pues aquella noche lo describió tal y cómo ellos lo acababan de ver.
Pasaron
cuatro semanas de aquella extraña visión de aquel charlatán en la plaza sin que
ocurriera nada especial en sus vidas, por lo tanto aquel sábado estaba
transcurriendo cómo muchos otros, tedioso como de costumbre, entonces fue
cuando decidieron hablar sobre lo que ninguno de ellos hizo mención a pesar de
la amistad que les unía…
No
habían articulado palabra, cuando se oyeron dentro de la taberna unos pasos
recios que hacían temblar el suelo mientras se dejaba oír una voz que parecía
salir de las paredes, Canadá puede ser gélida, tal vez parezca inhóspita.
El
silencio se apoderó de la taberna, mientras se desencadenaba una terrible
tormenta, el agua que caía de los canalones de desagües de los tejados pegados a las fachadas vomitaban cascadas de
agua haciendo intransitable el caminar por las aceras;
las campanas de la Iglesia de Santiago la más antigua de la ciudad cacereña
empezaron a doblar a muertos, el viento
ululaba sin piedad contra las ventanas y la puerta de la taberna, haciendo que el
ambiente fuera enrarecido.
Tras la barra el tabernero apretaba sus manos
para descargar la ansiedad que sentía y de pronto su voz temblorosa dijo:
— ¿Habéis
visto lo mismo que yo?
En
esos momentos los ojos del tabernero, pequeños y verdosos centelleaban
aterrados, para poco después cerrarlos.
Nadie
supo explicar las prisas de aquellos tres amigos por traspasar la puerta, por
la cual desaparecieron bajo la lluvia torrencial.
Poco
después se encontraban rendidos y con un
especial cansancio dentro de una calesa que en una loca carrera bordeaba el
Sena, ante ellos se encontraba el islote llamado de los judíos y de la Cité que aún humeante les hacía pasar
casi inadvertidos ante los gendarmes que aún contemplaban extasiados la hoguera
dónde habían sido ejecutados unos hombres que se sabía carecían de fundamento
los delitos de los que eran imputados.
Mientras
el rey de Francia después de contemplar aquella terrible ejecución desde la
Catedral de Notre Dame se dirigió a su palacio, inquieto paseaba una y otra vez
por el salón del trono mientras gritaba como un poseso: “Yo soy el rey de
Francia, Felipe VI apodado el Hermoso”.
Algo
parecía haber fallado cuando todo parecía haberse resuelto, empezaba a no encajar, a pesar de que él
mismo contempló con sus propios ojos cómo las pavesas que desprendía aquella
hoguera se difuminaban entre las nubes hasta desaparecer, la locura parecía
adueñarse de él.
¿Estarían esas pavesas confabulando algo contra él?
Entonces
enloquecido, pidió que perfumaran el salón para hacer desaparecer aquel
horrible olor a humo y a carne
putrefacta que se le había impregnado en sus fosas nasales, mientras se
limpiaba la cara con su fino pañuelo de encaje gritaba “¡Yo soy el rey todos,
hasta los muertos me deben pleitesía!”
Se
encontraba tan aterrado que no podía olvidar las últimas palabras que pronunció
Jacob de Mulay: “¡Todos estáis malditos!”
El
Papa Clemente, instigador del genocidio, se encontraba junto al rey intentando
calmarlo, pero Felipe VI a cada minuto que pasaba aumentaba su cólera y su cara se transfiguraba
en una mueca horrible que dijo:
— ¿Dónde
está mi tesoro Obispo? Ya debía estar aquí con el rey, su legítimo dueño.
Mientras
tanto ante ellos era transportado por
tres jóvenes aquel preciado tesoro que supieron guardaban con celo militar los templarios.
Los jóvenes ignoraban cual era su
cargamento, tan sólo sabían que se encontraban cumpliendo la misión para la que
estaban destinados.
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