Mira
de nuevo, se detiene unos instantes para contemplar aquel rostro…aquel
rostro…pero no por eso flaqueó.
Anna
reaccionó y entonces supo el por qué hizo lo que hizo, pues había seguido las
pautas de las ondas energéticas que nos trasmiten los pensamientos, ya no se
encontraba perdida. Se encontraba justo en medio del bien y del mal.
Se
asoma de nuevo a la ventana, abajo seguía la sin frenética sinrazón que a veces
invade al ser humano ante lo que se ignora, de repente todo cambió cuando desde
su ventana Anna pulsó un interruptor que hizo funcionar los semáforos.
Todos
ignoraban que Anna fue la causante de aquel atasco, poco después la policía
metía en un furgón celular a cuatro terroristas que esperaban para perpetrar un
atentado en una cafetería a la hora punta.
Anna
mira de nuevo por la mirilla, sonríe, abre la puerta:
—He venido a decirle…— su voz se interrumpe—
su sonrisa es contagiosa.
Ante
ella se encontraba el policía que una
vez a su lado también empezó a reír, mientras le decía:
–Señora, estas risas suelen curar las
enfermedades del alma.
Anna
le invita a un café, después de una conversación insulsa y, cuando daban el
último sorbo al café Anna, con gran simpleza le dice:
—La
gangrena a veces anida en seres
despreciables que la siguen cómo si fuera un sendero que los conduce poco
a poco hasta regiones limítrofes con el infierno; y todo es tan simple como ambicionar sólo poderes
materiales.
Él
la miraba con la lascivia propia de un descerebrado, ella sabía que no era
el policía que decía ser, sus ojos tras
las lentillas de camuflaje, disparaban fogonazos de fuego.
Anna
parecía estar esperando algo mientras con la conversación intentaba distraerlo.
En unos segundos la habitación se convirtió en un congelador; se abre la puerta
y aparecen tres espectros que se dirigen al falso policía. Él comenzó a
temblar, pero no era del efecto del frío helador, era que se estaba viendo así
mismo, pues era tan zafio en su raciocinio que al poner la bomba en la
cafetería no supo manipular el dispositivo y le explotó en las manos.
Ahora
era igual que sus víctimas, una piltrafa, un cadáver, pero él no tenía a nadie que le echara de menos, pues
quedaría para la eternidad sólo como un delincuente, jamás nadie lloraría su muerte.
La
habitación de repente desapareció, un grupo de policías subía y bajaba
precipitadamente por las escaleras husmeando el edificio que se encontraba
semiderruido, una voz dijo:
—Aquí no hay nadie, ya se puede tapiar la
puerta.
Desde
aquel día Anna durmió tranquila el sueño de los justos.
No hay comentarios :
Publicar un comentario