Hacía
tiempo que no se encontraba tan relajada, vivía dónde siempre había querido
vivir, era un apartamento pequeño pero elegante con su sello personal, se
encontraba ubicado en un antiguo edificio en el centro de la ciudad y frente a
su ventana, a la que tanto le gustaba asomarse, se encontraba un gran parque
sembrado mucha variedad de plantas que le daban sombra; los abetos, plataneros y muchos más
árboles.
Aquella
tarde en la que Anna se encontraba asomada a su ventana parecía estar mejor que
nunca. Mirando la calle se sentía feliz sobre todo al saber que no formaba
parte de aquel colectivo que caminaba con frenesí, sin ni siquiera cruzar una
mirada con el que pasa rozando su brazo, dando codazos tan sólo para llegar al
paso de cebra unas décimas de segundos antes que el semáforo se pusiera en rojo.
Anna
se mira las manos, sonríe, su sonrisa era ambigua, cómo casi todo lo que había hecho en su vida, su edad también era ambigua, unas veces
aparentaba tener menos edad de que en realidad tenía, pero cuando llegaba el
temido invierno para ella, su aspecto era tan diferente que ni ella se
reconocía.
Hacía
unos días que no cesaba de tener una pesadilla tras otra, por la mañana al
levantarse algunas veces ni siquiera se atrevía a asomarse a su ventana.
Una
de esas noches de tenebroso insomnio en un impulso se levantó de la cama, salió
a la calle atravesó el paso de peatones y se adentró en el parque; la brisa era
desapacible, la copa de los árboles se mecía, los rosales, gladiolos y las dalias
parecían despertar a su paso para mirarla, la gravilla que rodeaba los
parterres crepitaba bajo sus pies al ser pisada.
Un
resbalón la obliga a sentarse en uno de los bancos, todo era silencio y
soledad, no había nadie que corriera hacia el paso de cebra para coger el
semáforo en verde.
Se
levanta del banco cuando empezaba a amanecer, el jolgorio de los trinos de los
pájaros al despertar la puso de mal
humor.
Cuando
va de regreso a su precioso apartamento, da un rodeo para pararse en cada uno
de los postes que va encontrándose en su camino y que sostienen los semáforos. Poco
después entra en su casa, se toma una taza de café y se acomoda cómo solía
tener por costumbre en la ventana. Anna se distrae viendo aquel frenesí que se
sucedía día tras día.
Un
golpe a chapa machacada hace que los viandantes vuelvan la con curiosidad, un
autobús urbano se había llevado por delante el maletero de un coche aparcado;
los dos conductores emprenden una acalorada discusión hasta ver llegar a un policía, de nuevo se
hace oír otro golpe, que hace parase en seco a los que corren acelerados hacia
su puesto de trabajo.
Ante
tanto encontronazo se forma un terrible caos,
las gentes no cesaban de correr de un lado para otro desorientadas ante
el ruido que hacen las sirenas de los coches policías, llegan más policías
motorizados, por el reloj del parque los minuteros marcaban las diez de la
mañana, ya nadie corría ni miraban sus
relojes, las horas pasaban y no habían llegado a sus puestos de trabajo, siguen
llegando vehículos de los servicios del Ayuntamiento y grúas para retirar los coches siniestrados. Mientras
tanto, las bocinas de los coches con los conductores cabreados no dejan de
clamar vía libre para seguir circulando.
Estaba
llegando la hora de comer pero la aglomeración parecía estar en su más álgido
momento, los conductores se bajaban de los vehículos dejándolos abandonados, ya nadie pensaba en
ir a trabajar y era imposible transitar por las aceras.
El
parque se llenó de improvisados paseantes, las rosas abrieron sus pétalos para
obsequiarlos con su aroma para que no se sintieran tan desesperados, la brisa
que mecía las copas de los árboles desprendía su sabia sobre ellos haciendo de
benefactora calma.
Anna
sigue expectante desde su ventana pero algo de repente cambió y los árboles del
parque se encresparon con una gran agitación, el viento empezó a ser virulento
presagiando una tormenta.
Anna
se impacienta, había oído pasos ante su puerta, miró tras la mirilla y vio el
reflejo de la luz de una linterna.
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