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jueves, 19 de julio de 2012

La coleccionista de arte

Casi toda la vida de Magdalena Contreras se prestó a ser envuelta por la luz de su leyenda. Era una mujer joven, rica y atractiva, enamorada  coleccionista del arte hindú. Aunque su residencia la tenía en la ciudad de Cáceres, ella frecuentaba los más altos y exquisitos ambientes de Madrid, siendo siempre una importante invitada en las recepciones ofrecidas  por la embajada de la India en España. En una de estas reuniones, al pasar por un grupo de caballeros oyó que preparaban una  expedición por las Indias Orientales. Magdalena escuchó hasta el final de la conversación disimulando mirar unos de los cuadros colgados en la pared que estaba junto a ellos. Mientras, se entusiasmaba con la idea de poder ir a la tierra que siempre la fascinó.
Y puso inmediatamente en movimiento el mecanismo de amistades influyentes  para poder ser incluida en la expedición. Poco tiempo después, complacida, recibe la carta de admisión en la expedición. Y en apenas dos semanas emprendió el viaje que resulto  a pesar de sus dudas, placentero y lleno de anécdotas agradables por los compañeros de la expedición.
Emprendió un viaje en tren entre numerosas tormentas de primavera. Los rayos hacían que se iluminase el vagón una y otra vez. Abundantes gotas de agua se deslizaban por los cristales de las ventanillas en precipitado tropel, haciendo un velo semejante a una tela de araña distorsionando el paisaje.
Días después llegan al estado de Maharashtra. Al día siguiente de su llegada y para su sorpresa el conserje del hotel le entregó en mano un sobre que contenía una invitación para asistir a una cacería de tigres.  Ella no era partidaria de ese mal llamado deporte pero aceptó para así poder escudriñar de cerca los lugares que para ella tanto misterio guardaban en sus entrañas.
Al amanecer, la expedición se dirigió a Ajanta en el distrito de Aurangabad, localidad célebre mundialmente por sus grutas artificiales, pintadas y esculpidas por el culto budista.
 En la cacería hace amistad con un joven porteador. Magdalena le cuenta sus inquietudes por saber los misterios de esa tierra, y con astucia lo  sobornó para que la apartase de la partida sin ser vista y así poder recorrer los parajes más pintorescos de la región. El muchacho complacido acepta la propina y una vez solos se dirigen a un lugar donde desde un promontorio se podía divisar una amplia garganta en forma de herradura.
Después de caminar  un largo trecho, cansada, decide descansar, pero al apartar con sus manos unas ramas que tapaban una pequeña roca para sentarse, de repente ve que tras unos matorrales había una gigantesca estatua de Buda, tallada en un gran risco que parecía mirarla fijamente con sus grandes ojos de color topacio que parecían sorprendidos al verse descubierto. Las manos del Buda empezaron a moverse con el gesto de estar impartiendo una muda bendición.
Impresionada, llamó al muchacho pero éste no la escuchó. Un gran tigre de Bengala se encontraba vigilante en lo alto del promontorio y la miraba fijamente mientras un color inundaba el espacio, un azul denso, resplandeciente, rutilante,  que hacía empequeñecer el cielo de la mañana.
En el silencio se oyó un disparo dirigido al tigre que al errar hizo huir a la fiera. La intensa  emoción que sintió Magdalena hizo que su pecho se inflamara por la agitación de su respiración.
De nuevo llama al muchacho con voz trémula y acude ente ella disculpándose por no haber podido abatir al animal y protegerla. Recuperada de las emociones, observa que junto al Buda había parcialmente tapada  una oscura entrada que penetraba en las entrañas de la montaña.
 Magdalena ayudada por el muchacho, aparta las ramas secas de la entrada de la cueva y entran con sumo cuidado,  Los primeros pasos son por un lecho de hojas secas que crujían a cada paso que daban. Dos antorchas ancladas en la pared parecen esperar que las enciendan. Una vez encendidas proyectaban en la oscuridad un trémulo resplandor rojizo.
Caminan unos cuantos metros y  el estrecho pasillo se ensancha, el tronco de un árbol carcomido les impide el paso hacia la amplia estancia que aparece ante ellos. Todo era tan bello y a la vez tan extraño que los dos vibraron de emoción.
Abigarrados frisos  de personajes se mostraban en la pared, radiantes de belleza. Deslumbrados, admiran dos inmensos elefantes que esculpidos en la roca en posición de alerta flanqueaban la fachada. Un asombroso júbilo apareció en la cara de Magdalena, había encontrado un tesoro oculto. Se adentran y ante sus ojos aparece un océano de columnas que hacían de pasillo hacia un altar donde solemne. Sentado, estaba representado un Buda.
Las paredes pintadas contaban episodios de la vida de Buda y de sus ”játakas” o reencarnaciones. También quietos, estáticos, estaban los llamados ”compasivos” o ”bobhisattvas”, que son los que alcanzan la iluminación. Esculpidas en el suelo, figuras de “apsaras” o bailarinas celestiales que con el movimiento de sus cuerpos parecían querer alcanzar el cielo. En la contemplación de tanta belleza a Magdalena  le invadió una suave calma.
Las columnas también  se mostraban pintadas con figuras de gran realismo y riqueza cromática, todas ellas expresaban una espiritualidad destinada a despertar la devoción de todo aquel que lo contemplaba. De repente, de las columnas empezaron a desprender luces blancas como estrellas de plata que quedaron eclipsadas ante la iluminación que empezó a irradiar de la figura de Buda, de un azul intenso cristalino, perfecto, como un cielo iluminado que se difundía por toda  la estancia. El joven ante tanta manifestación de luces se trastornó y dando alaridos llenos de pavor, salió de la cueva desapareciendo.
Magdalena confusa, no conocía, ni siquiera recordaba el haber alcanzado semejante grado de percepción, porque dudaba si lo que estaba viviendo era real o simplemente se había convertido en una sustancia pensante, inmaterial. Se sentía en esos momentos suspendida en el vacío de un vasto universo.
Asustada sale precipitadamente del Santuario llamando a gritos al muchacho, pero el joven no está, se encontraba sola, perdida ante un impresionante paisaje boscoso. Desorientada, caminó sin rumbo. El terror empezaba a dominarla porque pronto la noche tendería su manto negro. De repente, creyó escuchar un torrente, tenía que tener cuidado, estaba anocheciendo y cerca de los torrentes siempre  suele haber un considerable desnivel de terreno. El murmullo del agua estaba cada vez más cerca y a unos metros ante ella aparecen unas cuantas cascadas, que el agua, en su caída, se difumina proyectando miles de maravillosos colores.
Abajo y desde el valle, apenas logra ver los contornos irregulares de una superficie rugosa y de color gris- Asombrada  ve que sobre las abruptas paredes de la hondonada hay grutas escalonadas que se entrecruzan partiendo desde el fondo de la roca.
Con la voz quebrada por la emoción de pensar que las cuevas podían estar habitadas, llama una y otra vez,  pero nadie se asoma a la balconada que atraviesa  la roca de lado a lado.
Decide subir en algún sitio  porque tenía que pasar la noche. De repente, una esperanza renació en ella.
 ¡Tenía que haber algún habitante!
¿Y si no hay nadie?, se preguntaba para darse ánimos. Mientras, pensaba en la posibilidad de que alguien tenía que haber que la ayudara. Dentro de la cueva una figura de hombre, se  movía sigilosamente. Llena de terror, al saber que se encontraba sola, escaló la pared por unos peldaños esculpidos en la roca, mientras era bañada por el vapor que desprendían las cascadas, y la neblina la envolvía en el ascenso.
Al entrar en una de las cuevas, todo era oscuridad, por un extraño ventanuco entraba un foco de claridad lunar. Afuera un paisaje sobrecogedor hace sonreír a la luna. Allí todo es silencio solo roto por el ruido del agua al precipitarse al vacío. Entra en una estancia  y esta le parece como una sala de reuniones, en las paredes esculpidas hay dos hileras de escaleras, el zócalo está pintado con figuras adorando a Buda.
Magdalena, sale de la gran sala para adentrarse por un estrecho corredor donde tiene la esperanza de encontrar a alguien, observa las paredes están llenas de huecos o nichos escavados en la roca, de nuevo da  voces para consolarse,  pero está sola nadie la oye. Decide pasar la noche en una de las oquedades del siniestro pasillo, el ruido del agua  de las cascadas al caer, no la deja dormir ni descansar.
 Un rumor de voces coordinadas la alerta, ¿había habitantes?
Corre hacia el ventanuco que había visto en la sala que ella llamo de reuniones. La noche y el horror que sentía habían caído sobre ella, el crepitar de la madera carcomida al paso de la comitiva, una  hilera de antorchas que acompañados de cánticos litúrgicos caminaban por el tétrico corredor que comunicaba las cuevas de la fachada. Todos se dirigen hacia la sala  donde ella se encontraba. Aterrada se mete de nuevo en una oquedad del pasillo.
Cuando la comitiva se acerca de donde ella se encuentra,  agazapada y amparada por la oscuridad, se da cuenta  de que son incorpóreos, la cabeza la tenían rapada, los párpados entornados sobre las hundidas órbitas, y sus cuerpos flotaban embutidos en mantos harapientos de color azafrán.
Durante unos instantes creyó  ser vista porque,  por unos minutos permanecieron inmóviles parpadeando como si fueran grandes pájaros nocturnos deslumbrados por la luz del día.
La magia que vivió en esos momentos hizo que le embargara una fuerza que la hizo trascender a las leyes de la naturaleza y del entendimiento humano. Aterrorizada, permaneció encogida como una niña asustada y con el corazón apunto de salírsele por la boca, sin ni siquiera atreverse a respirar.
No podía llorar, el miedo que sentía era visceral, tan potente como no lo había sentido nunca, ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quiénes  eran esos extraños seres musitando salmos religiosos por los pasillos?
Tenía que salir de su escondrijo como fuera, aunque fuera reptando como una serpiente hasta las escaleras del acantilado, antes que de dieran cuenta de su presencia. De pronto una mano enorme se posó en su hombro, sintiendo como la garganta se le estrangulaba del pavor que sintió perdiendo el sentido.
Nunca supo de quién fue esa mano, pero minutos después, un grito de agonía retumbó en el acantilado, mientras un hombre caía al vacío. Los monjes en esos momentos cambiaron los salmos por cánticos de gloria.
 Fuera y con el murmullo de las cascadas los rastreadores que vieron caer al hombre, la llamaron de nuevo pero ella ya no podía oír se había desmayado,  la procesión de los monjes se había parado ante ella, entre ellos estaba el tigre de Bengala, como un líder militar.
Por la mañana, al despertar, se encuentra en el hotel donde estaba hospedada. A su lado un médico le sonrió, quedando abrumada por las emociones contradictorias, como si cada parte de su cuerpo y de su mente hubiera quedado fundida en la imagen que le había quedado grabada de ese lugar, llenando el vacío con absoluta naturalidad.
En su mano, un pequeño Buda se aferraba a ella. Días más tarde y ya en su finca a diez kilómetros de Cáceres, desde un promontorio donde tiene ubicada su casa, recuerda lo que vivió, saboreando el espectáculo de ver planear una magnifica ave rapaz por el espeso bosque que rodea su casa.
Escribió sus memorias, unas memorias que muchos creyeron que fueron fantasías  de una mujer que se creía una iluminada. Pero en la vitrina de su salón y entre su colección de arte hindú, destacaba una sola pieza  que por sí sola resplandecía sobre las demás.
Era un pequeño Buda que parecía sonreír.                  

jueves, 7 de junio de 2012

La convención (parte final)

La situación se hizo tan insostenible  que nos tuvieron que dar sedantes para controlar la histeria colectiva cuando la noche extendía su negrura como un pájaro negro extiende sus alas sobre las cavilaciones.
Yo sentía, en esos momentos transcendentales, un amasijo de pasiones incontroladas contra todos aquellos hombres.
La policía a las seis horas siguientes a la muerte del congresista alemán, afirmó que a la hora de su muerte estaba drogado y borracho, incluso que había tomado pastillas para dormir.
Todo parecía que era una confabulación para derivar las sospechas sobre otras cuestiones.
Pero esto no llevaba a la conclusión de las pesquisas.
Desde el primer suceso se había puesto en marcha una maquinaria que no se sabía quien la conducía.
La noche siguiente tampoco se pudo dormir, algo extraño estaba pasando que nadie sabia aclarar, y de nuevo, cuando cayó la noche nos reunieron en una sala cercana a la cocina. La luz se apagó de repente, eran las doce de la noche, el viento soplaba haciendo temblar los cristales de las ventanas, alguien dijo, casi gritando de terror, que era la hora de las brujas.
Nos quedamos en la oscuridad más absoluta durante unos minutos ya noche era negra como el brocal de un pozo. De pronto, el viento cesó y todo parecía pender de la nada. Un grito apagado suena en una esquina de la sala pero nadie se atreve a abrir la boca cuando a uno de los congresistas le cae encima un cuerpo que se aferra fuertemente a su brazo. Unos minutos después se encienden las luces, deslumbrando nuestros ojos cegados. En una esquina del salón uno de los farmacéuticos aparece ahogado con una naranja atascada en la garganta.
Los hombres que se encontraban en aquella sala ya no eran hombres importantes, ahora eran simples mortales ante una amenaza invisible.
Un ruido extraño y tenebroso nos hace enmudecer, segundos después la tierra empezó a temblar y la lámpara que pendía del techo cayó con estrépito al vacío llenando el suelo de la sala de diminutos cristales.
Nadie se movió de donde se encontraba, solo se podían apreciar ojos desorbitados por el espanto.
Aquello parecía una auténtica pesadilla. Nos sentíamos acorralados y alguien tenía que ser el culpable.  Todos nos mirábamos con recelo y nadie confiaba en nadie, la situación se hizo insostenible.
Aquel día la policía decide trasladar a Madrid a todos los congresistas que quedaban con vida por su seguridad. Por la mañana y después del desayuno, un furgón blindado de la policía, se paró ante el hotel para llevar a todos los congresistas que quedaban vivos a Madrid.
Una vez todos acomodados dentro del vehículo, parecían más calmados. Yo me quedé en el hotel por orden de la policía, para interrogarme y saber si había oído alguna conversación fuera de lugar entre ellos.
Mientras estábamos en el interrogatorio, suena un teléfono en alguna parte y yo levanto la cabeza sorprendido de que nadie lo cogiera.
El comisario de policía después de reflexionar unos minutos me dijo que creía que había varias cosas que no le había contado y él lo sabía. Yo me quede mudo dominado por la sorpresa y tembloroso por la acusación que veía venir.
Algo en mí se escapaba a la capacidad de entendimiento.
Minutos después, el jefe de policía coge el teléfono indolente para ser informado por su interlocutor del nuevo suceso acaecido en el itinerario que hacían en esos momentos los congresistas. Le oí decir: ¡No puede ser! y en su garganta se percibió un suave estrangulamiento.
El policía consternado comentó que el chofer del coche celular, era nuevo y no había hecho nunca ese recorrido, desconocía las peculiaridades de la carretera la cual era estrecha y bordeaba un precipicio. Cuando faltaba muy poco tramo para llegar al desvío y coger la autovía de Madrid, una enorme piedra se desprendió de la montaña y cayó en medio del camino interceptándolo. De repente, una copiosa lluvia que empezó a caer del cielo  y el coche se balanceaba por la desigualdad de la carretera que, a consecuencia de la lluvia, se convierte en una riera improvisada de agua y barro.
El silencio dentro del coche se hace patente, se encuentran en una situación muy peligrosa. El camino se empieza a deshacer como un terrón de azúcar y despacio, lentamente, el furgón se desliza hasta quedar suspendido en una cornisa que milagrosamente había puesto la naturaleza.
La lluvia ya había cesado y una niebla pertinaz y espesa amenazaba con engullir todo lo que estaba a su alrededor.
El conductor pulsa tembloroso el botón que da la alarma a la comandancia para casos de emergencias pero no recibe contestación.
Estuvieron suspendidos de la cornisa más de una hora que se les hizo una eternidad.
De repente, una mano misteriosa agita con brío la rocosa cornisa, sintiendo que de un momento a otro se puede desprender la roca y caer al vacío. El silencio se podía masticar.
Más tarde, un helicóptero de la policía al no tener noticias de furgón sale en su búsqueda. El rescate fue laborioso por lo abrupto del terreno.
Después de saberse en el hotel lo sucedido, mis piernas empezaron a flaquear, no me sostenía en pie y mi cuerpo empezó a temblar como una hoja en día de viento. Caí al suelo con desmayo.
Horas después despierto en mi habitación, y siento de nuevo esa ráfaga de viento helador.
Ante mí, un cuaderno abierto me pedía que lo leyera, me encuentro solo y bajo los efectos de un suave sedante. Abro el cuaderno y con temblor en las manos leo:
El 4 de septiembre del 2001 se experimentó una vacuna destinada a combatir la enfermedad llamada “Escorpión” en una tribu perdida de Brasil. Se hizo el experimento sin el consentimiento de las autoridades sanitarias, dado que no estaba totalmente perfeccionada. Esto ocasionó que la mitad de la tribu pereciera bajo sus efectos nocivos.
El brujo de la tribu al ver como su pueblo moría después de ingerir esa poción que le daban esos extranjeros que se hacían llamar sanitarios, hizo un hechizo para los culpables y cumplió su venganza haciendo que murieran uno a uno devorados por su ambición.
 Cerré el cuaderno. Lo guardé sin saber que hacer con él, sintiendo como una tempestad se estaba desenvolviendo en los paisajes recónditos de mi corazón.
Mi idea nunca fue el verme involucrado en la fatalidad de la muerte                  .
A la mañana siguiente y después del desayuno Margarita me esperaba en su Mercedes clase A.
Entro en el coche y me siento a su lado pensando en los congresistas, esos hombres que se creen ilustres, haciendo experimentos con seres humanos y que  ahora se me antojan fantasmas, impertinentes sombras que tienen el mal gusto de mostrarse ante la gente.
Tal vez yo salvé mi vida pero desde ahora nunca seré la misma persona.
Después de rodar unos metros que me alejan del siniestro escenario, miro hacia atrás para ver de nuevo el castillo que hacía de hotel. Veo con horror como una nube gris parda, se posa sobre las torres y en unos segundos desaparece el edificio.
Dentro del coche y con la mirada perdida entre las sombras intenté apartar de mi mente el motivo que me angustiaba y miré de frente. La magia nunca había sido mi fuerte.
Margarita puso su calida mano sobre la mía con una sonrisa extraña que aún no he olvidado
A los sueños, sucede el despertar y al despertar, la realidad. Cuando te miras al espejo del lavabo para despejar tus legañas, sólo te queda el consuelo de que, quizás los sentimientos hayan sido, eso, solo un sueño.
Esta experiencia onírica, será la que me haga sentar la cabeza, para no buscar más aventuras.

jueves, 17 de mayo de 2012

La cepa

El paisaje de aquel parque era hermoso y misterioso, como un rincón secreto, un susurro de una fuente de esplendorosa agua fresca me relaja, sigo la florida vereda y ante mis ojos veo una preciosa estampa de un huerto en donde abundan las higueras centenarias con sus troncos retorcidos hasta parecer gigantes rugosos.
Un hermoso estanque de aguas tranquilas, sirve de bebedero para las juguetonas golondrinas que no cesan de trinar en su jolgorio en el ocaso de la tarde.
Nunca me sentí tan feliz. Estaba en Washington y en el parque que me vio crecer. Miro a mi alrededor y todo me parece mágico, mojo mi mano en las cristalinas aguas del estanque y mi rostro se refleja distorsionado.
Me siento en un banco de cemento, bajo un tilo, y saco de mi bolsillo una bolsa de palomitas que esparzo por el suelo mientras aparecen pájaros por doquier para disputarse su ración de comida, pierdo la noción del tiempo y la noche se hace la dueña del parque.
Camino por la vereda que conduce a la puerta de salida y se me antoja cada vez más larga y estrecha. Un boj tapiza la tapia rodeando el parque pero la salida no la encuentro. Un terror invade mi alma, me siento como si fuera Dédalo en medio del laberinto. No es noche de luna llena, las nubes tapan las rutilantes estrellas, la intranquilidad se apodera de mí.
Una brasa de cigarrillo encendido me avisa de que no estoy solo, no sé si acercarme, dudo un instante y pienso puede ser un despistado como yo que se ha perdido. Pero a lo lejos veo una y otra brasa de cigarrillos encendidos, el pánico me hace esconderme tras un arbusto y espero con el corazón desbocado.
Se oye un murmullo de gente, parece un grupo reducido. Escucho sus pisadas en la gravilla del sendero y por lo que hablan, me hacen sospechar que son delincuentes. Por los movimientos que hacen, mi teoría parece acertada, pero no adivino cuántos son. Una voz seca y autoritaria ordena a tres forzudos hombres que levanten un banco, pero no llego a ver más desde este ángulo. Me escondo tras otro pequeño arbusto y veo que levantan el asiento del banco de cemento y en la pequeña fosa que queda vacía depositan en ella un paquete envuelto en plástico en el improvisado escondrijo, mis piernas se niegan a sostener mi trémulo cuerpo cuando veo que uno de ellos exhibe en su antebrazo una calavera de color rojo.
Después de dejar el banco perfectamente colocado se retiran, uno de ellos dijo con voz ronca:
-  Ya sabréis de mí a su debido tiempo.
La curiosidad siempre fue mi más acusado defecto y cuando creo que estoy solo decido averiguar que es lo que con tanto misterio habían escondido los tres forzudos y misteriosos hombres.
Escarbo con las manos la tierra removida y casi en la superficie encuentro un envoltorio de plástico, lo guardo en el bolsillo de mi chaqueta y espero escondido hasta llegar el nuevo día.
Por la mañana atravieso la verja del jardín como un fugitivo y llego a mi casa, pongo el televisor para saber de las noticias y sorprendido por lo que estaban diciendo puse toda mi atención.
El locutor informa, que la noche anterior, se había cometido un robo en unos laboratorios, comentando que es un virus monstruoso invisible casi microscópico que mata lentamente, y por el momento no hay curación conocida, en el mejor de los casos provoca mutaciones a los que respiren esos virus.
Se trata de una enfermedad aún no diagnosticada y que por ahora no hay calendario de vacunas pues si las hubiera éstas no servirían de nada porque pueden haber creado nuevas patologías. Esto se puede convertir en una pandemia si no aparece cuanto antes la cepa desaparecida. Un equipo de científicos intenta encontrarla antes que se convierta en una plaga total.
El presentador sigue informando…
Los laboratorios tienen el compromiso ineludible de investigar y su misión fundamental es proporcionar ayuda para la atención y desinfección de este nuevo virus. Desde este momento se ha puesto en marcha una nueva investigación farmacológica para mitigar en lo posible la extensión de la epidemia.
Desconecto el televisor y en un impulso me acerco a la chaqueta donde tenia guardada el paquete que había desenterrado en el parque y lo tomo en mis manos. Lo abro y puedo ver un pequeño tubo de laboratorio.
Algo cambia en mí. Hacia tiempo que quería ser importante y ahora, por una casualidad del destino tenia la salud de miles de personas en mis manos. Mi ego creció por momentos hasta llegar a creerme un ser superior.  Y pensé, yo soy el fin de la humanidad.
Decido hacer un plan y de mi corazón surge un odio irresistible hacia toda la humanidad. Nunca antes me había salido nada bien, siempre fui un don nadie y hacía reír por mi extraña manera de caminar.
Ahora era mi oportunidad, el demonio que llevo dentro se despertó con una furia inusitada apoderándose de todo lo bueno que había en mí.
Y me vi flotando a la deriva en mi propio océano de odio.
De pronto me encontré prisionero tras unos gruesos barrotes sin carcelero.
Llevo dos días sin salir de casa y decido ir de nuevo al jardín al atardecer. Un manto de hojas cubría el terreno terroso, mis pisadas resonaban en la tarde como truenos en la tormenta, la pared de piedra tapizada con hiedra y boj perfumaban el ambiente.
Después de deambular por el desierto jardín durante media hora me encaramo en lo alto de enorme roca y veo desde mi observatorio la ciudad de los rascacielos y los veo como me sentía yo en esos momentos, desafiante, rompiendo el firmamento, para adentrarme en el cielo.
Bajo mis pies, las retorcidas raíces de los árboles clavando sus garras en el duro suelo de la roca, la luz del atardecer era de color topacio inundando el cielo de misterio.
Ya empezaban los gorgojeos de los pájaros en los árboles que empezaban a teñirse de verde primaveral.
El mal se apoderaba cada vez más de mí y yo, ufano, soy consentidor activo.
Mirando desde mí atalaya del parque y mientras estoy subido en lo alto del peñasco pienso en el puente de Brooklyn sobre el río East River.
Este es el puente favorito de Nueva York, todo el que lo cruza caminando tarda de orilla a orilla media hora. Éste puede ser un buen sitio para esparcir la cepa, miles de embarcaciones pasan diariamente bajo el puente surcando las aguas del río.
O quizás en el Central Park, es perfecto, me decía una voz que se había apoderado de mi voluntad susurrándome, esta ubicado entre las calles cincuenta y nueve y ciento diez y la quinta avenida.
El parque puede ser perfecto para mi objetivo, tiene grandes extensiones de zonas cubiertas por césped, plazas, un mini zoológico, una pista de patinaje sobre hielo, en donde todas las tardes de los domingos se llena de gentes ociosas deseosas de pasarlo bien fuera del agobiante trabajo diario.
También se puede esparcir por el sendero donde los atletas se entrenan corriendo, otros en bicicletas, patinadores, amazonas a caballo…y después que todo haya pasado me refrescaré en alguna de las numerosas fuentes.
El corazón se me ensanchó de placer.
Al día siguiente de haber urdido el plan, saco un billete para Nueva York y cuando estoy en el tren, un hombre vestido de azul con gorra me pide el billete para revisarlo.
Yo solo soñaba con mi venganza, una venganza tan pobre como el que carece de entrañas. Cuando el hombre levanta el brazo para colocar el equipaje de mi compañero de vagón, veo con horror que tiene una calavera roja tatuada en su antebrazo.
La revista que estaba leyendo se cae al suelo y el revisor la recoge para dármela mientras su mirada se cruza con la mía y noto que la sangre se me hiela en las venas igual que después de una picadura de alacrán.
El viaje no fue tan placentero como yo había previsto. Un terrible dolor de cabeza no me dejaba pensar, ese hombre había desbaratado todos mis planes.
 ¡Y si sabia quien era yo!, las sienes me martilleaban sin piedad. Miro la maleta que descansa en el portaequipajes, encima de mi cabeza y por primera vez siento un miedo atroz de mí mismo.
El trayecto se me estaba haciendo interminable y el traqueteo del tren agravaba mi dolor de cabeza.
Un altavoz informa a los viajeros que el tren llegaría en unos minutos a su destino a la estación Gran Central. El pulso se me acelera y bajando la maleta del portaequipajes con rapidez la abrazo con un amor incomprensible en mí, y pienso: esto es solo una misión. Camino por el andén y  atravieso la estación, llamo a un taxi con una tremenda excitación y le pido que me lleve después de darle la dirección del hotel que tenía reservado.
Cuando entro en la habitación pongo la maleta encima de la cama y la abro con prisas, cojo el paquete y le quito el envoltorio de plástico en el que estaba envuelto, mi mano tiembla perceptiblemente, voy al cuarto de baño para refrescarme y cuando estoy secándome la cara con la toalla después de lavarme noto con espanto que tengo tres manos.
No puede ser real, estoy aterrorizado. Me siento encima de la cama y como un brote verde crece de mi muslo otra pierna. Asustado pienso que tengo que llamar a un médico. El pánico no me deja pensar y me doy cuenta de que era un monstruo por dentro y por fuera.
Lo que dicen los científicos de la cepa es verdad y no puedo decírselo a nadie ni tampoco puedo hacer lo que tenía pensado, era un crimen contra la humanidad, me sereno y vuelvo a guardar la cepa.
Espero que caiga la noche y cuando Nueva York duerme salgo del hotel sin ser visto y me adueño del primer coche que había aparcado. Conduzco a toda velocidad hasta llegar a un pequeño aeropuerto y pago espléndidamente por una avioneta.
Me dirijo al desierto de Sonora en Arizona, aterrizo en el suelo arenoso y oteando el paisaje descubro a lo lejos una excavación que parecía ser un refugio nuclear. Me adentro con sigilo, pero no hay nadie, todo está en silencio. Hago una fogata con el queroseno de la avioneta y todos los enseres que tenía. De rodillas pido perdón al mundo por no haber sentido piedad.
Me queme a lo bonzo abrazado al paquete o al menos eso fue lo que dijeron en una escueta noticia añadiendo que nadie había reclamado el cadáver.
Nunca se supo que yo había muerto como un gran hombre.



jueves, 3 de mayo de 2012

El estanque (4ª parte)

En mi enojo, exijo que me atienda el joven que dos horas antes me había atendido. Extrañada la joven me contesta con timidez que allí no había ningún recepcionista más que ella. Su mirada me hizo parecer que pensaba que yo no estaba cuerdo. No obstante se brinda a pedir un facultativo para que me atendiera con urgencia.
Después de calmar mi ansiedad desconcertado por lo acontecido, subo a la habitación que comparto con Linda y la encuentro frente al espejo del tocador retocándose el maquillaje.
La miro extrañado de su pronta recuperación pero ella me obsequia con una dulce sonrisa y después de mirarme como nunca me había mirado, me pide con coquetería que la lleve de nuevo al teatro romano donde quería ver una representación de la obra Cleopatra. Sin saber qué decir obedezco sus órdenes mientras mi cerebro confuso se esfuerza por comprender la situación que estoy viviendo.
 Después de regresar de nuestro viaje y para animarla en un día esplendido día de mayo decidí dar una gran fiesta para celebrar la reforma que hice en la casa. Mandé invitación  a los amigos que hicimos en Nueva York y Las Vegas e iban a  acudir todos.
 La casa estaba deslumbrante con una decoración exquisita.  En las habitaciones lucían cortinas traídas del mismo París, los muebles antiguos se restauraron y el estanque se convirtió en una esplendida piscina con cenador adosado. Todo había quedado perfecto y espectacular.
El día de la fiesta llegó y los invitados venidos de Estados Unidos nada más llegar quedaron sorprendidos por el paisaje tan agreste y al mismo tiempo pletórico de olores y colores de la alta Extremadura. Subimos por un empinado y estrecho camino al mirador del cielo desde donde pudieron admirar un inmenso campo de trigales verdes salpicado de rojas amapolas haciendo que este pareciera una inmensa alfombra.
Por la noche durante el cóctel antes de la cena la música sonaba suave como una caricia, alguien se acerca a mí y me agradece la velada.
 Después de la suculenta cena compuesta por ibéricos y quesos extremeños comienza el baile y Linda, como siempre, luce elegante con un traje de Valentino de color rojo y unos pendientes de diamantes. Hizo las delicias de los asistentes con su enorme encanto personal.
La fiesta transcurre entre risas y charlas amenas.
De repente, una luz tenue se refleja en las aguas tranquilas de la piscina. La observo desde la terraza y me adentro por el sendero para averiguar qué es lo que pasa y cuando me acerco a la piscina, una mano de hierro me aprieta el cuello y me hace doblar el cuerpo hasta que me sumerge la cabeza en la piscina. Mis ojos casi se salen de sus orbitas y caigo a la piscina sin remedio. Cuando ya tengo síntomas de asfixia alguien se acerca y con voz ronca pregunta: ¿Quien anda ahí?
El desconocido suelta mi cuello y sale corriendo. Mi salvador ve flotar mi cuerpo y se tira a por mí. Me saca del agua y al ver mi estado inconsciente me hace la respiración boca a boca y yo empiezo a respirar aunque con dificultad.
Una vez recobro la conciencia le pregunto por mi atacante y  parece haber desaparecido, nadie ha visto nada. Después del susto y recuperado, sin que nadie me viera subo a mi cuarto y me cambio de traje volviendo a la fiesta.
Los invitados ríen, gozan y beben a placer pero Linda finge estar bien. Una aureola de color violeta en la palma de la mano hace que su sonrisa sea falsa porque la fiebre empieza a hacer mella en ella y su palidez, a pesar del maquillaje, es notoria. Alguien le pregunta con malicia sobre su descolorida cara y ella sonríe con estudiada coquetería.
Yo me encuentro nervioso después del incidente en la piscina, el cuello me duele y la traquea, después de estar aprisionada, la tengo dolorida y casi no me deja tragar pero tengo que estar en mi puesto haciendo los honores a los invitados.
De repente, se forma en la terraza. Linda se encontraba tendida en el suelo porque había sufrido un desvanecimiento. Uno de los invitados a la fiesta era médico y atendió a Linda. Después de tomarle pulso sugirió que la llevaran a su alcoba para darle un sedante y se quedara dormida. Después del incidente los invitados empezaron a retirarse. Eran las cinco de la mañana y había que descansar para la comida que les ofrecía en el mirador del cielo a las tres de la tarde.
Ya en el dormitorio, me siento a los pies de la cama donde Linda descansa y me fijo en su cara. Ya no me parece la misma, su dulzura ha desaparecido y una rara mueca en su boca me hace estremecer. La miro más de cerca y sus ojos de color de azabache transmiten una gran tristeza. Le cojo las manos y las tiene frías como el témpano y cuando alzo la mirada veo reflejada una rosa sangrante en el cabecero de la cama. Salgo aterrorizado de la habitación sin atreverme a decirle nada a Linda, a llamarla y despertarla y voy al porche para coger algo de aire. Todo me parece tan extraño que creo voy a volverme loco.
Desde aquella noche que vi aquella rosa en la cabecera de su cama, algo extraño sentía que me estaba pasando pues ya no me apetecía besar sus mejillas rosadas ni sus carnosos labios ahora pálidos y fríos como la muerte.
Me siento en el poyete de la puerta y una sombra se desliza entre los almendros. Doy un salto de pavor y me encuentro al labriego que había contratado (en esos momentos no me acordaba de él) me tranquilizo al verlo y éste me da las buenas noches. Saludo con una mano pues no me salen las palabras y entro en la terraza. Me siento en una butaca y allí me quedo dormido. Al amanecer me despierto y alguien me ha tapado con una manta. Miro hacia un lado y veo que Linda estaba allí, resplandeciente, como si no le hubiera pasado nada la noche anterior y con su sonrisa habitual me ofrece un café caliente. Lo acepto con mano temblorosa por de lo sucedido la noche anterior.
 No le pregunto nada, ni tan siquiera cómo se encuentra su dolorida mano que lucía sin vendas. Yo me toco el cuello y lo siento dolorido,  no sé que pensar, quizás mi mente cansada me esté jugando una mala pasada.
Linda y yo charlamos un rato de nimiedades y nos retiramos para vestirnos de nuevo y recibir a los invitados. La mayoría de ellos estaban hospedados en un hotel rural cercano que había reservado para la ocasión porque todos no cabían en la finca.
El día amaneció radiante, se veía hasta el horizonte infinito desde el mirador del cielo. Alguien solicito y cortés casualmente le regala un ramo de rosas rojas a Linda. Las acepta con recelo pero en la primera ocasión que tiene, las tira por un pequeño barranco cercano.
 Durante la jornada festiva no paso nada, todos se divirtieron hasta la extenuación y la fiesta estaba llegando a su fin cuando el labriego se acerca a mí y me da una carta. La abro y dentro de ella había una hoja de papel de color sepia que envolvía una rosa marchita. La guardo en el bolsillo del pantalón y siento un tremendo pinchazo acompañado de un dolor profundo y cómo un hilo de sangre baja por mi pierna manchándome con su viscoso liquido rojo las botas camperas.
Mi cuerpo se estremece y cuando todos se despiden después de un día magnifico, me retiro a mi habitación, me ducho y cuando estoy secándome con la toalla descubro que ésta tiene también bordada una rosa roja. No sé qué hacer pero llamo a Linda y le cuento lo que me había pasado. Linda me extraña, parece no importarle lo que le cuento, está ausente, alejada de mí y fría pero le ruego que pase la noche conmigo para no estar solo.
Malos presagios atormentan mi alma. Aquella noche los dos abrazados nos quedamos dormidos y así pudimos descansar.


Continuará...y en el próximo capítulo, el desenlace.

jueves, 12 de abril de 2012

El estanque (3ª parte)

Miro hacia atrás y veo con sorpresa que era Linda. Desde aquel instante, nunca más se separó de mí, parece que ella no se resigno a perderme y aquí la tenía, vestida de cowboy como si fuera a una fiesta de disfraces y dispuesta a vivir en el campo y no alejarse de mi nunca más.
Jamás pregunte como pudo llegar hasta la finca.
La sorpresa fue muy agradable y apoyándose en mí despidió al taxista y nos cogimos de la mano y seguimos nuestro camino mirándonos pensativos sin hablar.
Llegamos a la casa y como siempre la verja abierta y la vereda que conduce a la casa cubierta de hojarascas que hacen imposible ver el pavimento de pizarra primorosamente azulado cuando esta limpio.
Entramos en la casa y como si nunca hubiera estado fuera, entro en la cocina y enciendo el hornillo, cojo una olla de porcelana, la lleno de agua y con unas hierbas que allí había leo la aplicación curativa. En grandes letras “Fresno”, eran cosas de mi abuela.
Me quito los zapatos y los calcetines. Pongo al fuego una jarra con agua y cuando está caliente la echo en una palangana, meto los pies cansados y me quedo relajado. De nuevo me vienen los recuerdos de mi niñez, mientras Linda inspecciona la casa.
Busco entre el polvo acumulado de tantos años la casa cerrada y encuentro unos cuantos troncos secos en el leñero y al anochecer enciendo la chimenea del salón. Ya sentados después de la cena le cuento la historia de mi vida a Linda con una copa de whisky en la mano.
 Agotados, ella escucha mi relato de los hechos que allí acontecieron, sin ninguna pregunta ni comentario. Ya a media noche decidimos ir a la cama.
 Linda me pide descansar en la habitación donde había dormido mi abuelo  y yo accedo encantado pero al abrir su cama encuentra en el embozo una rosa roja marchita que toma en sus manos y con sorpresa una espina se le clava en la palma de la mano.
Le brota un hilillo de sangre que mancha la colcha amarillenta por el tiempo, y alarmada me llama: ¡José!
Después de mirar la herida,  le quito importancia  y busco en el botiquín algo que la pueda curar. Como no encuentra nada decido buscar en la cocina alguna hierba que solía usar la abuela.
Después de mucho buscar entre la colección de latas con hierbas secas que siempre guardaba mi abuela en una etiqueta pude leer “Parietaria” y viendo cuales eran sus propiedades curativas puse al fuego unas cuantas hojas. Minutos más tarde el jugo sirve para desinfectar la herida,  que tapo con una venda que encuentro en el cuarto de baño. Parece solucionarse el problema y dormimos los dos dulces sueños como niños.
A la mañana siguiente, el azul del cielo es claro y brillante, el olor del sarmiento y la brisa que mece los olivos hace que los sentidos despierten hacia un mundo irreal.
Todo va de maravilla, yo estoy encantado con Linda a mi lado y por haber decidido ésta dejarlo todo por mí.
   Sin desayunar bajamos al pueblo a comprar viandas no sin antes pasar por la churrería. Saludamos a los vecinos curiosos que nos miran sin disimulo y cuando llega la hora de la comida decidimos comer en el bar del pueblo. Allí en el bar conocimos a una mujer que buscaba trabajo y la contratamos para que nos ayudase en las tareas de la casa.
 Una vez que la despensa estuvo llena nos sentamos en el salón a charlar de lo acontecido. Observo cómo la mano de Linda empieza a hincharse y el dolor que siente es cada vez más insoportable, apenas puede disimularlo pero lo intenta.
 Linda no quiere alarmarme y resistiendo el dolor empezamos a comentar lo que habíamos vivido esa mañana en el pueblo y decidimos, entre bromas y risas, pasar el día siguiente en la finca, sin salir y  sin que nadie nos molestara, así pasaríamos el día tumbados bajo el sol primaveral.
Al anochecer un hombre de aspecto rudo llama a la puerta y se ofrece como labriego. Sabe que hemos contratado a una señora para las labores de limpieza y cocina y piensa que pude ser necesario también. Después de hacerle unas preguntas rudimentarias le acepto ya que no pone ninguna objeción a sus honorarios.
Desde entonces va a ser el que vigilará los viñedos y limpiará la linda vereda que desde la verja llevaba hasta nuestra casa.
A la mañana siguiente, a un coche Seat1500 de los años setenta sube la vereda. Al llegar al linde de mi finca aprovecha la rotura de una pared de piedra  y entra el coche por ella. Cuando llevaba un trecho rodando por el barbecho, n tronco de árbol talado le da de lleno en el vehículo y rompe el cárter en un enorme encontronazo.
El coche se para y su conductor, un hombre de sombrero de paja y cinta negra se tiene que apear del mismo para seguir a pie, acercándose a la casa con sigilo y acechando como un cazador para coger al dueño por sorpresa.
Pero el ruido en pleno campo adquiere una gran dimensión, es tan perceptible que lo oigo desde mi salón, cojo mis prismáticos y ojeo con escrúpulo el entorno.
Veo a un hombre acercarse a la casa haciendo zig-zag por el maizal.
Alertado por no saber las intenciones del intruso aviso a la policía del pueblo y mientras espero que aparezca la benemérita, el hombre deja de moverse.
Me inquieto en la ausencia de movimiento pensando que algo lo ha paralizado.
Yo espero impaciente a la policía y esta llega pronta.  Entonces supe que una oportuna serpiente venenosa le había mordido la pierna quedando lo inmóvil. Los guardias encontraron al individuo inconsciente entre las hierbas  y se lo llevaron al hospital más cercano.
 Pasadas un par de horas me intereso por su salud, tiene envenenamiento por mordedura de víbora y le deben depurar la sangre con transfusiones. El tratamiento durará tres días y ya restablecido lo detendrán por intromisión a la propiedad privada. No sabía qué pensar, tenía incertidumbre sobre las intenciones de ese hombre. Parecía que se había resuelto de una forma aparentemente sencilla pero yo estaba nervioso.
Desde aquel día el sueño lo tengo interrumpido y me da miedo la oscuridad. Las puertas las cierro a la puesta de sol  y Linda no entiende mi actitud pero acata mis ordenes con sumisión de mujer enamorada. Los días pasan sin sobresaltos y después de unas semanas todo vuelve a la normalidad.
Linda no se encontraba bien después del pinchazo que sufrió con la espina de la misteriosa rosa. La fiebre empezó a hacer mella en ella y su tez blanca y transparente se torno cetrina robándole su encanto.
Decido llevarla al hospital y después de un reconocimiento exhaustivo y pruebas bacteriológicas no le encuentran nada. Regresamos a casa y con la medicación que le receta el medico parece mejorar pero por la noche y cuando se acostaba, aparecía en la cabecera de la cama una rosa roja que Linda nunca vio. Sus sueños no volvieron a ser reparadores, sólo descansaba cuando dormía la siesta sentada en la butaca del salón después de la comida del medio día.
 Yo la observaba y no entendía el porque había cambiado tanto, ya no era la muchacha alegre que conocí en una noche de desenfreno en la ciudad del juego.
Durante unos días concebí la idea de hacer reformas en la casa para tener mayor comodidad. Hablé con el constructor y después de presentarme el proyecto lo acepté.
Para pasar entretenidos la espera de la terminación de la obra decidí que los dos podíamos hacer un viaje turístico por Extremadura, sería perfecto.
Todo estaba resultando fantástico. Visitamos Plasencia, Badajoz, Trujillo para terminar en Mérida. A Linda le pareció maravilloso el agreste paisaje repleto de alcornocales y encinas, como destacan los colores en la tierra comprobando que ningún verde es igual a otro haciendo que todo el campo parezca una sinfonía de colores.
Linda y yo, al atardecer de un día espléndido emeritense, visitamos innumerables monumentos de la época romana, como el teatro romano, hermoso en donde si cierras los ojos puedes ver la lucha de gladiadores y el eco del rugido de las fieras en su jaula.
Paseamos por el puente romano y cuando contemplábamos como transcurren las aguas apoyados en la baranda vemos una barca que nos llama la atención por su agitado balanceo. Nos sorprendió que un río de aguas mansas tenga turbulencias pero quizás se tratase de una poza que en su absorción hace que se produzca un pequeño tifón acuático.
Sin perder de vista la barca vemos como el barquero, hombre de aspecto rudo se acerca con su zozobrante balanceo al ojo del puente donde estábamos Linda y yo.
El hombre mira hacia arriba con descaro y nos obsequia,  con su boca desdentada y ojos grandes ensangrentados, una tenue sonrisa maliciosa.
Nervioso por el aspecto del hombre miro a Linda y su mirada perdida me hace temblar. Toco su desnudo brazo y el calor que desprende es febril. La abrazo por la cintura y nos encaminamos despacio al aparcamiento donde había dejado el coche una hora antes.
Pero cuando nos acercamos al aparcamiento veo con impotencia como el manso Guadiana se lleva mi coche arrastrándolo hasta el centro de su caudal.
Algo extraño siento dentro de mí, la situación que estoy viviendo se me antoja dantesca por su extrañeza. Algo raro nos esta sucediendo a Linda y a mí que no se puede explicar con palabras. Cuando llegamos al hotel Parador, pido al recepcionista, un hombre joven y apuesto, que avise a un médico con urgencia para la habitación 108. Ya en la habitación le cojo el pulso y pienso que tiene mucha fiebre por su alteración. Con una toalla mojada le humedezco los labios y la frente, y espero con impaciencia que llegue el médico.
Pasan las horas y el médico no acude a mi llamada. Mientras, Linda se queda dormida profundamente. Bajo a la recepción y me atiende una encantadora jovencita con notable acento extremeño.
Reclamo con autoridad al médico que esperaba y la recepcionista se queda extrañada pues ella no había avisado a ningún medico, nadie se lo había reclamado.

Continuará...

jueves, 29 de marzo de 2012

El estanque (2ª parte)

Días después la prensa dio la noticia que tras una exhaustiva investigación por parte de la policía, los sospechosos ya estaban controlados, solo había que esperar el momento oportuno y las pruebas aclaratorias suficientes para detenerlos.
Un día en que la niebla espesa y pertinaz que hacía que la visibilidad fuera casi nula, una mujer del pueblo alta y fuerte y con cara de pocos amigos nos reúne en la puerta del colegio a mí y mis hermanos. Nos lleva a su casa permaneciendo allí tres días en régimen de cuartel.
Aquella mujer no hablaba con nosotros. Nunca decía nada. Sólo nos ponía la comida en la mesa y desaparecía para volver a recoger el servicio. Fueron tres días interminables y sin saber el porqué estábamos allí. Mi madre nos había dejado con una mujer extraña, desconocida para nosotros y además era antipática. Mi hermano el mayor nos miraba al resto de hermanos con temor en sus ojos de niño pero nunca nos dijo nada.
Mientras, mi casa se llenaba de policías y ambulancias. En el estanque de la finca habían aparecido dos cadáveres, uno de ellos era el de mi padre el otro de un desconocido. Más tarde se supo que era el cuerpo del delincuente que buscaban y que a su vez vigilaba a mi padre. Este hombre había presenciado la pelea del tren y sospechaba que mi padre conocía el escondite de la caja.
Ocurrió que mi padre estaba esa mañana drenando el fondo del estanque cuando un hombre se le acercó sigilosamente y le apuntó con una pistola para intimidarle. Mi padre perdió el equilibrio y cayó al agua. Y así es como se ahogó en las cenagosas aguas sin tener acción de defenderse.
Mi abuelo presenció todo desde la ventana del salón. Allí se encontraba revisando las cuentas de la finca en su mesa de despacho y vio como mi padre estaba de pie, de espaldas a un extraño y en un instante cayó al agua empujado. Después coge una enorme estaca y hunde el cuerpo con rabia hasta que lo ahoga.
Mi abuelo asustado e impotente, fue a por su rifle y con un tiro certero abatió al desconocido. Intentó sacar a su hijo pero el cuerpo inerte flotaba como un corcho a la deriva. Permaneció unos minutos en la orilla al lado de los dos cadáveres, con la mente en blanco. Luego reaccionó y llamó a la comandancia de la policía.
Después de contar lo sucedido, no creyeron su relato de los hechos y lo acusaron de las dos muertes. Por eso nunca más salio de la cárcel. Mientras, su hija (mi madre) guardaba con celo que rayaba a la locura el objeto por el cual había muerto mi padre.
Ahora lo tengo en mis manos y me quema. Me quema tanto porque sé que aquel objeto es el culpable de las desgracias de mi familia, que mi infancia y adolescencia podrían haber sido como las de cualquiera y no esa oscuridad y tristeza permanente en la que viví. Me dirijo con paso firme hacia este odioso y maloliente estanque porque quiero tirarla al fondo de las turbias aguas que fueron la tumba de mi padre. Pero mientras caminaba pensé que sepultar la piedra tampoco me haría olvidarla, así que decidí llamar a mis hermanos para saber qué hacer con la piedra.
Me dieron la callada por respuesta y entonces pensé ir a un perista. Ahora tenía la oportunidad que siempre soñé, irme lejos de esta odiosa casa y empezar una nueva etapa.
Para mi sorpresa, el perista y después de múltiples pruebas, pesajes, mediciones y exhaustiva observación, tasó la piedra en un millón de euros. Quise hacer partícipes a mis hermanos pero no quisieron saber nada o no me creyeron.
Hago las maletas y sin pensarlo compro por internet un pasaje para Nueva York, quiero que mi vida empiece de nuevo sin mirar hacia atrás.
Cuando ruedo por la carretera de Extremadura camino hacia Madrid, al aeropuerto de Barajas, mi cabeza calenturienta se desborda pensando en los últimos acontecimientos.
Y embarco en un avión de las líneas aéreas norteamericanas y me dirijo a Nueva York. Tenía muchas horas por delante para pensar qué hacer con mi vida. Después de una travesía con altibajos anímicos, aterrizo en la ciudad de los rascacielos en el aeropuerto J F K y de nuevo me embarco en una línea aérea regular. Que me lleva a las Vegas, en el estado de Nevada.
Apenas bajé del avión pude escuchar el ruido de las máquinas tragaperras en la terminal del aeropuerto. Más tarde comprobé atónito como las maquinas se prodigaban en los kioscos, supermercados lavanderías, bares, toda una locura para el jugador.
Cuando voy camino del hotel, todo me deslumbra, es una explosión de luces y colores, hay gente de todas las razas. Grandes limusinas prodigan por las avenidas, deslumbrantes mujeres cargadas de joyas pasean con sus guardaespaldas. Casi no puedo creer lo que estoy viviendo y pienso, (quizás como pensó mi madre) que el dinero lo puede todo.
Después de admirar la ciudad desde mi taxi y acomodarme en el hotel me dirijo al casino más importante. Mi intención es disfrutar de todo lo que me estaba ofreciendo la ciudad. Entro por la puerta principal del casino y un portero uniformado me cede la entrada con suma cortesía. Observo cómo un salón enorme y grandioso emerge ante mis deslumbrados ojos, enormes lámparas penden del techo, mullidas alfombras hunden mis cansados pies en un bienestar que conforta mi espíritu.
Alguien se acerca a mí ofreciéndome ver el espectáculo de “Las Vegas Strip” panorámica nocturna de los hoteles situados en Las Vegas Boulevard. Me maravilla el increíble espectáculo de extravagancia y brillo que allí se prodiga. Me sobrecoge agradablemente la inmensa pirámide de vidrio parecido a un enorme castillo multicolor, de igual manera replicas de los rascacielos de Nueva York lucen con descaro provocador incluyendo en el despilfarro de lujo. También está la Estatua de la Libertad, en un recodo casi escondido como a propósito una bahía de tamaño real que me hace soñar despierto. A su lado un volcán que escupe fuego embobando mi capacidad emocional También elegante y erguida un modelo a escala de la Torre Eiffel.
Miles de carteles fosforescentes se mezclan con millones de luces de colores y todo en una pequeña distancia. Mis sentidos se bloquean con tanto lujo y fantasía.
Ya en la calle Freemont un jovencito me ofrece entradas para un espectáculo de topless y de bailarinas desnudas, pero en esos momentos solo quería admirar el entorno que tenía ante mí deleitándome con su bullicio multicolor.
Las calles estaban repletas de gente guapa que se ignora, esto me sobrecoge dándome la impresión que es un mundo imaginario.
Entro en otro casino y recorro con la vista el enorme salón. Decido jugar para probar suerte y después de observar el mecanismo del juego tomo asiento y pongo dos mil dólares al trece rojo. Todos se acercan curiosos, la ruleta gira y el crupier con voz seria canta trece y rojo y me arrojan un montón de fichas que abrazo con sorpresa. Me emociono y vuelvo a jugar una y otra baza, la avaricia me hacia sentir un hombre afortunado.
Pero la suerte después de una hora jugando ya no es la misma y estoy perdiendo casi todo, ya sólo me quedan mil dólares. Me retiro de la ruleta embriagado por la locura del juego. Me voy a otra mesa que sin saber que juego era y pongo los mil dólares a una sola carta. Para mi sorpresa sale premiado con el bote y sigo jugando en un estado de frenesí y sin saber cómo, desbanco la caja.
Dos empleados del casino se acercan solícitos para que el dinero lo ingrese en su banco. Yo acepto encantado y en ese instante decido quedarme en las Vegas. Pensé estar y vivir en Las Vegas es como haber sido transportado a una fantasía galáctica en algún otro mundo imaginario.
Me compro un apartamento de lujo en la avenida principal. Mientras ceno en un lujoso restaurante exclusivo conozco a una bellísima mujer coreana llamada Linda.
Nace entre los dos una gran amistad y desde entonces, los días discurren en su compañía con alegría. Desde las Vegas viajamos a Nueva York y por primera vez en mi vida veo en la ciudad de los rascacielos un extraordinario espectáculo de ballet clásico en el Metropolitas Opera House. A los pocos días presencio con el mismo entusiasmo que la anterior una representación de la orquesta filarmónica de Nueva York. Su acústica era tan fantástica que se podía sentir como el mismo cielo se estremecía al oír los acordes de Toscanini.
Siempre acompañado por Linda la bella coreana fuimos para ver el divertido musical Mamma Mía al City Music Hall, el teatro más grande de los Estados Unidos que por su lujo y dimensiones nos cautivó. Prometimos volver para la gran fiesta que daban en Navidad.
Un sábado decidimos Linda y yo descubrir nuevos horizontes por Las Vegas y nos fuimos a Lower East Side, la segunda avenida más grande y famosa por su variedad de restaurantes. Entramos en un tibetano, con su suelo de cristal por donde transcurría el agua repleta de peces de colores, el techo cubierto de guirnaldas de cristal lucían como estrellas en el firmamento, todo lo que veíamos y vivíamos nos parecía maravilloso. El amor que estaba surgiendo entre nosotros hacía que todo se magnificase.
Por la noche y en la penumbra de mi alcoba pensaba que nunca hubiera podido imaginar que un desierto fuera un oasis repleto de litros de agua convertidas en champaña y ríos de luces de neón para convertir la noche en día.
Después de un tiempo entre lujos y despilfarros, la añoranza me hace decidir volver a mi casa, sin despedirme de Linda, no quería presenciar sus lágrimas.
De nuevo ya en España me encuentro caminando por el angosto camino rural que me lleva a mi casa. Pensativo y goloso cojo una rica mora que reluce bajo los rayos del sol. Su sabor me trae muchas evocaciones, mi abuela solía hacer pastel de mora cada vez que alguno de nosotros cumplíamos años.
Sigo con mi pensamiento saboreando los olores de mi tierra y el claxon de un automóvil me despierta de mi ensoñación.


Continuará...

viernes, 23 de marzo de 2012

El estanque (1ª parte)

Dejo mi Suzuki todo terreno aparcado en un recodo del camino y subo a pie por la pedregosa vereda cubierta de retamas y zarzales repletos de jugosas moras.
Todo está en estado salvaje y solitario desde que mis hermanos y yo dejamos la casa paterna para ir a estudiar a un internado de Cáceres, ahora al volver el entorno se me antoja desolador.
Las paredes de piedra que confinan el camino aparecen en estado lamentable y están casi derruidas, pero a pesar de todo, yo sigo mi camino ansioso de llegar a mi casa tantos años añorada.
Un perro con aspecto cansado y solitario acompaña mis pasos y camina junto a mí. Ni siquiera ladra, sólo me mira de vez en cuando.
Se divisa la casa, está estática, sin vida, vacía. No muy lejos, el estanque cenagoso y solitario me recuerda las tardes de verano cuando con mis hermanos solía bañarme.
De esto hace ya más de veinte años y ahora, frente a la casa, todo me parece diferente, más pequeño que en mis recuerdos. Los viñedos a los pies de la casa hacen filas como los soldados en un cuartel y los olivos coronan un montículo desde donde se divisa el pueblo. Allí mi padre hizo construir un mirador que le llamábamos “el mirador del cielo” porque mi madre decía que si alargabas los brazos lo podías tocar.
Separo las hojas secas que taponan el umbral de la casa y abro con decisión pero con respeto porque mi corazón se desboca. Observo la escalera empinada y sus peldaños desiguales. Por un instante no me parece mi escalera, el zaguán aparentaba haber menguado y todo me parecía muy extraño.
Subo a la alcoba que ocupaban mis padres y todo está igual. La chimenea a un lado de la habitación mantiene, en su repisa de madera, los mismos adornos de siempre, aquellos que a mí nunca me dejaron tocar.
Entre ellos estaba la cajita de color rojo que mi madre cerraba celosa con una llave que llevaba colgada del cuello.
Salgo del dormitorio y me invade la curiosidad morbosa que siempre tuve por saber qué es lo que puede haber dentro de la misteriosa caja roja que mi madre guardaba con tanto celo.
Me voy a la cocina cierro los ojos por unos instantes y mis sentidos recuerdan el olor a pan recién horneado que solía hacer mi abuela, y de el frite de cordero que tanto le gustaba a mi padre, también imagino el chisporreteo que hace la carne en el sofrito.
Sigo mi ruta por las estancias de la casa como si fuera un turista ávido de descubrir cosas nuevas.
Entro en la habitación de mi hermano mayor. Está igual que siempre. Todo en orden. El barco con que jugábamos en el estanque, aunque lleno de polvo, parecía estar esperando que lo utilizasen. Allí también están el balón, los patines, la raqueta de tenis con la que jugábamos a veces con pequeñas piedras haciendo el gamberro.
Miro por la ventana el campo empapado de sol, donde emerge fina, tenue, una cadena de colinas donde se transforman al mirarlas en un día limpio de otoño.
La visión de la panorámica me sobrecoge haciéndome estremecer.
Entro en mi cuarto donde he vivido antes de salir huyendo. En las estanterías están los libros de aventuras que solía traer mi padre de sus viajes a la ciudad, inculcándonos así el hábito de la lectura.
Todos los leía con voluntad y buen deseo. Cuando empecé a comprar los libros con mi dinero empecé a elegir los autores modernos que más me gustaban aunque algunos no los adquirí muy honradamente. Eran prestados y yo no los devolví porque no quería privarme del placer de tenerlos en mi biblioteca, que ahora miro con nostalgia.
Tomo uno de los libros en mis manos y lo ojeo intentando leer. Pero lo echo a un lado. Dentro hay pasajes señalados con lápiz. Las lágrimas acuden a mis ojos.
Hay cuadernos donde en la tapa garabateada se puede leer con dificultad mi nombre y los recuerdos se van juntando. Hojas, cuadernos, cartas. Ahí estaba toda mi niñez en una habitación desde cuya ventana se podía ver el infinito.
Al anochecer veo como las sombras corren como espectros de tronco en tronco de los castaños estáticos recoloreándolos hasta recorrer todo el campo y morir en el horizonte.
Recuerdo que de pequeño siempre me perdía en el juego de matices suaves de sombras transparentes hasta el punto de no oír nada más que el pálpito de mi corazón.
Mi vida ha viajado tiempo atrás porque todo lo veo con extraordinaria nitidez, salgo a la calle y me siento en el poyete que precede a la puerta de la casa.
Y otra vez la dichosa cajita roja que tanto me obsesionaba cobra de nuevo mi interés, saber que había dentro. Subo la escalera decidido y busco algo con lo que pueda abrirla y encuentro en un cajón del cuarto de baño una lima metálica, hago palanca y abro lo que tanto me obsesiono cuando era niño.
Dentro de la caja y en un pequeño saquito de terciopelo hay cerrado con una cinta de color verde una pequeña piedra que brillaba como una estrella en una clara noche de verano. Tan hermosa que mis pupilas se dilatan de emoción porque nunca mis ojos habían visto nada parecido
Recuerdo que mis padres, marcados con el hallazgo de la piedra, empezaron a distanciarse tanto que nunca antes habían discutido y desde entonces empezaron ha llevarse mal, sus diferencias se hacían cada vez más notables, discutían por todo. Así de la noche a la mañana cambió en el ambiente de la casa, mis progenitores llegaron a mirarse con odio cuando creían que nadie los veía. Mi madre prohibió las risas y a veces nos miraba como si fuéramos extraños a mis hermanos y a mí.
Mi abuelo tampoco escapó de la influencia de la piedra, parecía amargado y ya no jugaba con nosotros. La casa que siempre antes me pareció bonita ahora se me antojaba fea y desagradable desde los tormentosos momentos que viví en ella con desconsolada angustia infantil.
Fue todo desagradable, sin entender qué desencadenó la tragedia familiar y qué era lo que pasaba para que ningún miembro de la familia volviera a sonreír Yo cada día soñaba con escapar a un sitio lejano para nunca más volver.
En mi cabeza de niño nunca comprendí porque una tarde de otoño y cuando regresaba del colegio, unos señores con sombrero negro se llevaban a mi abuelo, subiéndolo a un coche y él ,con una sonrisa que más bien parecía una mueca, nos decía adiós.
Mi madre nunca nos habló de ello y cuando preguntábamos por él su respuesta era siempre la misma, que había tenido que ir de viaje al extranjero por un trabajo muy importante y que pronto regresaría. Pero eso no paso y nos empezamos a hacer mayores. Nunca jamás mis hermanos y yo volvimos a preguntar por él.
Ahora, con la piedra en la mano, me vienen muchos recuerdos escondidos en mi pequeña cabeza y mis piernas de hombre maduro se agitan como las hojas de un árbol en una brisa suave.
Mi madre siempre fue mujer altiva, y estaba poseída de tener una belleza excepcional, siempre le gusto el lujo, era la mujer más bonita y mejor vestida del pueblo cuando asistía a la misa dominical. Mi padre, nunca le quitaba ningún capricho y le gustaba exhibirla como un preciado trofeo. El abuelo que vivía con nosotros dejaba vivir.
Un día, mi padre viajaba en el tren camino de casa después de estar unas semanas en Barcelona. Había ido por asuntos de la finca y se sentía angustiado por que no le habían salido los negocios como el esperaba. La finca, en esos momentos, se encontraba con un déficit casi imposible de recuperación. Por eso tuvo que ir a Barcelona para que sus parientes catalanes le ayudaran a remontar la situación. La cosecha había sido mala, la aceituna escasa, la almendra casi toda se perdida por falta de riego… y así metido en sus pensamientos, no se dio cuenta que unos hombres se sentaban en el asiento frente a él.
De pronto, en el vagón en el que el viajaba se forma una trifulca en el que se ve envuelto sin querer. Las pistolas y las navajas aparecieron en manos de sus compañeros de viaje y mi padre atemorizado sin saber qué hacer, se esconde debajo de un asiento desde donde ve cómo un hombre herido de bala cae a su lado. Le alarga una mano manchada de sangre pidiéndole auxilio pero mi padre no pudo moverse paralizado por el miedo. La mirada de ese hombre nunca la pudo olvidar.
El terror que vivió mi padre hasta la parada de la próxima estación donde esperaba la policía, fue para él interminable, como si viajara en un carrusel desbocado y sin control. En la angustiosa espera agazapado bajo el asiento, algo le cayó en la cabeza y con temor lo cogió y lo guardó en su bolsillo sin saber que era ni porqué lo hacía. Más tarde, cuando llega a casa y le enseña a mi madre lo que ha encontrado ésta lo guarda con avaricia hasta que vinieran tiempos mejores. Desde entonces una ambición desmedida se apoderó de ella y eso hizo que mi padre por temor a su enojo no dijera nada a la policía. lo guardó bajo llave dentro de una cajita roja (la que ahora tengo en mis manos)y que me quema como si fuera un hierro incandescente.
A la mañana siguiente la prensa se hizo eco de un robo en la casa del Cónsul de Turquía en Cataluña y hubo un gran revuelo en una pequeña localidad del Ampurdán donde se buscaban los atracadores de la casa solariega.
Mi padre ajeno a todo lo que estaba pasando y sin querer enterarse de nada siguió con su trabajo sin apreciar que estaba siendo observado muy de cerca por un hombre desconocido y que a éste al mismo tiempo, le seguía la policía pisándole los talones.

Continuará...

viernes, 2 de marzo de 2012

El hombre que guardaba un misterio

Después de un húmedo otoño, los primeros días de invierno aparecieron amables y cálidos, como preludio a los fríos que estaban por llegar. Aquel día los vientos amainaron, y pude cabalgar por la escarpada montaña a lomo de mi fiel jaca Truhana.
Después de una hora de delicioso paseo, miro como siempre desde la cima de la montaña el precioso panorama que me brinda mi tierra extremeña, entre aquellos parajes solitarios y en plena naturaleza, una casona destaca entre la maleza, imponente, mudo testigo de un pasado de esplendor.
Siempre tuve curiosidad por verla de cerca, y aquel día decidí acercarme. Dejo atrás las retamas y zarzales que conviven al abrigo de los olivos, y me adentro por un camino bordeado de almendros y arbustos, cuando aparece ante mí la soberbia casona, ante su pétrea presencia me sentí confuso, al acercarme, la terraza de grandes dimensiones, está rodeada de una balaustrada de piedra que guarda con celo las escalinatas que dan a la puerta principal. Me acerco y en la puerta hay un anciano que en una vieja hamaca se mece sin cesar, con lentitud, con el ritmo monótono de las olas del mar cuando lamen la arena de la playa.
El anciano al verme, con un gesto me invita a apearme del caballo, y me ofrece una amplia sonrisa que deja al descubierto su boca desdentada de encías abultadas. Tomo siento a su lado justo en el último peldaño que da paso a la puerta principal.
El anciano me hace miles de preguntas, mientras observo cómo le tiemblan las manos, y me pareció que su estado era senil. Sin darme cuenta empieza a contarme la historia de aquella casa que hacía mucho tiempo guardaba en su frágil memoria.
Aquel día, comenzó su historia, toda la casa estaba iluminada. Empezaron a llegar los elegantes invitados de toda la comarca. Los anfitriones esperaban en lo alto de estas escaleras de la puerta de entrada para darles la bienvenida.
Los autos una vez vacios de sus lujosos pasajeros, se disputaban en los terrenos cercanos a la finca los lugares más llanos y de mejor accesibilidad para el vehículo, el tiempo de espera se presagiaba largo y monótono. Desde el alejamiento, se podían oír los sones de la orquesta.
Era un gran día para ellos, presentaban en sociedad a su única hija y heredera, Eloísa, el propósito de la fiesta no era otro que encontrarle marido a su bella hija, un marido que estuviera acorde con su categoría. A los sones de la música aparece Eloísa, radiante, con un vestido espectacular ensalzando su belleza, adornando su larga cabellera dorada con pequeñas flores, haciendo destacar sus ojos de color esmeralda.
Los criados, sigue contando el anciano, se disputaban las mejores rendijas de las puertas para ver a los invitados. Entre los invitados destaca un hombre que se hace llamar Duque de la Confederación, que ante el dueño de la casa finge, aparentar un entusiasmo de repentino enamoramiento nada más ver a Eloisa. El padre, convino en presentársela con gesto de conformidad. Cuando son presentados, ella nota en la cara de su padre que el Duque es de su agrado. El Duque un hombre de mediana edad, enjuto de mirada dura como gotas de asfalto, le sonríe con la hipocresía de una hiena. En esos momentos Eloísa no puede evitar sentir que la mirada de aquel semblante fiero y sagaz penetrara hasta lo más secretos y profundos de su ser.
Cuando la enlazó por la cintura para bailar, Eloisa sintió un estremecimiento, y vio como con los párpados cerrados, sus ojos bailaban la danza del que sueña ya por lo que ha conseguido.
Más tarde baila sin cesar con otros jóvenes encantadores, amigo de la familia, Eloísa mira hacia la terraza, lo ve, tímido y solitario, apoyado en la balaustrada con una copa de vino en la mano. Cuando termina la pieza, decidida se acerca a él con una suave sonrisa, se presentan. Eloísa, contesta tímido Eduardo, bailan y bailan sin hablar un vals en la solitaria terraza, que para ella fue lo más inolvidable de la noche. Más tarde, y pasados unos minutos, Eloísa lo busca y recorre con la mirada el salón, la terraza, pero él ya no está. Al cerrar los ojos recuerda con nostalgia los dulces ojos del joven llamado Eduardo, pensando con tristeza, qué impredecible es el destino, y que proclive a la tragedia es. Mientras se cuela por su mente, la mirada dura y la falsa sonrisa del Duque.
Desde el día de la fiesta el Duque se hizo asiduo de la casa, y siempre invitado por sus padres. La amistad llegó a ser tan estrecha que todas las decisiones de la familia pasaban por el consejo del Duque, haciéndose en poco tiempo en una pieza imprescindible en la familia. Desde entonces algo empezó a cambiar, los criados no se encontraban a gusto en la casa, por las noches se oían conversaciones extrañas en las habitaciones de invitados. Los señores de la casa empezaron a perder interés por todos los problemas de la hacienda. La madre de Eloísa empezó a encontrarse triste y desganada, unos meses después inexplicablemente no pudo levantarse de la cama; solo había transcurrido una semana de la extraña enfermedad, muriendo una mañana con una expresión de sufrimiento, que los médicos no supieron diagnosticar.
El padre siempre acompañado por el Duque se encerró en sí mismo, no quería relacionarse con nadie, salvo con el Duque, quien le acompañaba noche y día hasta quedar anulada su voluntad. Los dos solían salir cada mañana en solitario a cabalgar por la hacienda, un accidente incomprensible para un experto jinete, le hace caer del caballo, y como consecuencia muere poco después de la caída.
Eloísa ya estaba sola en el mundo, El Duque, cogió las riendas de la casa sin preguntar, las cosas para ella fueron cada vez peor, el Duque le exigía toda clase de datos referentes al patrimonio de sus padres, alegando que ella no se encontraba en condiciones anímicas para administrarlo.
Cada día que pasaba se encontraba más débil, y aunque se esforzaba por hacer memoria de lo que allí estaba pasando, lo único que conseguía evocar, una imagen imprecisa de la que faltaban todos los detalles, más importantes.
El anciano narra la historia de la casa con hondo sentimiento, haciendo asombrarme con su relato, hasta quedarme allí escuchando hasta perder la noción del tiempo. Mientras Eloísa prosigue, se veía perdida en sus pensamientos que la sumergían en la negrura de un nocturno océano. Una mañana, el Duque le pide casamiento, mientras le ofrece su diaria taza de café, pero ella se encuentra débil por todos los acontecimientos vividos, y acepta con desgana la proposición, y una semana después se celebra la ceremonia civil en la casa sin invitados, ante un hombre desconocido, que le hace firmar un documento que ella desconoce su contenido.
Después de la extraña boda, Elisa no tardó mucho en comprender, el episodio en el que su ahora esposo le había metido, ya no era feliz en la casa que la vio crecer, ahora la veía como una casa de muñecas inanimada, grande, que respiraba y en cada aspiración parece querer engullirla. Aquel día no quiso salir del salón, solo quería estar sentada en la butaca donde recordaba haber visto a su madre sentada enfrascada en la lectura; un terrible ardor le empezó a quemar inexorablemente el cerebro y las entrañas, cuando en la penumbra ve como una figura de mujer, vestida con camisón blanco asoma la cabeza por la puerta, desapareciendo al instante.
Cada vez se encontraba más sola, el Duque solo la visita para darle café y más café, a sus oídos llega el tatareo de una monótona canción. Sale del salón con dificultad, la cabeza le parece estallar, sus sienes laten hasta hinchar las venas. Se acerca al baño donde se encuentra la puerta entreabierta, llama con voz temblorosa, y al no tener respuesta se va de nuevo al salón, a su paso por el pasillo ve una delgada línea de luz bajo la puerta de su alcoba. Un espejo al fondo, en el suelo multiplica la luz deshilachada que sale por la rendija, dando un aspecto de fantasmagoría.
La noche es oscura, no hay luna, está tapada por nubarrones de color panza de burra.
Miré al anciano, inmóvil, con la vista perdida, por su expresión, intuí que la estaba viendo a Eloísa sentada en el sillón, mientras su figura se refleja en el espejo de encima de la chimenea que al perder el azogue sus manchas negras se plasmaban en ella como augurio de malos presagios. Quizás en su soledad sentía los escrúpulos de conciencia que comenzaban a martirizarla sin piedad, por no haber sabido imponerse ante los deseos de sus padres.
Después, un largo silencio por parte del anciano que yo respeto, parecía buscar en los pliegues de su cerebro lo vivido en aquella casa.
Sigue el anciano; yo fui el único que no abandonó esta casa. La tristeza que sentía la joven era una especie de locuacidad meditabunda, que despertaba mi compasión. Días después seguía sentada en el sillón y al amanecer oía como entraban en la casa coches autopropulsados que se colocaban en ordenadas filas, a veces el suelo vibraba bajo sus pies, mientras parecía oír la risa del demonio.
Una mañana se arma de valor y se enfrenta a la realidad, recorre la casa y ve que las paredes están desnudas de cuadros, solo queda la señal en la pared ahora vacías, abre la puerta de la alcoba donde un día vio luz, y encuentra un camisón blanco tirado en el suelo, zapatillas de mujer y un vestido de pésimo gusto. Su esposo había estado viviendo con una mujer en su propia casa, va a la cocina y busca con frenesí algo que le pueda dar una pista de lo que estaba pasando, horrorizada ve una toalla en el suelo manchada de sangre, corre hacia el salón, y de la colección de catanas que tenía su padre como recuerdo de un viaje a Japón, falta una, se encuentra desorientada, entra en la alcoba de sus padres, abre el armario y un cadáver de mujer cae sobre su cuerpo. Sale despavorida, cuando tropieza con un brazo cercenado de un hombre, ya no sabe qué hacer, ni adonde ir, en su locura, va de nuevo al salón, y ve la taza de café que una hora antes tenía que haber tomado humeante.
¿Cómo puede estar aún caliente?
El carillón del reloj marca las doce del medio día, un día gris y desapacible, de repente la puerta del salón se abre por una ráfaga de viento, Eloisa ahoga un grito en su garganta, no se mueve tiene los ojos cerrados con fuerza. Cuando llega de nuevo la noche sigue acurrucada en el sillón, con mano temblorosa tapa su cuerpo con una manta, mientras oye unos pasos lentos que se detienen ante el salón. Ya ni tan siquiera puede respirar, los pulmones los siente encharcados de emociones.
Los faros de un coche detenido ante la puerta de la casa entran por la ventana del salón como dos cañones de luz. De nuevo pasos, ahora seguros, firmes. Una voz la llama por su nombre, pero ella no contesta, no mueve ni un solo músculo de su cuerpo, está aterrada, no siente palpitar su corazón.
La puerta del salón se abre de nuevo de par en par, es Eduardo, al verlo cree estar alucinando, o quizás estaba muerta y se encontraba en las puertas del cielo… Eduardo se acerca a ella, y cogiendo su mano le pide perdón por lo que le ha hecho vivir en los últimos días, y le dice con ternura, gracias a ti hemos atrapado a una banda de asesinos capitaneados por el Legañoso, apodado (el Duque) hemos tenido que enajenarte con drogas para poder hacer mejor nuestro trabajo. Pues él hizo de esta casa su cuartel general, temiendo por tu vida.
Y se presentó, soy policía de lo criminal, estos asesinos mataron a tus padres, su intención era el de quedarse con todo el patrimonio una vez te hubieran liquidado a ti también. Eloísa escucha desorientada la narración de Eduardo. Lo que nunca sabrá si ella fue la culpable de los dos asesinatos que había ocurrido en su casa, porque dejó de oír la voz de Eduardo. Se había desmayado.
Momentos después de dejar al anciano, clavo mi espuela en la fiel Truhana y cabalgo hasta caer extenuado. Toda esa historia que había oído por boca del anciano, ya la había oído con lágrimas en los ojos narrar a mi padre.
Un buen padre, pero que yo nunca lo vi sonreír.
Mientras, detrás de una ventana del primer piso, una anciana escucha con lágrimas en los ojos, su historia. Porque el hombre que también la escuchó era el vivo retrato de aquel que la enamoro y al mismo tiempo trunco sus ilusiones dejándola para siempre en el olvido en un mundo exento de ilusiones.